miércoles, 28 de febrero de 2018

LIBRE DEL DOLOR




LIBRE DEL DOLOR


Siempre fui un bicho raro, alguien que no encajaba en ningún lugar. Ese  alguien que no tiene un sitio propio ni en su familia. No importaba que estuviera en silencio para no molestar, mi sola presencia resultaba impertinente.  Había algo en mí, aunque no sé yo en dónde. Tal vez en mi cara, en mi voz, en mis ojos, o en mi semblante. Algo que parecía desagradar a los demás, aún a los que no me conocían. Algo que parecía alejar de mi cualquier persona.  

Al principio no lo sabía, pero poco a poco fui notando que no me trataban del mismo modo que a los demás. Siempre era relegada al último lugar.

Mi padre por  una razón que desconozco y que tal vez ignore para siempre, nunca pudo quererme. Cuando era pequeña lo veía tratar con ternura y generosidad a mi hermana menor. La cargaba frecuentemente entre sus brazos, aún cuando ella no se lo pedía. Y no importaba cuantas veces, o de qué manera yo le suplicara, a mí no me cargaba nunca. Para mí nunca tuvo una caricia ni dulces palabras.  Yo quería sentirme querida, protegida, mirar desde lo alto, a través de sus ojos. Pero lo cierto, es que nunca logre no sólo ganar su amor, ni siquiera pude llamar su atención una sola vez.

No entendía, y no entiendo aún, el por qué nunca tuve un lugar en su corazón. Su distancia, su indiferencia en todo lo relacionado conmigo me lo confirmaron a través de los años. Ni siquiera puedo decir que haya sido un mal padre, porque nunca me trató mal. Me dio comida, alimento, ropa, educación, todo lo que un padre da a sus hijos. Pero no recibí nunca de él un abrazo, una felicitación o su presencia en mi ceremonia de graduación de la universidad. Ni siquiera alguna respuesta a mis preguntas por su trato hacia mí.  Parecía tener un especial empeño, en mantener un muro que nos alejara.

Mi madre, una mujer hacendosa, que se levantaba cada día a las seis de la mañana para preparar el almuerzo para todos sus hijos antes de que se fueran a la escuela. Me enseñó con gran exigencia las tareas que una mujer debe saber. A los diez años dijo, no se encargaría más de mi ropa, tendría que hacerlo yo; lavarla y plancharla. Las cosas debían hacerse bien y puntualmente, tal como ella decía. No de otra forma, sólo como ella decía. No había lugar para las equivocaciones, cualquier cosa que perturbara su orden era motivo de castigo y reproches. La escuché miles de veces, quejarse, enojarse, gritarme. Pero nunca se atrevió a golpearme, mi mirada desafiante la asustaba. Yo era la única de todos sus hijos que no me asustaba con sus castigos, que no tenía miedo de desobedecerla. La única que se atrevía a cuestionarla a decirle un rotundo no cuando estaba en desacuerdo con ella. Llegó el día en que comprendió que sus castigos no podían doblegarme, ni sus palabras detenerme. Sólo entonces, me dejó en paz.

Mi hermano mayor tuvo una especial deferencia hacia mí, su continuo maltrato y desprecio eran completamente manifiestos en cada una de las palabras que salieron de su boca. Un odio que le nacía desde lo más profundo de su ser lo llevaron no sólo a humillarme continuamente, sino incluso a golpearme siempre que le era posible. La única vez que no fui objeto de su furia y arrogancia fue aquél día que estaba postrado mal herido en una cama de hospital.

Yo sólo era una  niña indefensa, que desaté la furia de mi hermano por el sólo hecho de existir. Me odió hasta que ya no pudo odiarme, hasta que la muerte silenció para siempre su boca.

Fueron los días grises, largos, dolorosos, sin sentido. Sin entender el para qué de la vida. Sin conocer el gozo de la existencia. Sobreviviendo apenas, sin la promesa de algo mejor, sin la ilusión de que las cosas mejoraran. Sí, él me convenció de ser una basura, de no ser y no merecer nada. Me convertí en una autómata, cada día me levantaba para ir a la escuela sólo porque sabía que tenía que hacerlo, pero no tenía nada más que me interesara hacer.

Nunca había tenido la oportunidad de elegir nada, la vida decidió por mí. Y yo me sentí como una maleza que sólo estorba en un bello jardín. Como una semilla podrida de la que jamás brotará nada bueno. Como ese árbol estéril que jamás dará un fruto.

Por mucho tiempo, sus hirientes palabras se reprodujeron como un incesante eco desde lo más profundo de mi corazón. Derrame miles de lágrimas tratando de convencerme a mí misma que yo no era lo que él decía. Y entre  más trataba de convencerme  a mí misma, más  se enterraba la duda en mi corazón. Caminé dando tumbos, entre la certeza rotunda de no ser nadie para mi padre y de ser una basura para mi hermano mayor. Años de dolor, repitiéndome a mí misma sus crueles palabras. Deseando morirme cada día apenas llegaba la mañana. No tuve el consuelo de nadie. Ni siquiera el de mi creador, pues ante todas las dolorosas situaciones que atravesaba me convencí de que no existía. Desee tanto la muerte, desee terminar mi miserable existencia, callar esa voz torturante de mi hermano.

Y, ¿quién quiere vivir en ese túnel oscuro?¿ Quién desea el desamor, el vacío, la desesperanza? Sólo se sobrevive un día y otro. Y  ahí estaba él, en esos momentos, presto a torturarme. Después de hacerme sentir una basura, me humillaba por mi falta de deseo de vivir. Me exigía que comiera, diciendo que si no lo hacía iba a morir. Si morir era lo que más quería, dejar de escuchar sus palabras hirientes. Terminar para siempre con el dolor. Desde luego nunca tenía apetito, probaba apenas dos o tres bocados, antes de que el llanto se desbordara de mis ojos. Sólo entonces mi madre intervenía diciéndole que me dejara en paz.  Siempre estuve a merced de sus hirientes palabras, temblando como una tierna hoja en medio de un feroz viento. Mis lágrimas jamás le conmovieron, muy al contrario, gozaba con mi sufrimiento.

La muerte, se convirtió en mi amiga, la única que tuvo piedad de mí, que me liberó de mi torturador, de mi verdugo. Dentro de mí, siempre supe que podía refugiarme en sus brazos para no escuchar más ninguna palabra hiriente, para no sentir más ningún dolor, para no albergar nunca más ningún miedo en mi corazón. Y ella llegó silenciosa, pero no me llevó a mí, se lo  llevó a él. Dejándome agonizante, malherida, cubierta en llanto.

Esos días se fueron. Por fin, cayó la última palada de tierra sobre su ataúd. No volveré a escuchar de su boca palabras hirientes, su voz fue silenciada por la muerte. Dentro de una tumba se ha podrido desde hace más de veinte años. He ido a pararme sobre su tumba, depositando en ella no flores, sino sus palabras crueles que he tenido que arrancar desde lo más hondo de mí. Las vuelvo a quien le pertenecen. Me libero del poder que ejercieron sobre mí. Nunca más sobre mí, soy libre.

Libre del dolor que me causó. Libre de su miseria y desamor. Su muerte es un gran regalo que me la vida me ha dado. Condeno sus palabras al olvido, a la nada. Su oscuridad no logró apagar la luz de mi corazón.

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