jueves, 5 de diciembre de 2013

DON CAMILO

 
 
 
DON CAMILO

  

Don Camilo, nació y creció en el campo. Desde muy pequeño su padre lo enseñó a trabajar, a sembrar la milpa, a arrear las vacas, a cuidar las abejas. Cada día, desde los ocho años, antes de irse a la escuela, tenía que llevar al ganado a beber agua. Café y chilaquiles eran su almuerzo diario antes de correr para llegar a tomar clases en la escuela primaria rural. Al terminar su horario escolar, de regreso en su casa le esperaba desgranar la mazorca de la cosecha, dar de comer a los animales, y por la tarde ir a revisar las cajas de abejas que se encontraban ubicadas en distintos lugares en el cerro.
Una vida muy atareada, con demasiadas responsabilidades, pero esa era la vida de todos los niños en el campo. A pesar de ello, don Camilo disfrutó de su vida de niño, desde entonces y durante toda su vida aprendió a amar el viento que lo acariciaba cuando corría en su caballo. De pequeño, jugaba con las dormilonas, unas plantas que cierran sus hojas al menor contacto. Saboreaba los frutos del campo. Cortaba los dardos que crecen en un árbol y que él lanzaba hacia arriba una y otra vez, sólo para mirar cómo caían girando como si fueran las aspas de un helicóptero. Recogía la cáscara de una semilla con forma de barco y que cuando se moja se extiende más. Jugaba a perseguir la flor del diente de león que el viento hace flotar y que él hacía avanzar grandes distancias soplándole y corriendo tras de ella. Recogía el algodón del árbol del pochote y, a veces, encontraba alguna piedra con una forma especial o con un sonido agradable que recogía para guardarla en su casa, como los grandes tesoros de la naturaleza que hasta el último de sus días conservó.

Entre otras tareas, debía acarrear agua del manantial hasta su casa por lo menos cada tercer día. Sus hermanos también ayudaban, pero la exigencia para él era mayor por ser el primogénito de la familia. Creció siempre apurado con las múltiples tareas que debía realizar.

A lo largo de todos los años que trabajó en el campo aprendió a amarlo y respetarlo. Sabía todos los caminos, conocía todas las plantas, incluso sus propiedades curativas. Vio con sus propios ojos todos los animales que habitaban su entorno. Sabía también de las maderas de los distintos árboles y para qué se usa cada una, desde las más blandas, aromáticas, y las que sirven para teñir o las que son más duras y resistentes y que se usan como trabes para la construcción de casas. Conoció los sitios y las temporadas en que el campo le brindaba alimento, que puede ser desde frutas, hasta hongos, plantas, e insectos como los chapulines y jumiles. Y por supuesto, no podía ignorar los peligros de la naturaleza, que iban desde plantas tóxicas o urticantes, hasta animales venenosos o depredadores y los profundos acantilados que a veces tenía que recorrer con cuidado y respeto.   

De igual modo, sabía los lugares en donde podía cazar un conejo o un tejón. Con su padre realizó largas caminatas nocturnas en busca de alguna presa. Era un niño aún cuando mató su primer conejo. Sabía moverse en la oscuridad y en silencio, su afinada puntería le permitió llevar el alimento a su familia varias veces.

A la edad de trece años conocía perfectamente el trabajo del campo, las limitaciones con las que creció lo motivaron a esforzarse en mejorar su situación económica. Impulsado por su deseo de ayudar a sus hermanos a salir adelante, comenzó a aprender la manera de cultivar la tierra con mejores resultados. Trabajando muy duro y ahorrando el dinero que ganaba comenzó a realizar sus propias inversiones y a correr sus propios riesgos. Incrementó la producción de las aves y ganado, para comerciar con sus productos y derivados. Junto con sus hermanos hicieron prosperar el negocio familiar, que a la postre dividirían cuando su padre murió.

Del patrimonio familiar heredó las tierras de su rancho, en donde, contando sólo con veintidos años de edad y trabajando de sol a sol, haría prosperar su propio negocio ganadero, con el cual, más tarde daría sustento a sus hijos. Ahí conoció a la mujer con la que se casó, quien acostumbrada a la vida de campo y al trabajo fue siempre el brazo derecho que él necesitaba. Juntos prosperaron económicamente al tiempo que criaban 3 hijos a quienes también enseñaron el trabajo del campo desde  muy pequeños. No obstante su amor a la tierra, los hijos de don Camilo eligieron profesiones distintas y emigraron a la ciudad, pero frecuentemente visitaban a sus padres.

Pasaron los años, entre las visitas constantes de sus hijos, don Camilo envejeció. A sus ochenta años todavía se hacía cargo del rancho con la ayuda de varios peones. Un hombre acostumbrado durante toda su vida a iniciar su día antes de que el sol saliera por el horizonte. Un hombre trabajador, sano, fuerte, con la mente lúcida. Agradecido con la vida por todo lo que le brindó, con la satisfacción de haber tenido hijos honestos y responsables. Disfrutaba de su trabajo que lo hacía sentir útil y fuerte, que le daba un sentido a su vida. Sin ninguna preocupación, incluso, había hecho su testamento para el día en que la muerte lo alcanzara.

Pero la tranquilidad de su vida en el campo fue interrumpida repentinamente.

Un día se presentaron a su rancho dos hombres en una camioneta Hummer. Se dirigieron a él directamente con actitud arrogante. Dos pistolas se dibujaban debajo de sus chamarras. Mientras miraban alrededor los bien cuidados cultivos, y los animales, mantenían un silencio expectante con el que pretendían crear miedo en don Camilo. Botas con puntas metálicas cromadas, pantalón de mezclilla y lustrosas camisas de finas marcas, eran su atuendo. En sus recias muñecas mostraban portentosos relojes con diamantes incrustados y  gruesas cadenas de oro alrededor de sus cuellos de las que colgaban pendientes con la imagen de la Santa Muerte y del santo Malverde. Uno de ellos encendió un cigarrillo, tras aspirar una bocanada, lanzó el humo en forma de círculos. Y fanfarronamente dijo a don Camilo: “me gusta este rancho…”, aspiró nuevamente el cigarro y después de una pausa agregó: “tiene tres semanas, para desocuparlo, puede llevarse todo lo que tiene dentro de la casa…si se va pacíficamente, le perdonamos la vida”. Con un ademán mostraron sus armas y agregaron antes de dar la vuelta para irse: “recuerde, tres semanas”. Sin inmutarse y mirándolos directamente a los ojos, don Camilo respondió: “aquí los espero”.

Don Camilo siguió su vida, como si nada hubiese pasado. Los trabajadores iban y venían en sus tareas de siempre. Nadie sabía nada, y él quiso que nadie supiera. Cuando sus hijos lo visitaron no hubo nada distinto, excepto que al despedirse los abrazó muy fuerte. Sólo él sabía que no volvería a verlos. Aparte de sus tareas, cada día dedicaba un tiempo a estar en la casa, en las habitaciones que fueron de sus hijos. Todavía había muchas cosas de ellos, sus diplomas, fotos, algunos juguetes que su esposa conservó. Tenía muy gratos recuerdos de ellos, de sus logros. Aún sonreía al recordar sus travesuras. Estaba feliz de saber que ellos también eran felices.

Por las noches, tomaba la foto de su esposa entre sus manos y hablaba con ella. Le contaba la decisión que había tomado, seguro de que ella estaría de acuerdo.  No tenía miedo  por nada de lo que se avecinara. Logró los propósitos de su vida y no iba a irse del lugar que le costó toda una vida de trabajo, como un cobarde, porque nunca lo había sido.

Un día antes de la fecha señalada por aquéllos hombres, escribió una carta a su hijos, explicando la situación. Por la tarde, don Camilo llamó a sus peones, les pagó su semana y un poco más, les dijo que el siguiente día no iban a trabajar, que se tomaran un día de descanso. Algunos protestaron, diciendo que había mucho trabajo y que se iban a retrasar, él sólo contestó que era una orden y que no quería ver a nadie en el rancho el siguiente día. No estaban acostumbrados a ese trato, don Camilo no solía ser prepotente y todos le  tenían respeto y aprecio. Aunque intrigados, obedecieron la orden.

El nuevo día llegó, don Camilo estaba listo desde temprano, aparte de él no había nadie en la casa. Colocadas en puntos estratégicos y listas para dispararse tenía sus armas de caza.  Se sentó a esperar mientras se fumaba un puro y tomaba un café. A media mañana el silencio fue roto por un chirrido de llantas. Cuatro camionetas llegaron en fila y se detuvieron frente de la entrada. Don Camilo apostado detrás de la ventana. De los vehículos descendieron hombres armados con cuernos de chivo y otras armas. Inesperadamente se escucharon algunos disparos a la par que cayeron desplomados seis hombres.  Todos con un tiro preciso y mortal. Los demás reaccionaron rápidamente, ubicando el foco de donde vinieron los tiros, y respondiendo con una ráfaga de balas perforaron los vidrios de la casa. Don Camilo sintió un fuego quemándole el cuerpo, su sangre corrió por el piso al instante de caer. En el momento de morir, entre sus manos aún tenía una de sus armas, su rostro no reflejaba dolor ni miedo, en su lugar se dibujó una leve sonrisa.

El tiroteo llamó la atención de los medios de comunicación. En poco tiempo el escenario de muerte y la carta de don Camilo permitieron comprender lo qué había pasado. La noticia corrió por las redes sociales sin que la complicidad y la corrupción de funcionarios pudieran evitarlo. La presión social consiguió lo que muchas leyes mexicanas no logran: que los delincuentes se salieran con la suya. Con la mirada del mundo puesta en el rancho, los delincuentes no pudieron quedarse con él. Ahora pertenece  a los hijos de don Camilo, un hombre que vivió de su trabajo y que no estuvo dispuesto a dejarse intimidar por quienes quieren una vida llena de comodidades de una manera fácil.

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