viernes, 30 de marzo de 2012

EL MAR


Ver y sentir el mar, es una mezcla increíble  de sensaciones para cada uno de los sentidos de mi cuerpo. El sonido de las olas rompiéndose en la orilla. El rumor de la espuma que se deshace lentamente. Las gaviotas que aletean en la orilla. El olor a sal de la brisa. El calor suave de la arena en mis pies. El espectáculo de las olas que van y vienen continuamente. Y el horizonte azul y ondulante con destellos plateados que reflejan el sol.

Entro al agua y su caricia es suave, pero a cada paso, me jala hacia adentro con fuerza cuando la ola se retira. Viene nuevamente y me salpica de agua todo el cuerpo, agua tibia y salada. Me adentro más y las olas rompientes estallan en espuma blanca que acaricia mis brazos y mis piernas en un ligero cosquilleo. Más adentro ya no toco el fondo y me dejo llevar por el vaivén de las olas. Me eleva, me lleva y me trae, una y otra vez; en un ritmo continuo que me mece y me relaja. Entonces el tiempo se detiene. Siento como el mar me abraza y su tibieza me recuerda mi estancia en el vientre de mi madre. Me gusta quedarme así por mucho tiempo, solo flotando, solo dejando que las cosas pasen. Viendo que la vida misma es como el mar. Todas las cosas van y vienen continua e interminablemente.

LA INVENCIÓN DEL BESO


En tiempos muy remotos, cuando el hombre aún habitaba en las cavernas de la montaña. Vivía en grandes grupos para cuidarse de no ser devorado por las fieras. La vida era dura y cada uno buscaba sus propios alimentos. Sucedía que a veces, pasaban días enteros sin nada que comer. Y entonces peleaban entre ellos para arrebatarse la comida y tener algo con que llenar el estómago.

Un hombre moreno y fuerte,  fue caminando por el bosque y encontró en un pequeño arbusto; unos rojos y jugosos frutos. Era su primer comida después de tres largos días. Con gran avidez se apresuró a comer para saciar su hambre. Se llenó la boca tanto, que se atragantó. Impedido para respirar cayó al suelo desmayado.

Una mujer estaba cerca. Ella tampoco había comido en días y con tristeza vio que en el arbusto; no quedaban más frutos. De pronto,  vio al hombre tirado sobre el pasto y miró que su boca estaba llena de comida. No lo pensó ni un segundo; se abalanzó sobre él, para tomar el alimento que a ella le faltaba. Con sus manos, haló con fuerza  el fruto que estaba atorado en la boca del hombre. Se lo comió, pero no logró saciar su hambre. Entonces se dio cuenta, que en la boca del hombre aún quedaban pequeños restos de comida. Se acercó y con sus labios comenzó a lamer la boca del hombre. Él, sin nada que obstruyera su garganta, despertó al contacto suave y tibio de la mujer. A la vez, él comenzó a lamerla. Y así… se inventó el primer beso entre una mujer y un hombre.

jueves, 22 de marzo de 2012

EL CAMPO DE FLORES


Comenzamos a caminar lentamente, siguiendo el sendero de los campesinos que cultivan flores en las parcelas que se riegan con el agua que baja de la montaña lejana. Muchos sembradíos en la inmensa explanada. Campos de tierra suelta y fértil. Campos de múltiples y brillantes colores, que resplandecen como joyas preciosas al reflejo del sol intenso del medio día.
¡que calor más intenso¡. Es otoño y la mayoría de los arboles están tirando sus hojas. Comenzamos a sudar copiosamente. La verdad es que no estamos acostumbrados a la vida ardua bajo el sol como los cultivadores de flores. Ellos parecen no padecer el agobiante calor. Han vivido en el campo toda su vida. Y a ratos se resguardan de los rayos quemantes del astro rey bajo la sombra de un guamúchil que en esta temporada sí tiene hojas y frutos. En estas explanadas ellos dividen las parcelas. Crecen al lado del apantle que riega los campos de cultivo. Los trabajadores se sientan tranquilamente a la sombra de algún árbol, respiran el aire limpio que mueve las hojas y refresca sus frentes. Se sientan y escuchan el suave murmullo del agua que corre entre los campos. Se sientan y toman el  almuerzo que han traído de sus casas y con calma comparten y degustan su comida, mientras contemplan un paisaje del que ellos forman parte armoniosamente. No se disgustan por el calor. Han aprendido a vivir con él. Han aprendido al vivir con los insectos. Conocen el olor de los arboles. Conocen todas las plantas y frutos comestibles y toman del campo todo lo que les es útil para vivir.
 No se asustan con las abejas que revolotean entre las flores, o que beben agua a la orilla del apantle. Solo las miran, y siguen trabajando, como si no notaran su presencia. Las abejas vienen,  beben el agua, toman el néctar de las flores y se van, y después otras vienen. Todo el día es así. Trabajadores y abejas hacen cada uno su trabajo sin molestarse el uno al otro. Cada uno a lo suyo, sin interrumpirse. Aunque a veces suceden pequeños accidentes. Algún hombre no ve a una abeja y sin querer la aplasta. Ella le clava su aguijón guiada por su instinto de supervivencia. Ella muere, solo tiene la oportunidad de picar una vez en su vida. El hombre no dice nada. Sabe que nadie es culpable. Sabe que esa es la naturaleza del insecto y es inevitable. Simplemente lo acepta. De cualquier forma, no pasa nada. Durante el trabajo que ha realizado toda su vida en los campos de cultivo ha sido picado por muchas de ellas. Y se ha hecho inmune a su veneno. La picadura es una pequeña molestia que dura apenas unos segundos, no más que el de cualquier mosco. No se enoja, ni maldice al insecto. Tranquilamente lo toma con su mano y lo hace a un lado y continúa su trabajo.
 En pocas horas corta grandes ramos de flores que cuidadosamente apila a la orilla del campo. Y se pueden ver flores amarillas, blancas, moradas, lilas, doradas, cafés, rojas. Muchas flores que son envueltas con rapidez  y eficiencia para ser llevadas a los mercados. Todo lo hacen rápido y antes de que el intenso sol comience a marchitarlas; una camioneta se las lleva a los puntos de venta.  
Miramos como se desarrolla su trabajo. Les compramos algunos ramos de flores cuyo precio es tres veces menor que en el mercado. Flores recién cortadas y olorosas. Las tomamos con cuidado y seguimos caminando. Por todos lados se miran cultivos del flores y de caña y siempre a la orilla de las parcelas encontramos la sombra de los arboles de tzompantle, mangos, amates, ceibas, y guamúchil. Nos detenemos y recogemos las roscas de guamúchil, parece que la gente no los recoge por ser un poco ásperos y no dulces. Solo los pájaros y algunos insectos vienen a comerlos. Observamos en algunos campos, que las garzas garrapateras  recogen insectos entre medio de los surcos. Hay muchas de ellas, pero en cuanto sienten que un humano  se aproxima demasiado levantan el vuelo.
Seguimos nuestro camino, ahora protegidos por la sombra de enormes arboles de mango. Se nota que otras personas han venido a este lugar a comer y descansar. Hay restos de brazas y piedras llenas de tizne que fueron usadas como un rústico fogón. De pronto vemos arboles de tzompantle que aún tienen flores  y nos detenemos para cortarlas. Nos subimos a los arboles, nos llenamos de polvo y de espinas, pero esto no le preocupa a nadie, lo importante es conseguir las flores.  Al día siguiente serán parte  de un delicioso menú son salsa de chile guajillo y huevo. El recuerdo del platillo nos motiva a todos a esforzarnos en conseguirlas.
 Nos damos cuenta que las flores que compramos a los cultivadores,  comienzan a verse un poco marchitas por el intenso sol, entonces decidimos continuar nuestro camino sin hacer más paradas, para llegar pronto a casa y ponerlas en agua. Así caminado de prisa salimos del campo y entramos a la carretera que poco a poco nos adentra a una vida tan distinta, una vida de ciudad, una vida de muchas exigencias y apariencias, una vida artificial donde con frecuencia olvidamos nuestros orígenes y quienes somos. Una vida que nos aleja de nosotros mismos y de la naturaleza. Una vida de la que con frecuencia buscamos escapar.

LA ARDILLA Y LA CALABAZA.



Había una vez un hermoso jardín dentro de una vieja y enorme casa deshabitada. Las plantas crecían rápidamente alimentadas por las copiosas lluvias del mes de agosto. Era un jardín donde podías cobijarte a la sombra de un enorme árbol de lima, junto a ella estaban también, los muy frondosos arboles de nísperos, limones, aguacates  y granadas. Bajo el cobijo de estos arboles crecían preciosas y delicadas plantas de ornato. En algún punto del jardín estaba la fresca y aromática rosa, los alegres crisantemos y malvones, las petunias de brillantes e intensos colores. Las enredaderas que se subían poco a poco en el árbol de lima. Los miguelitos de todos los colores, las dalias y no podían faltar las maravillas de color rosa y amarillo, los clavitos blancos y lilas. Y todas absolutamente todas las plantas crecían bajo el cuidado amoroso y diligente del jardinero de la casa. Su nombre era Anselmo.

Anselmo era un hombre paciente  y noble, delicado en su trato con las flores y feroz en el combate de las plagas que dañaban sus plantas. Todos los días se presentaba a cuidar el jardín a las ocho de la mañana. Con mucho cuidado eliminaba las hojas secas de las plantas, y les ponía fertilizante o algún veneno contra las hormigas, gusanos y arañas que pretendían anidar en ellas. Especial atención le merecían las rosas y las buganvilias que son el platillo favorito de las hormigas, que en la noche eran capaces de dejar sin una sola hoja sus plantas. Así que al menor indicio de su presencia dichos insectos eran atacados.

Anselmo tenía cinco años cuidando el jardín de esa casa. Sus manos habían sembrado muchas semillas, plantado árboles y las diferentes plantas. Día con día fue construyendo ese maravilloso vergel. Algunas veces veía a una inquieta ardilla treparse a los arboles y comerse la fruta. Una ardilla que cuando él se acercaba huía tan presurosa como le era posible. Era una ardilla voladora, muy pequeña, con el lomo y la cola amarilla y muy esponjada. Era tan divertido verla correr ágilmente entre las ramas de los arboles. De pronto se detenía y con sus dos manitas tomaba algún fruto y se lo llevaba a la boca, mientras se sostenía solo con sus patas. De verdad que tenía un gran equilibrio y también un gran apetito.  Después de saciar su apetito se iba y no se le volvía a ver.

Anselmo la veía todos los días desde hace dos meses. Se había acostumbrado a ese espectáculo de verla correr entre las ramas y comer. La consideraba como parte de la vida del jardín y no la consideraba en absoluto dañina para sus plantas, puesto que ella solo se comía los frutos, los cuales por cierto eran bastante abundantes y con frecuencia caían del árbol.

Un día sin embargo, la ardilla hizo algo diferente. Después de terminar de comer los dulces y jugosos nísperos volvió y depositó unas semillas de calabaza muy cerca de los rosales. Anselmo no le dio importancia al asunto. Pero días después comenzó a notar que de las semillas brotaban las primeras hojas. Viendo que esta planta no afectaba su jardín, decidió dejarla crecer. Y le puso abono como a todas las demás. Cuando era necesario le ponía agua. Fue acomodando con pequeñas ramas, las guías que rápidamente se extendían y de las que muy pronto brotaron las flores amarillas y tomó algunas de ellas para prepararse unas deliciosas quesadillas con queso. Poco a poco vio brotar una pequeña y muy redonda calabaza y también con mucho cuidado la colocó de modo tal que la calabaza tuviera buen espacio y suficiente sol para crecer libremente.

Todos los días Anselmo al llegar al jardín veía la hermosa calabaza, y esperaba el momento en que tuviera suficiente tamaño para cortarla, rebanarla en rodajas y asarla en el comal para comérsela calientita con sal y limón. Esperó pacientemente, todos los días mientras cuidaba el jardín. Un día decidió que la mañana siguiente sería el día tan esperado, así que pasó al mercado a comprar todo lo que necesitaba para cocinar su calabaza, incluso ese día llegó un poco tarde a su trabajo, debido a las compras que tuvo que hacer.

Muy contento, inició su trabajo en el jardín. Se encontraba cortando algunas ramas al rosal que recientemente había terminado de florear. De reojo vio pasar a la ardilla. No le prestó demasiada atención, estaba acostumbrado a verla pasar todos los días a comer la fruta de los arboles, así que continuo con su trabajo. Cuando terminó de arreglar los rosales, miró hacia los arboles, tratando de encontrar a la ardilla, pero ella no estaba ahí. Recordó haberla visto pasar detrás de él y hacia allá dirigió su mirada. Sí efectivamente, era el lugar en el que estaba la calabaza. Cuando Anselmo descubrió a la ardilla, ella estaba terminando de comer la deliciosa calabaza. Anselmo se quedó anonadado. Quiso decir alguna palabra, pero solo abrió la boca, ante la sorpresa.

El no había sido el único que había decidido comerse la calabaza ese día. La ardilla tomó la misma decisión y le ganó a Anselmo la calabaza. Al principio se sintió enojado de que la ardilla le hubiera ganado su almuerzo. Pero después comenzó a reír a carcajadas, cuando recordó que quien había traído las semillas de donde brotó la planta fue la ardilla. Ella inteligentemente las puso en el lugar propicio para que germinaran y fueran cuidadas por el jardinero, así que solo estaba cosechando lo que había sembrado. Razón por la cual se merecía disfrutar de la verde, tierna y deliciosa calabaza.