CASIMIRO
Casimiro nació y creció en el norte de México, en una
comunidad rarámuri ubicada muy cerca del cañón de Sinforosa. Como todos los
niños de su comunidad por necesidad y por tradición aprendió a caminar por los
profundos y hermosos acantilados de la sierra madre, desde muy pequeño. Primero,
para procurarse el alimento, que con frecuencia podía ser un animal salvaje, al
que en grupos perseguían hasta lograr su captura. Y después, practicando un juego de pelota
ancestral llamado Rarajipari, en el cuál miembros de distintas comunidades,
suelen patear una pelota de madera a lo largo de kilómetros de senderos
rocosos.
La forma de vida que los rarámuris han llevado desde cientos
de años los ha hecho fuertes y resistentes para correr grandes distancias.
Siendo capaces de correr hasta ochenta kilómetros sin beber agua. Como en la
mayoría de las comunidades marginadas, las oportunidades de trabajo son
escasas. Concesiones a empresas mineras, madereras y turísticas han ocasionado el desalojo
de estas comunidades hacia lugares más inhóspitos, creando condiciones de vida
aún más precarias.
Con sus diecisiete años de edad, no tiene ninguna educación
básica ni capacitación laboral que le permita integrarse en algún espacio
laboral, Casimiro ve cada día sus oportunidades de sobrevivencia cada vez más
inalcanzables. Es la situación de todos sus paisanos indígenas, que se ve aún
más agravada por los prolongados periodos de sequía.
No hay muchas opciones de trabajo, así que cuando alguien le
propone correr con una mochila a través de la sierra, cruzar la frontera y
llegar hasta Nuevo México, entregar la mochila, recibiendo un pago de mil
quinientos dólares americanos, es una propuesta muy difícil de rechazar, sobre
todo si se considera que no tiene ni tendrá jamás en toda su vida la
oportunidad de ganar tal cantidad.
Es un trabajo que para él parece muy sencillo, se trata sólo
de correr con una mochila que puede pesar 30 kilos. Es una carrera de
resistencia para la que se encuentra preparado. No sabe el contenido de la
mochila, y cuanto menos sepa mejor para él. Se trata únicamente de seguir las
instrucciones al pie de la letra, otros jóvenes de su comunidad lo han hecho
sin ningún problema. Así que no es difícil convencerse de que es una buena
oportunidad.
El día convenido, él y otros jóvenes se preparan para su
recorrido. No está nervioso, correr es lo que mejor sabe hacer. Todo parece ir
bien durante la primera parte de la travesía, pero después algunos kilómetros de
cruzar la frontera, la patrulla fronteriza, recibe información de la caravana
en la que va Casimiro. Los persiguen y “casualmente” atrapan únicamente a todos
los mochileros, los polleros y halcones
logran escapar.
Prisionero del sistema judicial estadounidense, después de 46 meses en prisión Casimiro y
sus compañeros, fueron sentenciados a 22 años de prisión por tráfico de drogas.
En su juicio no se consideró ninguna atenuante, ni tuvo el acompañamiento legal
mexicano, ni se tomó en cuenta su vulnerabilidad indígena. Su posibilidad de
autodefensa es nula, no habla inglés, ni tampoco habla bien el español. No es
posible para él comprender la severidad de la sentencia, cuando él sólo llevaba
una mochila. Y peor aún, le espera una sentencia más por
conspiración: posesión de estupefacientes con el propósito de distribuirlos,
como si él fuera parte de la organización que se dedica a ello. La acusación es con agravante intencionado por ingresar ilegalmente
a los Estados Unidos.
A sus 22 años, pasará en prisión, los
que debieron ser los mejores años de su vida. Su familia, es más vulnerable
aún, sin el apoyo que él brindaba. No tienen modo de ayudarlo, ni de verlo.
Atrapados en la pobreza y marginalidad de un mundo que es arrollado por formas
de organización que los usan para sus propios fines.
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