lunes, 9 de diciembre de 2013

PALABRAS DESDE LA AUSENCIA

 
 
 
En una tarde fría, después de realizar algunas compras en el centro de la ciudad decido tomar un descanso. Ha sido un día agitado, las tiendas tan llenas de gente me hacen recordar la expresión: ”un hormiguero no tiene tanto animal” del sarcástico cantautor mexicano Chava Flores, en su canción Sábado Distrito Federal cuando se refería a los lugares saturados. Sonrío cada vez que lo recuerdo. Y siempre que oigo sus canciones vuelvo a reír como la primera vez que lo escuché.

Entro en un café casi vacío, el ambiente  es tranquilo con música clásica de fondo. Ubicado en un edificio histórico, tiene paredes gruesas que aíslan del ruido. Pido una tisana. Mientras me traen mi orden, leo un libro. Algunos vendedores ambulantes, entran furtivamente a ofrecer sus productos, artesanías, collares, pulseras o dulces. Rechazo sus ofertas, apenas tengo lo suficiente para pagar mi tisana. 

Entra una mujer alta y delgada, ataviada con falda larga de vistosos colores, muchas pulseras en ambos brazos que a cada movimiento suenan cual cascabeles. En la cabeza lleva una pañoleta de cuyos bordes cuelgan pequeñas monedas. Su andar es como una danza continua. Con paso decidido va hacia mí. Adivino que quiere leerme la suerte. No tengo ánimo para escuchar sus “predicciones”. Me saluda sonriente, se sienta a un lado de mi y dice: “tengo un mensaje para ti”. La escucho sin interés, esperando sólo el momento de aclararle que no tengo dinero para pagarle sus servicios. 

Ella cierra los ojos, como en un intento de concentrar su atención. Me dice: “escribe lo que voy a decirte”. Aprovecho para aclarar que no puedo darle dinero. Me dice que no va a cobrarme. Que necesita darme un mensaje. Me repite que escriba. Pido al mesero una hoja y de mi bolsa saco una pluma. En ese momento ella se queda con la mirada ausente y comienza a decirme lo siguiente:

 
 

PALABRAS DESDE LA AUSENCIA
 

A mi muy querida bisnieta: Atenea 

Es verdad que nunca pude imaginarme todos los descendientes que algún día vivirían gracias a mi paso por la tierra. Ahora recién me entero que se ha hecho una gran familia. Lo cual no pude yo jamás pensar, porque viví un momento en que las familias en lugar de crecer, desaparecían. Yo misma en el transcurso de la guerra perdí la vida, lo mismo que mis demás hijos. 

La vida, era una lucha cada día, y no hablo sólo de la guerra que se libraba en el país, era en todo: permanecer vivo, buscar el pan diario, el agua, el resguardo. No había nada que pudiera ser seguro. Cada quién tenía que luchar por sí mismo en condiciones de gran escasez. Hice tanto como pude. Protegí a mis hijos hasta donde pude. No siempre lo logré, dos de ellos murieron con “fuegos en la boca” sin que yo tuviera manera de curarlos. La infección se propagó dentro de sus bocas, propiciada por la falta de agua; que no nos permitía la higiene necesaria, y por la desnutrición que era resultado de la falta de comida. Ardieron en fiebre varios días, hasta que llegó el momento en que ya no pudieron ni siquiera beber agua. Murieron en mis brazos ante mi impotencia de no poder ayudarlos. Y ni siquiera tuve tiempo de llorar mi dolor, tan sólo poco después de enterrarlos me vi obligada a  continuar huyendo para salvar a la única hija que me quedaba. Sus vidas se perdieron como las de otros muchos, y sus restos yacen en algún lugar de esas bellas montañas de las que yo no pude disfrutar porque siempre anduve huyendo. 

Hoy sé gracias a tu carta, que mi lucha no fue en vano. Me fui de la vida, sin saber si mi hija lograría sobrevivir. Sin saber por cuánto tiempo continuaría el infierno de la guerra. Sin saber si algún día la  vida de los campesinos como yo mejoraría. Sin saber si algún día no faltaría la comida de cada día.  Hoy sé gracias a ti, que la familia es enorme. Y ni remotamente puedo imaginarme la vida que ahora tienen, pero que estoy segura, debe ser mejor que la que yo tuve. 

Me alegro de haber tenido una bisnieta fuerte y valiente como tú, que puede caminar y disfrutar las montañas en lugar de tener que esconderse en ellas. 

Te pido que no dejes de disfrutar de todas las cosas por las que tus antepasados lucharon y perdieron la vida. Te pido que nos honres con el amor a la tierra y a la vida. Te pido que seas feliz y que heredes a tus hijos el amor. 

Que desde donde yo estoy me sentiré feliz de saber que hoy crecen cosas maravillosas donde un día sólo hubo hambre, muerte y destrucción. 

Te bendigo para siempre a ti y a tus descendientes. 

Tu bisabuela: Constanza. 

 
 
 
Una vez que termina, la mujer se levanta, se despide y se va sin darme oportunidad de preguntar nada. Sorprendida, levanto la hoja y vuelvo a leerla. Es la respuesta de la carta escrita a la bisabuela que no conocí. 

No entiendo nada, pero en mi mano yace la respuesta a una carta que recién escribí a mi bisabuela muerta hace años. Esto que acaba de pasar me da vueltas en la cabeza. No tiene explicación lógica. No puedo concentrarme en leer mi libro, así que tomo mi tisana lentamente, mientras incrédula miro la carta que tengo en mis propias manos. Me voy a casa preguntándome si padezco alucinaciones. Decido no comentar nada a nadie. No hay necesidad de dar a la gente argumentos para que crean que estoy desquiciada.

jueves, 5 de diciembre de 2013

EL ENCANTO


EL  ENCANTO


Era una fría noche aquélla víspera  del año nuevo. La gente se preparaba para celebrar con alegría por todas las cosas obtenidas en el año transcurrido y plantearse sus nuevos objetivos. Todos estaban felices, con sus familiares y amigos. Pero en esta ocasión los planes míos eran diferentes. También realizaba preparativos, pero no para la cena. No iba a quedarme en casa, más bien pensaba en tener una aventura fuera de ella.


Papá con frecuencia me hablaba acerca de algunas leyendas del  pueblo, que si se aparecía el fantasma de algún muerto a una determinada persona para darle algún mensaje, que había almas penando en las calles o en el cerro, que alguien había visto al diablo y había tenido un pacto con el, o que alguien había sido obsequiado con riquezas por su bondad. Desde pequeña escuché esas historias mezcla de fantasía y verdad, en donde al final nadie podía distinguir la una de la otra. Lo cierto es que esta vez, estaba dispuesta a ver qué tanto había de verdad en una de ellas.


Como en muchos lugares del país, se decía en mi pueblo de cierto lugar en donde justo a la media noche del año nuevo, el cerro se abría dejando ver una cueva en la que se hallaban una cantidad incontable de tesoros. Por generaciones esta leyenda de propagó de padres a hijos, sin que nadie osara atreverse a corroborarla. Pues todos temían caer presos de un hechizo que los mantuviera paralizados dentro de la cueva un año.


Algunas veces cuando acompañaba a mi padre al campo, pasé por ese lugar, donde había una larga pared de rocas compactadas que eran sostenidas por largas raíces de arboles gigantes. En la parte central del muro podían apreciarse inscripciones antiguas, hechas con una pintura roja que los siglos no habían podido borrar. No obstante que mucha información de mis ancestros se transmitió oralmente, nadie sabía el significado de dichas inscripciones.



Este sitio fue el que inspiró nuestra aventura. Según la creencia. Sólo por breves instantes se abriría la cueva encantada justo ese día en punto de la media noche. Era una experiencia atrevida y desafiante para muchos. No cualquiera podía arriesgarse a quedar hechizado y morir al paso de un año, o exponerse a encontrar algún ser maléfico de otro mundo, o bien ser atacado por algún animal salvaje habitante de la selva en medio de la oscuridad y la soledad más profunda. Así que invité a varios de mis primos a participar, a sabiendas de que la mayoría rechazaría la propuesta presa de sus temores. Tal como lo supuse, la mayoría de ellos, temerosos de lo sobrenatural pero sobre todo de la posibilidad de no regresar jamás, se negaron a ir. Así que, solamente siete fuimos los valientes atrevidos dispuestos a constatar qué de cierto tenía esta leyenda.




Decidimos que partiríamos hacia el sitio a las 9 de la noche, para así ir con calma, y esperar en el lugar indicado a que las campanadas y los cuetes señalaran la media noche. Sin duda, el clima era de máxima emoción y misterio. Algunos familiares temían que algo grave nos sucediera por curiosos, pero ningún temor ajeno nos hizo desistir de nuestro plan. Así que preparamos un caballo, nuestros abrigos, y todo lo necesario para hacer fuego, un poco de comida para celebrar el nuevo año y un rifle por si encontrábamos un animal salvaje en nuestro camino, y así a las nueve en punto partimos hacia nuestro objetivo.


La noche estaba especialmente hermosa, las estrellas brillantes parecían saltar de alegría iluminando el firmamento. La luna era un enorme y rojo círculo de fuego, y como una buena madre parecía ir detrás de nosotros para protegernos. Ese día coincidía la luna llena. Caminamos a ritmo natural hacia la orilla del pueblo y al iniciar por el sendero que nos conducía al encanto, pudimos escuchar y sentir el impacto de los rugidos de los animales salvajes, tales como tlacuaches, coyotes, lobos, aves nocturnas como lechuzas y muchos más que simplemente no pude identificar porque era la primera vez, que yo iba al campo en la noche.  A lo lejos, en lo alto de la montaña se escuchaba un poderoso rugido, sin duda era el de un puma.


Ciertamente parecíamos estar dentro de una película de suspenso. Los árboles cubiertos por su propio follaje, por plantas parásitas y por bejucos que se habían colgado de sus ramas parecían formar figuras humanas acechantes, monstruos o cualquier cosa que pudiéramos imaginar. Se completaba el ambiente con el crujir de las ramas secas al romperse con nuestros pasos. A veces veíamos un par de ojos brillando en la oscuridad y antes de poder averiguar a quién pertenecía, desaparecían acompañados del ruido de unos pasos alejándose a toda velocidad. Sin duda, alguien tenía tanto o más miedo que nosotros.  Algunos parecía sentir miedo, pero yo disfrutaba de los sonidos de la naturaleza viva y del olor a tierra y hierba mojada, algunos árboles y flores tenían un aroma exquisito, a veces reconocíamos el olor de alguna planta o flor, a veces el de la madera de un árbol, e incluso el de algún insecto, como el del jumil. Los aromas cambiaban tanto como lo hacía el paisaje a cada instante. Mientras avanzábamos la conversación se centró en el relato de diversos anécdotas divertidos y de cómo nos asombraba que algunos no se habían atrevido a venir con nosotros por miedo. Simplemente nos  parecía  insólito que la gente tuviera miedo de salir al campo a la media noche hacia un lugar supuestamente encantado.


Después de caminar aproximadamente 40 llegamos a nuestro destino. Un lugar impresionante, un claro en medio de la densa selva, lleno de misterio. En el lado oriente se levanta una muralla natural de piedra caliza, aproximadamente de 10 metros de alta. Entre las piedras que la misma naturaleza ensambló de manera perfecta, se aferran las raíces de un amate amarillo enorme. Un lugar llama la atención, se trata de una de una chimenea entre medio de la piedra caliza. A simple vista pareciera estar hecha por el hombre, porque incluso en su interior es negra como el humo que se impregna en las paredes cuando se cocina con leña, pero al acercarnos y pasar las manos por las paredes, nos dimos cuenta que toda esta coloración se debe a los minerales que a través de millones de años se han adherido a la roca por el escurrimiento del agua que proviene de la lluvia. También en las rocas encontramos dibujos rupestres, los cuales nos hablan de nuestros ancestros que algún día estuvieron en este sitio como nosotros. Se reconoce un sol, unas figuras humanas sobre un animal, y algunos animales silvestres como conejos y venados.


Al llegar al encanto, un viento fresco movía las hojas de los árboles, nos sentamos sobre una piedra y desde ahí escuchamos los festejos de las poblaciones aledañas. Curiosamente todos los sonidos se percibían como si provinieran de  muy cerca. Se oía la música de lo que sin duda era un baile. Y sobre todo los coyotes que tienen distintas voces parecían estar a unos cuantos metros con su aullido prolongado. Había bastante luz de luna sobre nosotros, no fue necesario encender el fuego, porque tampoco hacía demasiado frío. Así que mirábamos el reloj impacientemente con frecuencia   mientras charlábamos sobre cualquier cosa. Todos nos conocíamos porque éramos primos, pero creo que fuera de esa experiencia no teníamos demasiado en común.


Todo estaba demasiado tranquilo, parecía que el tiempo transcurriera muy lento para nosotros. De pronto se anuncio la media noche, por todos lados se lanzaron cuetes y luces de bengala, sonaron las campanadas y de súbito a espaldas nuestras, en una cavidad en forma de óvalo entre la muralla de piedra caliza se encendió una luz. Para sorpresa y asombro de todos los presentes que no creíamos que verdaderamente algo mágico pudiera ocurrir de verdad. Todos volteamos a mirarla, y fuimos hacia ella, con zozobra e incredulidad. Era luz era pequeña como la flama de una vela, no sabíamos de donde había surgido, no sabíamos cómo es que brillaba aislada dentro de  esa cavidad. Revisamos todo alrededor de ella, tratando de buscar una explicación, pero simplemente no la había. Nadie pudo haberla encendido porque no era de fuego y porque todos estábamos por lo menos a 5 metros de ella cuando apareció. Nos quedamos mirándola atentamente, había transcurrido cerca de un minuto y la luz seguía brillando. Uno de mis primos se atrevió a acercarle la mano y con sorpresa dijo que no quemaba. Retiraba y acercaba la mano y no le sucedía nada. Su hermano quiso  tocarla y fue entonces cuando se dio cuenta que la luz emanaba de una pequeña piedra caliza. Al tomarla entre sus manos la luz se extinguía y al regresarla a su lugar volvía a encenderse. El primero de mis primos tomó la piedra entre su mano y la cerró. A pesar de ello la luz seguía encendida y podía verse traspasando su piel. Cuando el segundo de mis primos la tomó en su mano, la luz nuevamente se apagó. Pudimos comprobar que sólo con el primero de mis primos la luz se mantenía encendida sin importar que su mano estuviera abierta o cerrada. No sé cuánto tiempo duró esta luz, tal vez cuatro o cinco minutos, finalmente se extinguió. Solamente quedó la piedra, la cual todos revisamos sin encontrarle nada de extraordinario. Se trataba de una piedra caliza tan común como la grava que se utiliza en la construcción de casas. Después de lo que presenciamos, por unanimidad decidimos que  esa piedra debía quedar bajo el resguardo de la persona con quien la luz no se apagó.


Habíamos contemplado un hecho completamente insólito y único. Estábamos seguros de que fuera de nosotros que lo habíamos mirado, jamás nadie nos creería. Regresamos al pueblo sorprendidos, incapaces de comprender lo que pudimos mirar. Sin tener una explicación, desconcertados porque aquello rebasaba toda lógica de lo posible. Cualquiera sin duda podrá decir que es un cuento inventado por nuestra imaginación. Pero lo cierto es, que todo ocurrió tal y como lo he relatado, y de eso fuimos testigos siete personas, que se atrevieron a ir a lo desconocido sin saber que podían encontrar.


Esa fue la única ocasión que fuimos al encanto a media noche, y la piedra que alguna vez tuvo una luz mágica aún se encuentra resguardada, como prueba tangible de que esto no fue un sueño, aún y cuando nos sea imposible demostrar la veracidad de este relato. Así que si esta historia real llega a conocerse, todos absolutamente creerán que es solamente una más de aquéllas leyendas que en mi pueblo van de boca en boca y que todos escuchamos con el interés y el agrado con que escuchamos un cuento de hadas, de seres fantásticos o de los reyes magos.


Pero yo sólo puedo decir que en esta vida ocurren demasiadas cosas para las que simplemente no se encuentra ninguna explicación. Vivimos en un mundo lleno de misterios, donde cosas invisibles han existido desde siempre. Nuestra vida puede estar llena de sucesos inesperados y milagrosos. Comprensibles o no pueden ocurrir a cualquiera, ni la naturaleza ni el universo están limitadas por nuestra capacidad de comprensión. La magia de la vida puede estar muy cerca de nosotros, mucho más de lo que pensamos y tal vez, lo que presenciamos es sólo una muestra de que el universo de lo invisible e inexplicable veces hace contacto con nosotros. O quizás es la muestra de que la magia puede estar dentro de cada ser humano esperando a que la descubramos. Tal vez proviene desde lo más profundo de nuestro corazón. Y quizás si aprendemos a desear cosas bellas, esta magia pueda transformar nuestras vidas.

DON CAMILO

 
 
 
DON CAMILO

  

Don Camilo, nació y creció en el campo. Desde muy pequeño su padre lo enseñó a trabajar, a sembrar la milpa, a arrear las vacas, a cuidar las abejas. Cada día, desde los ocho años, antes de irse a la escuela, tenía que llevar al ganado a beber agua. Café y chilaquiles eran su almuerzo diario antes de correr para llegar a tomar clases en la escuela primaria rural. Al terminar su horario escolar, de regreso en su casa le esperaba desgranar la mazorca de la cosecha, dar de comer a los animales, y por la tarde ir a revisar las cajas de abejas que se encontraban ubicadas en distintos lugares en el cerro.
Una vida muy atareada, con demasiadas responsabilidades, pero esa era la vida de todos los niños en el campo. A pesar de ello, don Camilo disfrutó de su vida de niño, desde entonces y durante toda su vida aprendió a amar el viento que lo acariciaba cuando corría en su caballo. De pequeño, jugaba con las dormilonas, unas plantas que cierran sus hojas al menor contacto. Saboreaba los frutos del campo. Cortaba los dardos que crecen en un árbol y que él lanzaba hacia arriba una y otra vez, sólo para mirar cómo caían girando como si fueran las aspas de un helicóptero. Recogía la cáscara de una semilla con forma de barco y que cuando se moja se extiende más. Jugaba a perseguir la flor del diente de león que el viento hace flotar y que él hacía avanzar grandes distancias soplándole y corriendo tras de ella. Recogía el algodón del árbol del pochote y, a veces, encontraba alguna piedra con una forma especial o con un sonido agradable que recogía para guardarla en su casa, como los grandes tesoros de la naturaleza que hasta el último de sus días conservó.

Entre otras tareas, debía acarrear agua del manantial hasta su casa por lo menos cada tercer día. Sus hermanos también ayudaban, pero la exigencia para él era mayor por ser el primogénito de la familia. Creció siempre apurado con las múltiples tareas que debía realizar.

A lo largo de todos los años que trabajó en el campo aprendió a amarlo y respetarlo. Sabía todos los caminos, conocía todas las plantas, incluso sus propiedades curativas. Vio con sus propios ojos todos los animales que habitaban su entorno. Sabía también de las maderas de los distintos árboles y para qué se usa cada una, desde las más blandas, aromáticas, y las que sirven para teñir o las que son más duras y resistentes y que se usan como trabes para la construcción de casas. Conoció los sitios y las temporadas en que el campo le brindaba alimento, que puede ser desde frutas, hasta hongos, plantas, e insectos como los chapulines y jumiles. Y por supuesto, no podía ignorar los peligros de la naturaleza, que iban desde plantas tóxicas o urticantes, hasta animales venenosos o depredadores y los profundos acantilados que a veces tenía que recorrer con cuidado y respeto.   

De igual modo, sabía los lugares en donde podía cazar un conejo o un tejón. Con su padre realizó largas caminatas nocturnas en busca de alguna presa. Era un niño aún cuando mató su primer conejo. Sabía moverse en la oscuridad y en silencio, su afinada puntería le permitió llevar el alimento a su familia varias veces.

A la edad de trece años conocía perfectamente el trabajo del campo, las limitaciones con las que creció lo motivaron a esforzarse en mejorar su situación económica. Impulsado por su deseo de ayudar a sus hermanos a salir adelante, comenzó a aprender la manera de cultivar la tierra con mejores resultados. Trabajando muy duro y ahorrando el dinero que ganaba comenzó a realizar sus propias inversiones y a correr sus propios riesgos. Incrementó la producción de las aves y ganado, para comerciar con sus productos y derivados. Junto con sus hermanos hicieron prosperar el negocio familiar, que a la postre dividirían cuando su padre murió.

Del patrimonio familiar heredó las tierras de su rancho, en donde, contando sólo con veintidos años de edad y trabajando de sol a sol, haría prosperar su propio negocio ganadero, con el cual, más tarde daría sustento a sus hijos. Ahí conoció a la mujer con la que se casó, quien acostumbrada a la vida de campo y al trabajo fue siempre el brazo derecho que él necesitaba. Juntos prosperaron económicamente al tiempo que criaban 3 hijos a quienes también enseñaron el trabajo del campo desde  muy pequeños. No obstante su amor a la tierra, los hijos de don Camilo eligieron profesiones distintas y emigraron a la ciudad, pero frecuentemente visitaban a sus padres.

Pasaron los años, entre las visitas constantes de sus hijos, don Camilo envejeció. A sus ochenta años todavía se hacía cargo del rancho con la ayuda de varios peones. Un hombre acostumbrado durante toda su vida a iniciar su día antes de que el sol saliera por el horizonte. Un hombre trabajador, sano, fuerte, con la mente lúcida. Agradecido con la vida por todo lo que le brindó, con la satisfacción de haber tenido hijos honestos y responsables. Disfrutaba de su trabajo que lo hacía sentir útil y fuerte, que le daba un sentido a su vida. Sin ninguna preocupación, incluso, había hecho su testamento para el día en que la muerte lo alcanzara.

Pero la tranquilidad de su vida en el campo fue interrumpida repentinamente.

Un día se presentaron a su rancho dos hombres en una camioneta Hummer. Se dirigieron a él directamente con actitud arrogante. Dos pistolas se dibujaban debajo de sus chamarras. Mientras miraban alrededor los bien cuidados cultivos, y los animales, mantenían un silencio expectante con el que pretendían crear miedo en don Camilo. Botas con puntas metálicas cromadas, pantalón de mezclilla y lustrosas camisas de finas marcas, eran su atuendo. En sus recias muñecas mostraban portentosos relojes con diamantes incrustados y  gruesas cadenas de oro alrededor de sus cuellos de las que colgaban pendientes con la imagen de la Santa Muerte y del santo Malverde. Uno de ellos encendió un cigarrillo, tras aspirar una bocanada, lanzó el humo en forma de círculos. Y fanfarronamente dijo a don Camilo: “me gusta este rancho…”, aspiró nuevamente el cigarro y después de una pausa agregó: “tiene tres semanas, para desocuparlo, puede llevarse todo lo que tiene dentro de la casa…si se va pacíficamente, le perdonamos la vida”. Con un ademán mostraron sus armas y agregaron antes de dar la vuelta para irse: “recuerde, tres semanas”. Sin inmutarse y mirándolos directamente a los ojos, don Camilo respondió: “aquí los espero”.

Don Camilo siguió su vida, como si nada hubiese pasado. Los trabajadores iban y venían en sus tareas de siempre. Nadie sabía nada, y él quiso que nadie supiera. Cuando sus hijos lo visitaron no hubo nada distinto, excepto que al despedirse los abrazó muy fuerte. Sólo él sabía que no volvería a verlos. Aparte de sus tareas, cada día dedicaba un tiempo a estar en la casa, en las habitaciones que fueron de sus hijos. Todavía había muchas cosas de ellos, sus diplomas, fotos, algunos juguetes que su esposa conservó. Tenía muy gratos recuerdos de ellos, de sus logros. Aún sonreía al recordar sus travesuras. Estaba feliz de saber que ellos también eran felices.

Por las noches, tomaba la foto de su esposa entre sus manos y hablaba con ella. Le contaba la decisión que había tomado, seguro de que ella estaría de acuerdo.  No tenía miedo  por nada de lo que se avecinara. Logró los propósitos de su vida y no iba a irse del lugar que le costó toda una vida de trabajo, como un cobarde, porque nunca lo había sido.

Un día antes de la fecha señalada por aquéllos hombres, escribió una carta a su hijos, explicando la situación. Por la tarde, don Camilo llamó a sus peones, les pagó su semana y un poco más, les dijo que el siguiente día no iban a trabajar, que se tomaran un día de descanso. Algunos protestaron, diciendo que había mucho trabajo y que se iban a retrasar, él sólo contestó que era una orden y que no quería ver a nadie en el rancho el siguiente día. No estaban acostumbrados a ese trato, don Camilo no solía ser prepotente y todos le  tenían respeto y aprecio. Aunque intrigados, obedecieron la orden.

El nuevo día llegó, don Camilo estaba listo desde temprano, aparte de él no había nadie en la casa. Colocadas en puntos estratégicos y listas para dispararse tenía sus armas de caza.  Se sentó a esperar mientras se fumaba un puro y tomaba un café. A media mañana el silencio fue roto por un chirrido de llantas. Cuatro camionetas llegaron en fila y se detuvieron frente de la entrada. Don Camilo apostado detrás de la ventana. De los vehículos descendieron hombres armados con cuernos de chivo y otras armas. Inesperadamente se escucharon algunos disparos a la par que cayeron desplomados seis hombres.  Todos con un tiro preciso y mortal. Los demás reaccionaron rápidamente, ubicando el foco de donde vinieron los tiros, y respondiendo con una ráfaga de balas perforaron los vidrios de la casa. Don Camilo sintió un fuego quemándole el cuerpo, su sangre corrió por el piso al instante de caer. En el momento de morir, entre sus manos aún tenía una de sus armas, su rostro no reflejaba dolor ni miedo, en su lugar se dibujó una leve sonrisa.

El tiroteo llamó la atención de los medios de comunicación. En poco tiempo el escenario de muerte y la carta de don Camilo permitieron comprender lo qué había pasado. La noticia corrió por las redes sociales sin que la complicidad y la corrupción de funcionarios pudieran evitarlo. La presión social consiguió lo que muchas leyes mexicanas no logran: que los delincuentes se salieran con la suya. Con la mirada del mundo puesta en el rancho, los delincuentes no pudieron quedarse con él. Ahora pertenece  a los hijos de don Camilo, un hombre que vivió de su trabajo y que no estuvo dispuesto a dejarse intimidar por quienes quieren una vida llena de comodidades de una manera fácil.

PAOLA




PAOLA

Es una niña pequeña de rasgos finos y hermosos. La armonía de su rostro y de su cuerpo la hace parecer un ángel. Y la luz intensa de sus ojos negros ilumina el día de quien tiene la fortuna de cruzarse en su camino. Ella no necesita decir nada, su sola presencia es una fuente de amor y ternura. Brota de su ser como de un manantial una sensación de paz que puede sentirse a su alrededor. Camina firme, decidida, como si nada en la vida le diera miedo. Sus pasos suaves y callados, hacen verla como si flotara al momento de desplazarse de un lado a otro. Y su risa tiene la frescura y potencia de mil cascadas juntas.

A ella le gusta atrapar luciérnagas. Todas las tardes, cuando el sol empieza a ocultarse, corre detrás de esas pequeñas estrellas voladoras. Las toma hábilmente entre sus manos, cuidando de no aplastarlas. Después de atrapar una,  corre a guardarla dentro de una bolsa de plástico transparente y tras asegurarse de que no tiene forma de escaparse, va por la siguiente. Minutos más tarde, dentro de su bolsa pueden verse encendiendo y apagando muchos pequeños insectos. Siempre pensó que eran diminutos pedazos de estrella caídas del cielo. Quizás por eso le gustan tanto, porque siente que entre sus manos tiene el universo. Entre más anochece, el brillo se hace más intenso, pero después de revolotear desesperadamente tratando de escapar de la bolsa, las luciérnagas pierden su brillo y lucen exhaustas. Sabe que si las detiene más tiempo morirán, algunas lastiman sus alas en su desesperado vuelo, así que sin más, abre la bolsa y las deja ir.

Después de unos minutos las luciérnagas se recuperan y vuelven a brillar intensamente. Paola las mira y no sabe por qué, el verlas brillar le produce tanto gozo, es como si dentro de ella, algo muy brillante también se encendiera. Algo que le burbujea dentro del corazón y le hace cosquillas. Como un soplo de vida que le llega desde el cielo. Está segura que alguien muy poderoso ha podido crear esta maravilla. Se ve a sí misma y se piensa como un ser tan diminuto en un gran universo. Mira hacia arriba y las grandes estrellas con destellos rojos y amarillos, le hacen pensar en mundos lejanos. Tan lejanos que es imposible contactarlos. Se pregunta si en otro mundo también hay una niña mirando una lejana estrella.

La noche se enfría lentamente, su cuerpo comienza a relajarse y a desear un descanso. Todo es hermoso, la noche, el olor a hierba fresca y a tierra mojada, el viento suave y fresco, el sonido del agua corriendo tranquilamente. Le llegan distintos olores a comida. El cantar de los grillos es un concierto y se pregunta por qué cantan sólo de noche. Quizás es para arrullar a los niños mientras duermen. Tiene muchas preguntas sin respuesta. Tampoco sabe cómo es que las luciérnagas brillan. Ni puede imaginarse en donde se encuentran durante el día o qué hacen. Tampoco sabe de dónde salen tantos sapos después de una fuerte tormenta, ni por qué todos se dirigen saltando hacia una misma dirección.

Un día, algo pasó, pero ella no sabe. No recuerda.

Se  despierta  acostada en una cama, el cuerpo le duele apenas intenta mover un dedo. Le duele a cada respiración, ahora como nunca antes, la vida le duele. Los mosaicos blancos y brillantes de las paredes le hacen sentir frío, una enfermera viene a intervalos, le pregunta cómo se siente. Ella se siente toda rota por dentro, pero no sabe cómo se dice esto con palabras, ni tiene fuerzas para decirlo. La enfermera le pone un termómetro debajo de la lengua, revisa el suero. Su cuerpo afiebrado tiembla, un pesado, duro y frío corsé de yeso la inmoviliza. La enfermera checa la temperatura, demasiado alta, coloca una bolsa de hielo en los pies y la cabeza de Paola. Ella tiembla aún más, quisiera abrigarse, encogerse, huir de ese dolor tan intenso y no puede.

Un llanto contenido vibra dentro de su pecho, como un dique a punto de romperse. Quiere llorar, pero el llanto le duele. Cada pequeño sollozo duele intensamente. Ella comprende pronto, debe quedarse inmóvil para disminuir el dolor. Ahoga su llanto. Mira a su alrededor, está sola y no comprende qué pasó. Sus padres aparecen en el umbral de la puerta. Las batas blancas sobre sus ropas, los vuelven extraños, se acercan lentamente, en silencio, la miran con sus ojos tristes. Las lágrimas les inundan los ojos, con un esfuerzo increíble las contienen. De sus bocas no sale ni una palabra, quizás porque una palabra sería suficiente para desbordar el llanto.

Paola ve a sus padres, al instante comprende su dolor callado y le duele más que el dolor de su propio cuerpo. No lo soporta. Cierra los ojos para que ellos no los vean inundados de llanto. Cierra los ojos y finge dormir mientras ellos están en la habitación. Más tarde, sola, despierta en esa habitación, demasiado blanca,  siente un dolor muy grande dentro de su pecho, un dolor que quema y que la quiebra, un dolor atrapado y una pregunta que tal vez, no alcance a responder nunca: “¿por qué a mí?  

Los días pasan, lentos, dolorosos. Los segundos se vuelven horas, las horas se vuelven una eternidad. Una y otra vez posa su mirada sobre el reloj de pared colgado al frente. Una y otra vez quisiera que el tiempo pasara rápidamente, pero el reloj es más lento de lo que nunca lo fue. Quisiera escapar, dormirse para siempre, dejar de sentirse dentro de ese cuerpo tan lastimado. Con una herida que le atraviesa toda la espalda. Quisiera abrir los ojos lejos de ahí, como antes, corriendo tras las mariposas. Pero no hay modo, cada día que despierta, el dolor la convence que no se trata de un mal sueño. Esta acostada sobre esa cama de hospital con otras niñas a su lado. No entiende qué fue lo que pasó. Nadie le dice nada. Los médicos vienen, revisan su herida, le toman radiografías. Las enfermeras la cuidan, la bañan, la alimentan, le dan sus medicamentos. Y de vez en cuando sus padres están con ella un rato. Ella no puede preguntarles nada, el llanto atravesado en la garganta le impide hablar.

En cada visita sus padres se colocan silenciosamente a un lado de su cama, los mira a punto de derrumbarse.  Ellos no pueden decir nada, ella tampoco. Ambos sobrellevan su pena tras ese pesado silencio. Después de unos días conoce a las demás internas. Una de ellas llama su atención, tal vez, porque nunca habla con nadie: Refugio. La niña que apenas se despierta, estira la mano y abre el cajón de su buró, saca  un rosario blanco de cuentas de plástico. Con delicadeza lo toma entre sus dos manos y con un aire solemne comienza su rezo. No mira a nadie, aunque su vista parece estar dirigida al frente. Apenas se le escucha en un suave susurro las palabras que lentamente se desgranan de sus labios, cuenta tras cuenta. No se le escucha llorar ni quejarse, ni siquiera cuando su rostro muestra claras huellas de dolor. No hace amistad con nadie a pesar de que todas las niñas son amigables, vive en su mundo propio, que no comparte con nadie. A veces sus gestos denotan desesperación, o en sus ojos se ven unas lágrimas contenidas, entonces toma su rosario e inicia su letanía, una vez y otra, hasta que la paz vuelve a su rostro.

Paola la mira sorprendida, ella también quisiera sentir que hay un Dios que puede ayudarle. Pero durante todos y cada uno de estos días de sufrimiento le pidió desesperadamente ayuda a Dios, y sintió que su petición no fue escuchada. Ahora no sabe qué creer, se siente abandonada, olvidada. Ve en la cara de Refugio la paz y fe, y no comprende por qué ella no puede sentir lo mismo. No comprende por qué Refugio da gracias a Dios a pesar de todo el dolor por el que tiene que pasar. Quisiera sentir esa paz y esa fe, pero simplemente no puede.

Dentro de ella hay algo roto, algo que lástima, una incertidumbre, un gran miedo. Una certeza terrible de que nada ni nadie en el mundo puede salvarla del sufrimiento. No hay manera de huir, de escaparse de ese cuerpo… ahí está, inmóvil. Inevitablemente, una lágrima silenciosa resbala por su mejilla cuando comprende que estará así por mucho tiempo. Un dolor profundo de saber que no puede escapar de sí misma.

EL VELORIO


El velorio

Son las seis de la mañana, la luz del día aún no llega, entre los árboles se escucha el canto de los búhos. Me despiertan los cohetes que queman en la iglesia para anunciar que el templo ya está abierto, disponible para quien quiera acudir a él para hacer oración. Casi de inmediato tras el estallido de los cohetes se escucha el tañer de las campanas, no es el repique normal, sino el que anuncia que hay un muerto en el pueblo. Me pregunto quién es el difunto, automáticamente comienzo a recordar una lista de las personas enfermas que viven en el pueblo. Todos son conocidos míos, porque en este lugar tan pequeño, todos nos conocemos y es en este tipo de situaciones en el que los pobladores suelen hacer acto de presencia en la casa del difunto para brindar su apoyo a los familiares.

 Yo no puedo sustraerme a este acto solidario tan arraigado de mi pueblo. Comienzo a reorganizar mis actividades para el día de hoy, a fin de abrir un espacio para acudir al velorio en el transcurso del día. Dejo pasar dos horas antes de peguntar a mi vecina quién es el difunto, tiempo más que suficiente en el que la noticia corre por todo el pueblo.  Se trata de don Eusebio, un campesino de 52 años, al enterarme de inmediato pienso que este señor estaba completamente sano. Mi vecina dice que murió en su milpa, pero no sabe qué pasó.


Por la tarde llego al velorio, dentro de un cuarto se encuentra el féretro negro rodeado de velas y flores, muchas flores, como nunca tuvo en vida. El aire es caliente, con humo y olor a copal. La cantidad de gente dentro y las velas encendidas aumentan el calor y el aire es casi irrespirable. Entrego a la viuda unas flores y tomo asiento en el patio que para esta ocasión se encuentra cubierto con una lona a modo de techo para proteger del sol a la gente.  Los familiares y amigos más cercanos van y vienen atendiendo a las visitas, les ofrecen agua continuamente. A lo largo del patio se colocaron sillas y bancas que poco a poco son ocupadas.

A cada esquina del ataúd se coloca una persona de pie, en guardia. Es una creencia antigua, que deben estar a su lado para cuidar de su alma. Sus compadres, amigos y familiares hombres, son los encargados de esta tarea y se relevan por turnos. Cebolla picada y limones partidos se colocan sobre un plato debajo de la mesa en donde está el ataúd, la gente está convencida de que eso ayuda a los dolientes a no desmayarse.

Familiares y amigos van llegando, aún los que viven en lugares lejanos, todos reunidos recordando momentos con el finado, al mismo tiempo, van y vienen realizando los preparativos para preparar café y la comida para el día siguiente en que después del entierro, se invita a los asistentes a comer en la casa del difunto.

Café negro de olla y una pieza de pan, para mantenerse despierto toda la noche, se reparte continuamente y después de terminar un rosario. La viuda va recibiendo las condolencias, las flores, veladoras, maíz, azúcar, frijol, arroz, café, e incluso dinero. En discretas conversaciones la gente comenta la manera inesperada en que ocurrió el deceso. Lo encontraron en el campo –dicen- cuando fueron a buscarlo por la noche, después de esperar un gran rato cuando no volvió a la hora que lo hacía normalmente. Estaba acostado, parecía dormido, no se le veía ninguna herida o golpe. Creen que pudo picarlo un alacrán o una serpiente, pero a ciencia cierta no lo saben.

La muerte  hace recordar la fragilidad propia de cada persona, lo volátil que puede ser la vida. Se respira un ambiente de pesar y nostalgia. Todos hablan acerca del difunto, de momentos que compartieron, de cómo era su carácter, de las cosas que le gustaban, en fin, de todo lo relacionado con él.

Afuera en el patio, sigue el bullicio, los hombres forman pequeños grupos y beben ron o tequila, algunos juegan a la baraja, otros simplemente conversan. Algún hombre de la familia del difunto los invita a que a la mañana siguiente muy temprano le ayuden a rascar en el panteón la fosa en donde habrá de descansar para siempre el difunto. En realidad no es necesario que los invite, desde hace muchos años los hombres del pueblo saben cada uno de los pasos a seguir cuando alguien muere. Al panteón irán muchos por voluntad propia es su manera de solidarizarse con la familia y brindarles su apoyo.

Llegan los músicos de la banda de viento, se colocan en un lugar en donde no estorben a la gente que continuamente va de un lado a otro. Inicialmente tocan las mañanitas, tocaran la música que era del agrado del difunto, pero también la que les solicite los familiares y amigos, después de una ronda de una hora, toman un descanso, la familia les ofrece cerveza o  ron, café y pan.

Las horas transcurren lentas, entre sollozos, rezos, música, café, bebida y conversaciones. Los niños juegan tratando de no hacer ruido ni estorbar a nadie. Gente va y gente viene, cerca de la madrugada sólo quedan los amigos y familiares más cercanos. Algunos dormitan sentados en las sillas. Muy pocos soportan toda la noche sin dormir.

Llega el nuevo día, a las seis de la mañana los hombres se dirigen al panteón. Llegan con sus picos y palas. Alguien de la familia señala el lugar en donde deben de rascar. Primero trazan el cuadro y con el pico comienzan a rascar el contorno. Después alguien saca hacia los lados la tierra, se relevan por turnos la tarea de rascar y sacar la tierra. Poco a poco el pozo se va haciendo profundo, entonces encuentran huesos de algún cadáver de hace mucho tiempo fue enterrado en el mismo lugar, recogen los restos y los colocan en una bolsa, que volverá a ser enterrada después de meter al nuevo difunto. A las ocho de la mañana familiares del difunto les llevan café y pan para que desayunen. Al terminar les invitarán a almorzar en casa de don Eusebio.

Llega la hora de llevar al difunto a la iglesia, una hora antes de la misa, todos los familiares y amigos cercanos pasan a despedirse del difunto. Por última vez se abre su caja para que puedan verlo y decir lo que tengan que decirle. Después la gente se forma en dos columnas que irán delante del féretro con las flores abriendo camino. Cuando todos están listos para salir, la banda toca “las golondrinas” canción propia de despedidas. Entonces el llanto se desborda, todos saben y sienten el dolor de la despedida final. Las columnas avanzan lentamente, mientras los amigos van detrás cargando el  féretro. Después la banda de música toca “xochipitzahuatl” canción tradicional que se usa en festejos, “te vas ángel mío”, el tradicional “brinco del chinelo” y otras canciones del agrado del difunto.

En la misa el sacerdote hace reflexionar a los presentes sobre la importancia de estar preparados para el momento en que todos habremos de rendir cuentas al señor, de prepararnos para alcanzar la vida eterna. Pide a los familiares y amigos del difunto que acepten la voluntad de dios y encuentren consuelo acercándose a él. Por último bendice a todos y cuando el difunto es llevado hacia el panteón se escuchan repicar por última vez las campanas para anunciar su partida definitiva.

Una vez en el panteón, cuando las primeras paladas de tierra caen sobre el ataúd, nuevamente el llanto se desborda, un llanto desgarrador que viene desde lo más profundo, un llanto que conecta a los demás con su propio dolor. Poco a poco toda la tierra cubre el ataúd, al final colocan en el lado en que esta la cabeza del difunto (poniente) una cruz hecha de flores y algunas veladoras a los lados. Todas las personas pasan una por una a colocar sus ramos sobre el  montículo de tierra. Al final, algún familiar dirige unas palabras a los presentes, conminándolos a que si alguna vez fueron ofendidos o tuvieron un pleito con el difunto lo perdonen. Agradece a todos su presencia y apoyo y también habla un poco de lo que el recién enterrado significó en su vida y la de su familia. Al final invita a todos a comer a su casa y a acompañarlos a los rosarios que se realizaran a partir del día siguiente hasta coincidir con el día en que murió y que será cuando levante la cruz, simbólicamente esto representa recoger el alma del difunto y llevarla al panteón para que pueda descansar en paz.

De regreso en casa, cuando todos los acompañantes se retiran, en ese momento que se empieza a sentir la ausencia del difunto, cada tropiezo con la ropa o herramientas que utilizaba es un recordatorio de que se ha ido para siempre. No hay rincón en que se pueda escapar a este hecho. Cada lugar trae recuerdos, a veces incluso, parece escucharse su voz o su risa. Pasarán muchos días, antes de que la mente pueda asimilar esta ausencia.