PAOLA
Es
una niña pequeña de rasgos finos y hermosos. La armonía de su rostro y de su
cuerpo la hace parecer un ángel. Y la luz intensa de sus ojos negros ilumina el
día de quien tiene la fortuna de cruzarse en su camino. Ella no necesita decir
nada, su sola presencia es una fuente de amor y ternura. Brota de su ser como
de un manantial una sensación de paz que puede sentirse a su alrededor. Camina
firme, decidida, como si nada en la vida le diera miedo. Sus pasos suaves y
callados, hacen verla como si flotara al momento de desplazarse de un lado a
otro. Y su risa tiene la frescura y potencia de mil cascadas juntas.
A
ella le gusta atrapar luciérnagas. Todas las tardes, cuando el sol empieza a
ocultarse, corre detrás de esas pequeñas estrellas voladoras. Las toma
hábilmente entre sus manos, cuidando de no aplastarlas. Después de atrapar una, corre a guardarla dentro de una bolsa de
plástico transparente y tras asegurarse de que no tiene forma de escaparse, va
por la siguiente. Minutos más tarde, dentro de su bolsa pueden verse
encendiendo y apagando muchos pequeños insectos. Siempre pensó que eran diminutos
pedazos de estrella caídas del cielo. Quizás por eso le gustan tanto, porque
siente que entre sus manos tiene el universo. Entre más anochece, el brillo se
hace más intenso, pero después de revolotear desesperadamente tratando de
escapar de la bolsa, las luciérnagas pierden su brillo y lucen exhaustas. Sabe
que si las detiene más tiempo morirán, algunas lastiman sus alas en su
desesperado vuelo, así que sin más, abre la bolsa y las deja ir.
Después
de unos minutos las luciérnagas se recuperan y vuelven a brillar intensamente.
Paola las mira y no sabe por qué, el verlas brillar le produce tanto gozo, es
como si dentro de ella, algo muy brillante también se encendiera. Algo que le
burbujea dentro del corazón y le hace cosquillas. Como un soplo de vida que le
llega desde el cielo. Está segura que alguien muy poderoso ha podido crear esta
maravilla. Se ve a sí misma y se piensa como un ser tan diminuto en un gran
universo. Mira hacia arriba y las grandes estrellas con destellos rojos y
amarillos, le hacen pensar en mundos lejanos. Tan lejanos que es imposible
contactarlos. Se pregunta si en otro mundo también hay una niña mirando una
lejana estrella.
La
noche se enfría lentamente, su cuerpo comienza a relajarse y a desear un
descanso. Todo es hermoso, la noche, el olor a hierba fresca y a tierra mojada,
el viento suave y fresco, el sonido del agua corriendo tranquilamente. Le
llegan distintos olores a comida. El cantar de los grillos es un concierto y se
pregunta por qué cantan sólo de noche. Quizás es para arrullar a los niños
mientras duermen. Tiene muchas preguntas sin respuesta. Tampoco sabe cómo es
que las luciérnagas brillan. Ni puede imaginarse en donde se encuentran durante
el día o qué hacen. Tampoco sabe de dónde salen tantos sapos después de una
fuerte tormenta, ni por qué todos se dirigen saltando hacia una misma
dirección.
Un
día, algo pasó, pero ella no sabe. No recuerda.
Se despierta acostada en una cama, el cuerpo le duele
apenas intenta mover un dedo. Le duele a cada respiración, ahora como nunca
antes, la vida le duele. Los mosaicos blancos y brillantes de las paredes le
hacen sentir frío, una enfermera viene a intervalos, le pregunta cómo se
siente. Ella se siente toda rota por dentro, pero no sabe cómo se dice esto con
palabras, ni tiene fuerzas para decirlo. La enfermera le pone un termómetro debajo
de la lengua, revisa el suero. Su cuerpo afiebrado tiembla, un pesado, duro y
frío corsé de yeso la inmoviliza. La enfermera checa la temperatura, demasiado
alta, coloca una bolsa de hielo en los pies y la cabeza de Paola. Ella tiembla
aún más, quisiera abrigarse, encogerse, huir de ese dolor tan intenso y no
puede.
Un
llanto contenido vibra dentro de su pecho, como un dique a punto de romperse.
Quiere llorar, pero el llanto le duele. Cada pequeño sollozo duele
intensamente. Ella comprende pronto, debe quedarse inmóvil para disminuir el
dolor. Ahoga su llanto. Mira a su alrededor, está sola y no comprende qué pasó.
Sus padres aparecen en el umbral de la puerta. Las batas blancas sobre sus
ropas, los vuelven extraños, se acercan lentamente, en silencio, la miran con
sus ojos tristes. Las lágrimas les inundan los ojos, con un esfuerzo increíble
las contienen. De sus bocas no sale ni una palabra, quizás porque una palabra
sería suficiente para desbordar el llanto.
Paola
ve a sus padres, al instante comprende su dolor callado y le duele más que el
dolor de su propio cuerpo. No lo soporta. Cierra los ojos para que ellos no los
vean inundados de llanto. Cierra los ojos y finge dormir mientras ellos están
en la habitación. Más tarde, sola, despierta en esa habitación, demasiado
blanca, siente un dolor muy grande
dentro de su pecho, un dolor que quema y que la quiebra, un dolor atrapado y
una pregunta que tal vez, no alcance a responder nunca: “¿por qué a mí?
Los
días pasan, lentos, dolorosos. Los segundos se vuelven horas, las horas se
vuelven una eternidad. Una y otra vez posa su mirada sobre el reloj de pared
colgado al frente. Una y otra vez quisiera que el tiempo pasara rápidamente,
pero el reloj es más lento de lo que nunca lo fue. Quisiera escapar, dormirse
para siempre, dejar de sentirse dentro de ese cuerpo tan lastimado. Con una
herida que le atraviesa toda la espalda. Quisiera abrir los ojos lejos de ahí,
como antes, corriendo tras las mariposas. Pero no hay modo, cada día que
despierta, el dolor la convence que no se trata de un mal sueño. Esta acostada
sobre esa cama de hospital con otras niñas a su lado. No entiende qué fue lo que
pasó. Nadie le dice nada. Los médicos vienen, revisan su herida, le toman
radiografías. Las enfermeras la cuidan, la bañan, la alimentan, le dan sus
medicamentos. Y de vez en cuando sus padres están con ella un rato. Ella no
puede preguntarles nada, el llanto atravesado en la garganta le impide hablar.
En
cada visita sus padres se colocan silenciosamente a un lado de su cama, los
mira a punto de derrumbarse. Ellos no
pueden decir nada, ella tampoco. Ambos sobrellevan su pena tras ese pesado
silencio. Después de unos días conoce a las demás internas. Una de ellas llama
su atención, tal vez, porque nunca habla con nadie: Refugio. La niña que apenas
se despierta, estira la mano y abre el cajón de su buró, saca un rosario blanco de cuentas de plástico. Con
delicadeza lo toma entre sus dos manos y con un aire solemne comienza su rezo.
No mira a nadie, aunque su vista parece estar dirigida al frente. Apenas se le
escucha en un suave susurro las palabras que lentamente se desgranan de sus
labios, cuenta tras cuenta. No se le escucha llorar ni quejarse, ni siquiera
cuando su rostro muestra claras huellas de dolor. No hace amistad con nadie a
pesar de que todas las niñas son amigables, vive en su mundo propio, que no
comparte con nadie. A veces sus gestos denotan desesperación, o en sus ojos se
ven unas lágrimas contenidas, entonces toma su rosario e inicia su letanía, una
vez y otra, hasta que la paz vuelve a su rostro.
Paola
la mira sorprendida, ella también quisiera sentir que hay un Dios que puede
ayudarle. Pero durante todos y cada uno de estos días de sufrimiento le pidió desesperadamente
ayuda a Dios, y sintió que su petición no fue escuchada. Ahora no sabe qué
creer, se siente abandonada, olvidada. Ve en la cara de Refugio la paz y fe, y
no comprende por qué ella no puede sentir lo mismo. No comprende por qué
Refugio da gracias a Dios a pesar de todo el dolor por el que tiene que pasar. Quisiera
sentir esa paz y esa fe, pero simplemente no puede.
Dentro
de ella hay algo roto, algo que lástima, una incertidumbre, un gran miedo. Una
certeza terrible de que nada ni nadie en el mundo puede salvarla del
sufrimiento. No hay manera de huir, de escaparse de ese cuerpo… ahí está,
inmóvil. Inevitablemente, una lágrima silenciosa resbala por su mejilla cuando
comprende que estará así por mucho tiempo. Un dolor profundo de saber que no
puede escapar de sí misma.
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