lunes, 29 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DE LOS SIETE IMPERIOS





LA CIUDAD DE LOS SIETE IMPERIOS


Hace mucho tiempo en un hermoso pueblo en medio de imponentes montañas, vivió una familia campesina muy pobre. La familia estaba formada por el padre, la madre y dos hijos llamaos Fortunato y Cirilo. Eran tan pobres que apenas tenían lo suficiente para comer un poco cada día. La mamá trabajaba demasiado y murió muy  joven, pues un día enfermó sin que tuvieran dinero para llevarla a curar a la gran ciudad. Desde entonces el padre enfermó de tristeza y en pocos años también estaba próximo a morir.

Cuando sintió que su final se acercaba, llamó a sus hijos y les dijo:
- Queridos hijos, me da mucha tristeza dejarlos solos, pero ya me voy a morir. Toda la vida he sido tan pobre, a pesar de que he trabajado tanto y no tengo nada que dejarles, sólo estas canicas.  Guárdenlas y llévenlas con ustedes a todos lados.

A los pocos días el señor murió y a partir de ese día, los hermanos Fortunato y Cirilo iban siempre juntos a todos lados, y con frecuencia jugaban a las canicas con otros muchachos. Un día, Cirilo perdió su canica en el juego y se puso triste, pero  no hizo nada para recuperarla. Desde entonces sólo su hermano Fortunato conservaba su canica. Y sucedió que también un día, en el juego la apostó y la perdió, pero no se resignó a perderla y entonces comenzó a llorar sin consuelo. Suplicó una y otra vez que le devolvieran su canica. Y lloró  y suplicó tanto, que al final se la devolvieron con tal de no escucharlo llorar más.

Unos años  después,  los hermanos decidieron que cada uno seguiría su propio camino, así que se dieron un fuerte abrazo y se despidieron.  Fortunato sentía un gran consuelo contemplado su canica, pues era el único tesoro que le había dado su padre. Con frecuencia, cuando se sentaba a descansar en el camino, la tomaba entre sus manos y la miraba por un gran rato. 

Fortunato caminó por muchos días, subió y bajó montañas, cruzó ríos y bosques, en medio del sol y la lluvia, buscando un mejor lugar para vivir. Buscando trabajo y un lugar donde se sintiera mejor pasó mucho tiempo, de pueblo en pueblo sin que se decidiera a quedarse en ninguno de ellos.

Uno de esos días en que cruzaba por un camino en medio de un enorme y espeso bosque se encontró un animal muerto. Muy cerca de él, peleaban el león, el águila, el zopilote y las hormigas. Todos querían alimentarse del animal muerto, pero no lograban ponerse de acuerdo en la manera de repartirse las partes del animal, pues al parecer cada uno quería hacerlo a su manera, así que nadie podía comer.

El águila al ver al  muchacho acercándose, decidió llamarlo:
- Hey tú,  ven acá, ayúdanos a resolver este problema.
Fortunato la miró sorprendido, pues era la primera vez que un animal le hablaba en su propio idioma. El águila continúo:
- Sé que vas de paso, pero quiero que te detengas un momento para ayudarnos.
Con cierto recelo el muchacho se acercó a donde estaban los demás animales, y escuchó al águila:
-Mira, aquí hay un animal muerto, el león quiere llevárselo todo, el zopilote quiere llevárselo todo, las hormigas quieren llevárselo todo, y yo, también quiero llevármelo todo. Pero mientras nos peleamos el animal se está descomponiendo y se va a echar a perder antes de que  logremos ponernos de acuerdo. Tenemos que encontrar una solución pronto. Tú no conoces a ninguno de nosotros, eres un hombre, y como tal, quiero que repartas al animal de manera justa.

Todos los animales estuvieron de acuerdo en aceptar la forma en que el hombre decidiera hacer la repartición. Así, que él sacó su espada y a cada uno dio una parte. Las hormigas le pidieron que les diera la cabeza, para poder hacer con la calavera una casa y usar el hoyo de los ojos como ventanas. Los demás animales estuvieron de acuerdo, puesto que a ellos esa parte del cuerpo no les servía para nada. Así que no hubo ningún problema.

Los animales al fin pudieron comer y quedaron satisfechos. Entonces el muchacho decidió que era momento de partir. Antes de despedirse, les dijo que no pelearan más y que se respetaran los unos a los otros. Los animales le agradecieron su ayuda y quisieron corresponder haciéndole un regalo.
El águila dijo:
-No tengo dinero con qué pagarte, así que arráncame una pluma de mis alas.
 El león dijo:
-Yo   tampoco tengo dinero con qué pagarte, así que arráncame unos pelos.
El zopilote agregó:
-Yo también te daré una pluma.
Y la reina de las hormigas tampoco quiso quedarse atrás:
-Yo no tengo dinero, ni plumas, ni pelos, así que arráncame una pata. 

El joven ya tenía los regalos, aunque no comprendía para qué podían servirle. El águila que podía leer sus pensamientos le dijo:
-Cuando te encuentres frente a un profundo barranco y tengas necesidad de cruzarlo, entonces, saca la pluma, la pones frente a ti y dirás las palabras dios y un águila y entonces podrás hacer lo que hace un águila.  Lo mismo sucederá con los otros regalos que has recibido.


El muchacho siguió su camino, atravesando, montes, ríos, bosques, selvas, sin mucha dificultad, hasta que llegó a un barranco de profundas y escarpadas rocas como nunca antes había visto. Era tan profundo, que ni siquiera alcanzaba a ver el fondo, ni encontraba manera de cruzarlo. Se puso triste pensando que tendría que volver por el camino que había venido. Derrotado se sentó a tomar un descanso,  y entonces fue que recordó las palabras del águila.

Sin pensarlo más, de su bolsa sacó la pluma del águila, con una mano la puso frente a él, pronunció las palabras dios y un águila, y en un instante, en la espalda le salieron unas enormes alas. Muy contento se aventuró en su primer vuelo, cruzando el enorme y profundo barranco.

Cuando llegó al otro lado, se dio cuenta que no le dijeron cómo volver a ser hombre. Y entonces pensó: “Si ellos son animales y saben, yo que soy un hombre, también puedo inventar algo”. 

Entonces dijo: “dios y un hombre”. Y al instante volvió a ser el de siempre. Con mucho cuidado guardó la pluma en su bolsa y continuó su camino. Después de varias horas, al llegar a un pueblo encontró a una muchacha y le preguntó:
-Oiga, yo ando buscando trabajo, puedo hacer muchas cosas, ir al campo, llevar a pastar al ganado, cualquier cosa que me pidan, ¿conoce alguien que pueda darme trabajo?
-En la calle que lleva al río, hay un rancho, ahí vive un señor llamado don Teófilo, él tiene muchos borregos y tal vez, necesite a alguien como tú para cuidarlos.
Fortunato se fue por el camino que le había indicado la muchacha y pronto vio a lo lejos, sobre una hermosa colina y rodeada de árboles frutales el rancho. En el patio, recogiendo frutos se encontraba el dueño.
-Buenos días.
-Buenos días, ¿quién es usted?
-Me llamo Fortunato y vengo buscando trabajo, no pido mucho, sólo un lugar donde dormir y comida.
Don Teófilo lo miró de arriba abajo y le dijo:
-¿Te gusta el campo?
-Pues del campo vengo, y puedo hacer cualquier trabajo.
-Entonces, pasa, te diré en lo que vas a ayudarme.   
Don Teófilo lo mandó a arreglar el cercado y a limpiar el establo. En la tarde llegaron sus hijas que habían llevado a pastar al rebaño muy cerca del bosque. Don Teófilo le dijo a Fortunato que desde el siguiente día muy temprano, iría con ellas para que le enseñaran en dónde debía llevar a pastar a las ovejas, porque en adelante ese sería su trabajo.

Esa tarde comieron todos juntos. Fortunato estaba muy agradecido, pues le ofrecieron tanta comida como él nunca había probado. Con sus padres apenas había tenido frijoles para comer cada día. A la mañana siguiente antes de irse, le ofrecieron chocolate y pan para el desayuno. Muy contento se fue con las muchachas al trabajo. Él les dijo:
-Hoy me mostrarán el lugar en donde pastan las ovejas y mañana yo vendré solo, ustedes ya no tendrán que venir tan lejos.
- Son demasiado ovejas para que puedas cuidarlas solo- dijo una de ellas.
- Pero estoy  seguro que yo podré cuidarlas solo, lo único que necesito es conocer bien el camino y saber cuántas ovejas son para contarlas al final de cada día.

Las hermanas le dijeron que lo acompañarían unos días más, mientras él aprendía bien el camino. Ese día volvieron sin ningún problema. Más tarde compartieron la comida, hizo otras tareas y se fue a descansar para el siguiente día.

A la mañana siguiente hicieron el mismo recorrido del día anterior, entonces pasaron muy cerca de un bosque muy tupido, pero que se veía que en medio de un claro, había un enorme y espeso pasto. Sorprendido Fortunato preguntó:
-Pero, ¿por qué llevamos tan lejos las ovejas si aquí hay un mejor pasto?
-No podemos llevar a las ovejas a ese pasto porque ahí llega un animal que se las come. Así que no se te ocurra llevarlas ahí, porque si te faltan dos o tres ovejas, nuestro padre se enojará y ya no te dará trabajo.
-No se preocupen, yo me encargaré de que no se pierda ninguna oveja.

 A la siguiente semana, por fin, don Teófilo permitió que Fortunato llevara solo a pastar al rebaño. Cuando iba pasando por el lugar desde donde veía el enorme y verde pasto, tuvo la tentación de meter ahí a las ovejas y así ya no tener que llevarlas tan lejos. Se decía a sí mismo, que tal vez alguien robaba las ovejas y no existía ningún animal. Y no comprendía por qué, si se trataba sólo de un animal, los hombres del pueblo no se habían unido para matarlo. Pensaba que en ese lugar había algo más, que no habían querido decirle.

Por algunos días, Fortunato siguió las órdenes de no meter las ovejas al bosque, pero conforme transcurrían los días, la tentación de dejarlas pastar en ese lugar, iba creciendo dentro de él. A pesar de que don Teófilo le había dicho que en medio de ese bosque, nadie podía defender a sus animales, decidió correr el riesgo, pensando en que si él no decía nada, su patrón no tenía manera de enterarse de lo que  estaba haciendo.

Así que un día, dejó a las ovejas pastar dentro del bosque. Durante las primeras horas de la mañana no ocurrió nada en especial. Las ovejas comieron y comieron, y demasiado pronto se pusieron muy gordas, lo cual sorprendió a mucho a Fortunato. Pero al medio día, se sintió un viento helado, al mismo tiempo que se escuchaba el fuerte silbido en las hojas de los árboles. Se escucharon las fuertes pisadas de un enorme animal que parecía venir muy rápido. Ante su vista apareció el más enorme y temible puerco espin que jamás hubiera visto. Su mirada era desafiante y  feroz. Al instante Fortunato reaccionó y antes de que el animal pudiera atacar a las ovejas, él sacó los pelos del león y poniéndolos frente a sí dijo: “Primero dios y un león”. Y en menos que lo cuento, se transformó en un enorme león de larga melena.


El león y el puerco espin entablaron una feroz lucha, imposible de describir. Entre zarpazos y mordidas rodaron por el pasto tratando de vencer el uno al otro, sin que pudieran conseguirlo. Así llegó la tarde, y cuando el sol estaba a punto de ocultarse, el puerco espin huyó presurosamente.

El león se convirtió nuevamente en Fortunato, quien al volver a su forma humana se apresuró a contar las ovejas. Con alivió confirmó que estaban todas las que debían ser y que ninguna estaba herida, así que las llevó de regreso al rancho. Debido a la pelea, él se sentía tan agotado que de inmediato se fue a descansar. Más tarde lo llamaron para  que fuera a comer y él no quería ir, pues le preocupaba que se dieran cuenta de las heridas que tenía. Pero don Teófilo insistió.
-Anda muchacho, ven a comer de inmediato, que la comida se está enfriando.
Fortunato no tenía modo de negarse, pero antes de salir, pidió que le llevaran un vaso de agua a su cuarto. Con mucho cuidado se limpió las heridas lo mejor que pudo, de tal modo que nadie las notó.
Durante la comida el señor dijo que veía a las ovejas muy gordas, que nunca antes habían estado así, y preguntó:
-¿A dónde las llevas a comer?
Fortunato guardó silencio, sin saber si decir la verdad o no. Ante ello don Teófilo insistió.
-Conmigo no debe haber secretos.
-Otro día le digo.

Al siguiente día, Fortunato volvió a llevar las ovejas al enorme pastizal y nuevamente, el puerco espin se presentó al medio día. De la misma manera Fortunato se transformó en león y otra vez pelearon ferozmente sin que ninguno de los dos pudiera ganar. Y así era un día y otro.

Después de algunas semanas, Fortunato estaba muy agotado por las peleas que tenía a diario con el puerco espin, no podía ganarle, pero tampoco había perdido ninguna oveja. En el rancho él había visto que don Teófilo tenía muy buenas armas, así que no entendía, por qué no las usaba para matar al puerco espin.

Cada tarde antes de la comida, Fortunato pedía agua para lavarse las heridas, su patrón se dio cuenta de esto y  sospechó que había algo oculto. Le dijo a su hija que después de llevar el agua, espiara al muchacho para ver qué era lo que hacía. A través de un hoyo en la pared lo vio quitarse la ropa y curarse las heridas.

La hija dijo  a su padre que el muchacho tenía heridas en todo el cuerpo y que usaba el agua para limpiárselas. Don Teófilo pensó que eso era muy raro, así que a la hora de la cena le dijo al muchacho:
-Mañana voy a ir contigo a llevar a pastar las ovejas.
-No, no es necesario que vaya, no hay ningún problema, yo puedo ir solito.
-Mañana voy contigo.
-No, no vaya conmigo, déjeme solo, cuando me falte una oveja, entonces me acompaña.

Don Teófilo no insistió más, al siguiente día, dejó que Fortunato se fuera solo, pero casi enseguida fue detrás de él, para ver a dónde iba. Lo vio meter a las ovejas dentro del bosque y no le dijo nada. Estaba escondido entre los árboles, pero cuando al medio día escuchó un fuerte ruido que indicaba que se acercaba el animal salió de su escondite y le dijo al muchacho:
-Ya viene el animal, tenemos que irnos de inmediato, saca las ovejas.
-No, usted no  se preocupe, váyase y déjeme solo yo me haré cargo de todo.

Don Teófilo tuvo miedo, y se alejó un poco, pero aún estaba escondido detrás de un árbol para ver qué era lo que pasaba. Con asombró vio cómo Fortunato sacaba de su morral unos pelos y poniéndolos frente de sí, decía una palabras para transformarse en un enorme y temible león. Miró la encarnizada lucha hasta que llegó el atardecer, ninguno de los dos animales parecía darse cuenta de nada más a su alrededor, tan concentrados como estaban en el combate.

Nuevamente, al atardecer se separaron sin que nadie hubiera ganado. Fortunato se quedó sentado un rato en el bosque, pensando en que ya estaba agotado de tanto pelear, decía para sí mismo: “¿Cómo voy a vencerlo?,¿qué hago?”

Don Teófilo había llegado corriendo a su casa, tenía prisa por decirle a sus hijas lo que había visto. Así que sin tomar un descanso dijo:
-No sé qué es lo que Fortunato carga en su morral, pero de una cosa estoy seguro, tiene una virtud o un don especial. Peleó con el puerco espin toda la tarde como nadie antes lo había hecho. Vamos a buscar al sacerdote a la iglesia para pedirle un consejo, a ver si nos puede ayudar.

Don Teófilo le platicó al sacerdote todo lo que había visto, y el modo tan feroz cómo Fortunato había peleado con el puerco espin, pues él bien sabía, que en realidad ese animal era un mal espíritu, por eso era que nadie lo había podido vencer.

El sacerdote escuchó con mucha atención y dijo a don Teófilo que al día siguiente le llevara al muchacho, para platicar con él. Así que cuando llegó a su casa le dijo a Fortunato:
-Mañana no vas a llevar a pastorear las ovejas, te arreglas porque te vas a ir conmigo a otro lado.
Y así sucedió que fueron con el sacerdote, quién le preguntó a Fortunato:
-¿De dónde vienes?

Fortunato platicó toda su historia, que siempre había sido pobre y después se quedó huérfano. Y que ahora vivía muy bien  en la casa del señor Teófilo, donde le daban muy buena comida. El sacerdote dijo:
-¿Por qué peleas con el animal del bosque?
-Porque se quiere comer las ovejas y no lo voy a permitir.
-¿Cómo le haces para pelear, es cierto que te  conviertes en un león?
-¿Quién dice eso?
-Tu patrón.
El muchacho no quería hablar sobre eso, pero al final dijo todo.
-¿Cómo le haces para volverte león?
-Puedo hacerlo, porque recibí ese don como recompensa por haber ayudado a unos animales.
Entonces, tuvo que contar la historia  de cómo encontró a los animales peleando, cómo ayudó a resolver el problema y los regalos que le dieron.
-Ellos te concedieron una virtud –dijo el sacerdote.
-Y también tengo esta canica –agregó Fortunato.
-¿Quién te la dio?
-Mi padre me la dejó como única herencia, éramos tan pobres que no teníamos nada más. Desde entonces la he conservado, pues es lo único que me queda de mi padre.
-Enséñamela.
-Mi padre dijo que la llevara siempre conmigo y que no se la diera a nadie.
El sacerdote miró con detenimiento la canica, la bendijo y se la regresó.
-Si vuelves a pelear con el animal, ahora sí lo vas a vencer.
-Qué bueno, porque ya me estoy cansando. Además ya estuve mucho tiempo aquí y quiero irme a continuar mi camino. Pero antes, quiero liberar el bosque de ese animal.

Cuando el patrón escuchó que Fortunato quería irse, le ofreció que se casara con una de sus hijas, cualquiera de las dos, la que él quisiera. Incluso en la noche le invitó a beber mezcal, pues quería convencerlo de que se quedara en el rancho, para que los protegiera a él y a sus hijas. Pero al joven no le interesaba casarse con ninguna de las dos. Lo que en realidad quería era conocer el mundo. Pero don Teófilo insistía.
-Cásate con una de mis hijas, y cuando yo muera, te quedarás con la herencia.
- Sus dos hijas son hermosas y aquí me han tratado muy bien, pero lo que yo  quiero es recorrer el mundo, conocer otros lugares.
 Para que el señor no siguiera insistiendo le dijo:
-Déjeme pensarlo y mañana le digo.

Fortunato volvió a su trabajo, el siguiente día volvió a llevar el rebaño al pastizal en medio del bosque. Tenía muy presente las palabras que el sacerdote le  había dicho que debía pronunciar para vencer al animal. Así que cuando llegó el medio día y el puerco espin se presentó, como todas las veces anteriores se transformó en león, y acto seguido dijo: “en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo te voy a vencer”. Y dio comienzo la batalla feroz, pero, a pesar de sus esfuerzos e invocar la ayuda de Dios, no logró vencerlo. Aunque es cierto que por primera vez, el animal quedó muy agotado y lastimado.

La batalla del segundo día, fue terrible también, pero mientras Fortunato se hacía más fuerte, el puerco espin estaba más agotado que el día anterior. Sintiendo que se acababan sus fuerzas, el animal se echó a correr, no sin antes decir que volvería la mañana siguiente.

Al tercer día volvieron a pelear. El león estaba seguro de que esta vez sería el vencedor. El puerco espin, por su parte, se daba cuenta de que no resistiría una pelea más. Así que se apartó un poco del león y le dijo:
-Por ahora tú ganas, pero no estoy del todo vencido.
-Yo te he ganado porque tú no quieres luchar más, y te ordeno que no vuelvas a este bosque a comer las ovejas. Y si te atreves a regresar, yo vendré a corretearte.
-De aquí en adelante no volveré más, me voy a la ciudad de los siete imperios, y si de verdad me quieres vencer, tendrás que ir a buscarme allá.

Dicho esto, el puerco espin se transformó en una horrible y oscura ave, que presurosa levantó el vuelo sin darse cuenta que había tirado un huevo. Fortunato recordó que el sacerdote le dijo, que tendría que llevarle algo que fuera de ese mal espíritu para lograr vencerlo. Así que recogió el huevo y lo llevó con el sacerdote, quien lo bendijo y se lo devolvió de inmediato.

Fortunato volvió al rancho y le dijo a su patrón que ya no tenía que preocuparse por nada. Las ovejas y todas las personas estaban a salvo, porque el animal nunca volvería al bosque. Ahora todos podrían transitar libremente por él sin correr ningún peligro.
-Mañana me voy, debo continuar mi camino.
-Pero, ¿por qué te vas? Puedes quedarte aquí, ya no tienes que pelear con ningún animal y además me gustaría que te casaras con alguna de mis hijas.
-Le agradezco mucho sus palabras, pero tengo que seguir mi camino, porque yo soy un caminante y ya estuve mucho tiempo aquí.
-Quédate con nosotros, si te casas con una de mis hijas serás dueño de todo esto.
-Ustedes ya no me necesitan, ya no corren ningún peligro y aquél animal ya me dejó con la duda. Dijo que se fue a la ciudad de los siete imperios y yo quiero saber qué es eso. Lo voy a buscar.

Fortunato les agradeció por lo bien que siempre lo habían tratado todos y por haberle tenido confianza para darle el trabajo. Dijo que en adelante las cosas iban a ser más fáciles, porque ya no tendrían que llevar a pastar a las ovejas tan lejos.

Muy temprano por la mañana, cuando el sol aún no salía, Fortunato emprendió la marcha. Se fue sin despedirse de nadie para que las cosas fueran más fáciles, pues él sabía que insistirían en que se quedara.

Cuando en el rancho se dieron cuenta que Fortunato ya no estaba, se pusieron muy tristes  y lloraron, pues en verdad le habían tomado cariño y estaban muy agradecidos de que los hubiera librado del espíritu que se había apoderado del bosque.

Fortunato transitó por muchos caminos sin que nada lo detuviera, pues cuando se encontraba con un obstáculo o con un peligro, se transformaba en el animal que más le convenía para resolver sus dificultades. Así pudo sobrevolar por grandes acantilados, escapar de feroces animales salvajes y conseguir fácilmente comida. Todas las cosas le eran tan fáciles como nunca antes había imaginado. Por algún tiempo permaneció en grandes selvas, montañas, bosques y cuevas, sin que nada ni nadie lo perturbara.

Hasta que un día, de tanto andar llegó a una enorme ciudad. A él le pareció un lugar muy extraño, había demasiadas cosas que él no conocía. Pero lo cierto, es que él nunca había estado en ninguna ciudad. Y no tenía la menor idea de cómo debía ser la ciudad que él buscaba. Se preguntó a sí mismo: “¿A  dónde estoy?, ¿será esta la ciudad de los siete imperios?”

Fortunato miraba hacia todos lados con curiosidad, las casas eran muy grandes y había más gente de la que jamás había visto reunida en toda su vida. Caminó un buen rato y la ciudad parecía no tener fin. Llegó hasta un lugar en el que vio reunidos a muchos animales de distintas especies desconocidas para él. Y aunque parecían muy diferentes se veía claramente que todos se entendían muy bien entre sí, pues conversaban alegremente.

Entre todos los animales vio un águila, de inmediato sintió confianza para acercarse a ella, pues había sido un águila el primer animal con el que había hablado en su vida.
-Oye águila, ¿es esta la ciudad de los siete imperios?
-No, esta es la ciudad de los sueños, en donde vivimos pacíficamente toda clase de personas.
-Y ¿dónde está la ciudad de los siete imperios?
-No lo sé, jamás había oído nombrar esa ciudad.
En ese momento se acercó un águila muy vieja, y a ella le preguntaron.
-¿En dónde está la ciudad de los siete imperios?
-Yo he volado de  norte a sur, de oriente a poniente, sobre valles y montañas, sobre mares y ríos, pero jamás he escuchado hablar de esa ciudad.

Fortunato se sintió decepcionado por no saber cómo encontrar la ciudad de los siete imperios.
-¿Puedo quedarme en esta ciudad a descansar unos días antes de seguir mi búsqueda?
-¡Claro! No hay ningún problema, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

Fortunato se quedó sentado mirando cómo todos los animales convivían alegremente. Había una gran algarabía, poco a poco iban llegando más águilas. Vio llegar a un águila más vieja que la anterior, nuevamente se acercó a preguntar.
-Oye amiga, ¿sabes dónde se ubica la ciudad de los siete imperios?
-¿La ciudad de los siete imperios? Jamás había oído hablar de ella.
-¿Quién es el más viejo de todos ustedes?, ¿a quién puedo preguntarle?
-No lo sé, pero nosotros estamos aquí porque vamos a tener una reunión, cuando ya estén presentes todos los que van a venir puedes preguntar y tal vez, alguien te diga dónde está.

Más tarde, estaban reunidos la mayoría, solamente faltaba un águila, y algunos comenzaban a desesperarse. Alguien preguntó.
-¿Ya llegó el águila dorada?
-No, no ha venido.
-Tal vez, no va a venir.
-Sí tiene que venir, porque esta reunión es muy importante.


Pocos minutos después vieron sobre el horizonte la silueta de un ave que volaba con dificultad. Era un águila muy vieja que estuvo a punto de caer sobre los demás al aterrizar.
-Buen día a todos. Perdón, pero estoy tan vieja que apenas puedo volar.
-Buen día, sólo a ti te estábamos esperando.
-Disculpen todos, pero me retrasé porque he tenido que hacer varios descansos para aguantar un recorrido tan largo.
-Hay un amigo que quiere preguntarte algo. Habla con él antes de comenzar nuestra reunión.
-¿Tú sabes en dónde está la ciudad de los siete imperios?
-¿Quién te habló de esa ciudad? Ese es un lugar que nadie debería visitar.
-¿Por qué?, ¿qué hay ahí?
-En ese lugar habitan y gobiernan los peores sentimientos que puede tener un ser vivo. Hace muchos años, más años de los que nadie puede recordar, fueron recluidos ahí para que no habitaran en el corazón del hombre.
-¿Cuáles son esos sentimientos?
-Son la ira, la voracidad, la envidia, la soberbia, la pereza, la avaricia y la lujuria.
-Pero yo debo ir a ese lugar.
-Nadie debería ir a ese lugar en donde podría ser atrapado por esos sentimientos que pueden corromper su alma.
-Pero yo tengo que ir.
-¿Por qué tienes que ir?
-Tengo que ir, porque ahí está un mal espíritu que puede transformarse en animal y que sólo yo puedo vencer para que nunca más, ataque a nadie.
-Pues si tienes que ir, ve. Pero deberás tener mucho cuidado.
-¿Tú me dirás cómo ir?
-Yo puedo guiarte, aunque no sé cómo haremos para llegar porque es un lugar lejano y no puedo cargarte porque ya estoy muy vieja.
-No te preocupes, yo puedo volar, tú sólo dime por dónde ir.
-¿Tú puedes volar?, ¿cómo?, si no tienes alas.
-Ya lo verás, me convertiré en un águila como tú.
-Entonces, mañana temprano partiremos.

La reunión de las águilas se celebró sin ningún contratiempo. A la mañana siguiente Fortunato estuvo muy temprano con el águila dorada para iniciar el viaje. Nuevamente se convirtió en águila y emprendieron el vuelo. Su recorrido fue largo y con muchos descansos para que el águila vieja recobrara sus energías. Hasta que finalmente llegaron a medio cielo, justo ahí entre nubes densas, se encontraba la ciudad de los siete imperios. Era enorme, con casas bonitas y palacios.

El águila vieja explicó que en el centro de la ciudad estaba el más grande de todos los palacios, ahí habitaba el que mandaba, que no era un rey, sino el espíritu que había atemorizado por muchos años a los hombres en el bosque de grandes pastizales. Vivía en un palacio de paredes oscuras y custodiado todo el tiempo por cuervos y zopilotes. Los más enormes y horrorosos cuervos que jamás hubiera imaginado, cuyos agudos graznidos erizaban la piel a cualquiera que tuviera la mala suerte de escucharlos.
-Este lugar está encantado, está bajo el poder y hechizo de un mal espíritu que es muy difícil de vencer.
-A eso he venido yo, a derrotarlo.
-Yo me regreso, tú sabes lo que tienes que hacer, pero yo me iré lo más pronto posible.
-Sí, gracias por traerme, yo me quedo.
-Si vas a luchar contra el mal espíritu, debes saber que si entras a su palacio y te ve, te matará. Nadie que haya entrado ha salido vivo.
-¿Tú sabes qué debo hacer para poder vencerlo?
-Sólo puede ser derrotado lanzándole uno de sus propios huevos y nadie jamás ha logrado quitarle uno sólo de sus huevos. Los tienen muy custodiados en su palacio, por eso es que mata a cualquiera que se atreva a entrar.
-Pues yo, sí tengo uno de sus huevos.
-Bueno, entonces debes atinar a darle en el centro de la frente. Si logras hacerlo, también su palacio caerá para siempre.
-Debo encontrar la manera de sorprenderlo y atacarlo rápidamente.
-Debes saber algo más. Obsérvalo cuidadosamente, porque cuando está abriendo los ojos es cuando está dormido y cuando tiene los ojos cerrados es cuando está despierto. Mira con cuidado, toma el tiempo que duerme y que está despierto, y así sabrás cuándo atacarlo.
-Gracias por tu ayuda, ahora me quedaré a hacer, lo que he venido a hacer.

Para poder acercarse a observar por las ventanas del palacio, Fortunato decidió transformarse en un zopilote, pues siendo totalmente negro podría confundirse con la oscuridad de la noche y con los guardias del palacio, sin levantar sospecha alguna. Así que pronunció las palabras mágicas: “Pimero dios y un zopilote”.

Así estuvo Fortunato un buen rato mientras sobrevolaba los alrededores del palacio y observaba a través de las ventanas. Dentro miró al único habitante, un hombre anciano con un enorme bastón caminando de un lado a otro. A su alrededor estaban siete serpientes, que de vez en cuando le daban  un mordisco, pues de él era que se alimentaban. Ellas en realidad eran los peores sentimientos que puede tener un ser vivo y sobrevivían alimentándose de la maldad del espíritu. El hombre las espantaba con su bastón continuamente, pero cuando se dormía, ellas aprovechaban para darle un mordisco.

Después de varias vueltas alrededor del palacio, Fortunato vio una pequeña rendija en la puerta, pensó que ése era el lugar por el que podría entrar. Entonces sacó la pata que llevaba en su morral y pronunció las palabras: “Primero dios y una hormiga”. Y de inmediato se transformó en un diminuto insecto. Con su tamaño le fue muy fácil entrar por la pequeña abertura, aunque no le fue tan sencillo cargar el huevo.

El hombre estaba sentado en su trono y tenía los ojos muy abiertos, lo cual indicaba que estaba profundamente dormido. Fortunato no lo pensó dos veces, y antes de ser descubierto pronunció las palabras: “Primero dios y un águila”. Ya transformado en águila, agarró el huevo entre sus garras y tomando un fuerte impulso lo arrojó sobre la frente del hombre.
Cuando el hombre despertó no supo lo que había pasado, sólo sintió un fuerte golpe. Ante sus ojos miró un águila que le dijo:
-He venido a vencerte.


                                                                                              
Al escuchar su voz supo de inmediato que era el león al que nunca había podido vencer en el bosque. No había nada que hacer. Ante sus azorados ojos su palacio comenzó a derrumbarse, al mismo tiempo que él se fragmentaba y caía en pedazos.

Las serpientes desesperadas trataban de agarrarse de él, pero pronto se diluyó sin que nadie pudiera evitarlo. La ciudad entera desapareció sin dejar rastro. Algunos creen que todavía existe en el lugar más oscuro e inimaginable. Las serpientes trataron de escapar, sin que se sepa si lograron sobrevivir o no, pues bien se sabe, que requerían de alimentarse de la maldad del espíritu. Algunos creen que cayeron en la tierra y que desde entonces, han estado creciendo lenta y silenciosamente, alimentándose de la maldad de los hombres.