LIBRE DEL DOLOR
Siempre
fui un bicho raro, alguien que no encajaba en ningún lugar. Ese alguien que no tiene un sitio propio ni en su
familia. No importaba que estuviera en silencio para no molestar, mi sola presencia
resultaba impertinente. Había algo en
mí, aunque no sé yo en dónde. Tal vez en mi cara, en mi voz, en mis ojos, o en
mi semblante. Algo que parecía desagradar a los demás, aún a los que no me
conocían. Algo que parecía alejar de mi cualquier persona.
Al
principio no lo sabía, pero poco a poco fui notando que no me trataban del
mismo modo que a los demás. Siempre era relegada al último lugar.
Mi
padre por una razón que desconozco y que
tal vez ignore para siempre, nunca pudo quererme. Cuando era pequeña lo veía
tratar con ternura y generosidad a mi hermana menor. La cargaba frecuentemente
entre sus brazos, aún cuando ella no se lo pedía. Y no importaba cuantas veces,
o de qué manera yo le suplicara, a mí no me cargaba nunca. Para mí nunca tuvo
una caricia ni dulces palabras. Yo quería
sentirme querida, protegida, mirar desde lo alto, a través de sus ojos. Pero lo
cierto, es que nunca logre no sólo ganar su amor, ni siquiera pude llamar su
atención una sola vez.
No
entendía, y no entiendo aún, el por qué nunca tuve un lugar en su corazón. Su
distancia, su indiferencia en todo lo relacionado conmigo me lo confirmaron a
través de los años. Ni siquiera puedo decir que haya sido un mal padre, porque
nunca me trató mal. Me dio comida, alimento, ropa, educación, todo lo que un
padre da a sus hijos. Pero no recibí nunca de él un abrazo, una felicitación o
su presencia en mi ceremonia de graduación de la universidad. Ni siquiera alguna
respuesta a mis preguntas por su trato hacia mí. Parecía tener un especial empeño, en mantener
un muro que nos alejara.
Mi
madre, una mujer hacendosa, que se levantaba cada día a las seis de la mañana
para preparar el almuerzo para todos sus hijos antes de que se fueran a la
escuela. Me enseñó con gran exigencia las tareas que una mujer debe saber. A
los diez años dijo, no se encargaría más de mi ropa, tendría que hacerlo yo;
lavarla y plancharla. Las cosas debían hacerse bien y puntualmente, tal como
ella decía. No de otra forma, sólo como ella decía. No había lugar para las
equivocaciones, cualquier cosa que perturbara su orden era motivo de castigo y
reproches. La escuché miles de veces, quejarse, enojarse, gritarme. Pero nunca
se atrevió a golpearme, mi mirada desafiante la asustaba. Yo era la única de
todos sus hijos que no me asustaba con sus castigos, que no tenía miedo de
desobedecerla. La única que se atrevía a cuestionarla a decirle un rotundo no
cuando estaba en desacuerdo con ella. Llegó el día en que comprendió que sus
castigos no podían doblegarme, ni sus palabras detenerme. Sólo entonces, me
dejó en paz.
Mi
hermano mayor tuvo una especial deferencia hacia mí, su continuo maltrato y
desprecio eran completamente manifiestos en cada una de las palabras que
salieron de su boca. Un odio que le nacía desde lo más profundo de su ser lo
llevaron no sólo a humillarme continuamente, sino incluso a golpearme siempre
que le era posible. La única vez que no fui objeto de su furia y arrogancia fue
aquél día que estaba postrado mal herido en una cama de hospital.
Yo
sólo era una niña indefensa, que desaté
la furia de mi hermano por el sólo hecho de existir. Me odió hasta que ya no
pudo odiarme, hasta que la muerte silenció para siempre su boca.
Fueron
los días grises, largos, dolorosos, sin sentido. Sin entender el para qué de la
vida. Sin conocer el gozo de la existencia. Sobreviviendo apenas, sin la
promesa de algo mejor, sin la ilusión de que las cosas mejoraran. Sí, él me
convenció de ser una basura, de no ser y no merecer nada. Me convertí en una
autómata, cada día me levantaba para ir a la escuela sólo porque sabía que
tenía que hacerlo, pero no tenía nada más que me interesara hacer.
Nunca
había tenido la oportunidad de elegir nada, la vida decidió por mí. Y yo me
sentí como una maleza que sólo estorba en un bello jardín. Como una semilla
podrida de la que jamás brotará nada bueno. Como ese árbol estéril que jamás
dará un fruto.
Por
mucho tiempo, sus hirientes palabras se reprodujeron como un incesante eco
desde lo más profundo de mi corazón. Derrame miles de lágrimas tratando de
convencerme a mí misma que yo no era lo que él decía. Y entre más trataba de convencerme a mí misma, más se enterraba la duda en mi corazón. Caminé
dando tumbos, entre la certeza rotunda de no ser nadie para mi padre y de ser
una basura para mi hermano mayor. Años de dolor, repitiéndome a mí misma sus
crueles palabras. Deseando morirme cada día apenas llegaba la mañana. No tuve
el consuelo de nadie. Ni siquiera el de mi creador, pues ante todas las
dolorosas situaciones que atravesaba me convencí de que no existía. Desee tanto
la muerte, desee terminar mi miserable existencia, callar esa voz torturante de
mi hermano.
Y,
¿quién quiere vivir en ese túnel oscuro?¿ Quién desea el desamor, el vacío, la
desesperanza? Sólo se sobrevive un día y otro. Y ahí estaba él, en esos momentos, presto a
torturarme. Después de hacerme sentir una basura, me humillaba por mi falta de
deseo de vivir. Me exigía que comiera, diciendo que si no lo hacía iba a morir.
Si morir era lo que más quería, dejar de escuchar sus palabras hirientes.
Terminar para siempre con el dolor. Desde luego nunca tenía apetito, probaba
apenas dos o tres bocados, antes de que el llanto se desbordara de mis ojos.
Sólo entonces mi madre intervenía diciéndole que me dejara en paz. Siempre estuve a merced de sus hirientes
palabras, temblando como una tierna hoja en medio de un feroz viento. Mis
lágrimas jamás le conmovieron, muy al contrario, gozaba con mi sufrimiento.
La
muerte, se convirtió en mi amiga, la única que tuvo piedad de mí, que me liberó
de mi torturador, de mi verdugo. Dentro de mí, siempre supe que podía
refugiarme en sus brazos para no escuchar más ninguna palabra hiriente, para no
sentir más ningún dolor, para no albergar nunca más ningún miedo en mi corazón.
Y ella llegó silenciosa, pero no me llevó a mí, se lo llevó a él. Dejándome agonizante, malherida,
cubierta en llanto.
Esos
días se fueron. Por fin, cayó la última palada de tierra sobre su ataúd. No
volveré a escuchar de su boca palabras hirientes, su voz fue silenciada por la
muerte. Dentro de una tumba se ha podrido desde hace más de veinte años. He ido
a pararme sobre su tumba, depositando en ella no flores, sino sus palabras
crueles que he tenido que arrancar desde lo más hondo de mí. Las vuelvo a quien
le pertenecen. Me libero del poder que ejercieron sobre mí. Nunca más sobre mí,
soy libre.
Libre
del dolor que me causó. Libre de su miseria y desamor. Su muerte es un gran
regalo que me la vida me ha dado. Condeno sus palabras al olvido, a la nada. Su
oscuridad no logró apagar la luz de mi corazón.
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