DON CAMILO
Don
Camilo, nació y creció en el campo. Desde muy pequeño su padre lo enseñó a
trabajar, a sembrar la milpa, a arrear las vacas, a cuidar las abejas. Cada
día, desde los ocho años, antes de irse a la escuela, tenía que llevar al
ganado a beber agua. Café y chilaquiles eran su almuerzo diario antes de correr
para llegar a tomar clases en la escuela primaria rural. Al terminar su horario
escolar, de regreso en su casa le esperaba desgranar la mazorca de la cosecha,
dar de comer a los animales, y por la tarde ir a revisar las cajas de abejas
que se encontraban ubicadas en distintos lugares en el cerro.
Una
vida muy atareada, con demasiadas responsabilidades, pero esa era la vida de
todos los niños en el campo. A pesar de ello, don Camilo disfrutó de su vida de
niño, desde entonces y durante toda su vida aprendió a amar el viento que lo
acariciaba cuando corría en su caballo. De pequeño, jugaba con las dormilonas,
unas plantas que cierran sus hojas al menor contacto. Saboreaba los frutos del
campo. Cortaba los dardos que crecen en un árbol y que él lanzaba hacia arriba
una y otra vez, sólo para mirar cómo caían girando como si fueran las aspas de
un helicóptero. Recogía la cáscara de una semilla con forma de barco y que
cuando se moja se extiende más. Jugaba a perseguir la flor del diente de león
que el viento hace flotar y que él hacía avanzar grandes distancias soplándole
y corriendo tras de ella. Recogía el algodón del árbol del pochote y, a veces,
encontraba alguna piedra con una forma especial o con un sonido agradable que
recogía para guardarla en su casa, como los grandes tesoros de la naturaleza
que hasta el último de sus días conservó.
Entre
otras tareas, debía acarrear agua del manantial hasta su casa por lo menos cada
tercer día. Sus hermanos también ayudaban, pero la exigencia para él era mayor
por ser el primogénito de la familia. Creció siempre apurado con las múltiples
tareas que debía realizar.
A
lo largo de todos los años que trabajó en el campo aprendió a amarlo y respetarlo.
Sabía todos los caminos, conocía todas las plantas, incluso sus propiedades
curativas. Vio con sus propios ojos todos los animales que habitaban su entorno.
Sabía también de las maderas de los distintos árboles y para qué se usa cada
una, desde las más blandas, aromáticas, y las que sirven para teñir o las que
son más duras y resistentes y que se usan como trabes para la construcción de
casas. Conoció los sitios y las temporadas en que el campo le brindaba alimento,
que puede ser desde frutas, hasta hongos, plantas, e insectos como los chapulines
y jumiles. Y por supuesto, no podía ignorar los peligros de la naturaleza, que
iban desde plantas tóxicas o urticantes, hasta animales venenosos o
depredadores y los profundos acantilados que a veces tenía que recorrer con
cuidado y respeto.
De
igual modo, sabía los lugares en donde podía cazar un conejo o un tejón. Con su
padre realizó largas caminatas nocturnas en busca de alguna presa. Era un niño
aún cuando mató su primer conejo. Sabía moverse en la oscuridad y en silencio,
su afinada puntería le permitió llevar el alimento a su familia varias veces.
A
la edad de trece años conocía perfectamente el trabajo del campo, las
limitaciones con las que creció lo motivaron a esforzarse en mejorar su
situación económica. Impulsado por su deseo de ayudar a sus hermanos a salir
adelante, comenzó a aprender la manera de cultivar la tierra con mejores
resultados. Trabajando muy duro y ahorrando el dinero que ganaba comenzó a
realizar sus propias inversiones y a correr sus propios riesgos. Incrementó la
producción de las aves y ganado, para comerciar con sus productos y derivados.
Junto con sus hermanos hicieron prosperar el negocio familiar, que a la postre dividirían
cuando su padre murió.
Del
patrimonio familiar heredó las tierras de su rancho, en donde, contando sólo con
veintidos años de edad y trabajando de sol a sol, haría prosperar su propio
negocio ganadero, con el cual, más tarde daría sustento a sus hijos. Ahí conoció
a la mujer con la que se casó, quien acostumbrada a la vida de campo y al
trabajo fue siempre el brazo derecho que él necesitaba. Juntos prosperaron
económicamente al tiempo que criaban 3 hijos a quienes también enseñaron el
trabajo del campo desde muy pequeños. No
obstante su amor a la tierra, los hijos de don Camilo eligieron profesiones
distintas y emigraron a la ciudad, pero frecuentemente visitaban a sus padres.
Pasaron
los años, entre las visitas constantes de sus hijos, don Camilo envejeció. A sus
ochenta años todavía se hacía cargo del rancho con la ayuda de varios peones.
Un hombre acostumbrado durante toda su vida a iniciar su día antes de que el
sol saliera por el horizonte. Un hombre trabajador, sano, fuerte, con la mente
lúcida. Agradecido con la vida por todo lo que le brindó, con la satisfacción
de haber tenido hijos honestos y responsables. Disfrutaba de su trabajo que lo
hacía sentir útil y fuerte, que le daba un sentido a su vida. Sin ninguna
preocupación, incluso, había hecho su testamento para el día en que la muerte
lo alcanzara.
Pero
la tranquilidad de su vida en el campo fue interrumpida repentinamente.
Un
día se presentaron a su rancho dos hombres en una camioneta Hummer. Se dirigieron
a él directamente con actitud arrogante. Dos pistolas se dibujaban debajo de
sus chamarras. Mientras miraban alrededor los bien cuidados cultivos, y los
animales, mantenían un silencio expectante con el que pretendían crear miedo en
don Camilo. Botas con puntas metálicas cromadas, pantalón de mezclilla y lustrosas
camisas de finas marcas, eran su atuendo. En sus recias muñecas mostraban
portentosos relojes con diamantes incrustados y gruesas cadenas de oro alrededor de sus
cuellos de las que colgaban pendientes con la imagen de la Santa Muerte y del
santo Malverde. Uno de ellos encendió un cigarrillo, tras aspirar una bocanada,
lanzó el humo en forma de círculos. Y fanfarronamente dijo a don Camilo: “me
gusta este rancho…”, aspiró nuevamente el cigarro y después de una pausa agregó:
“tiene tres semanas, para desocuparlo, puede llevarse todo lo que tiene dentro
de la casa…si se va pacíficamente, le perdonamos la vida”. Con un ademán
mostraron sus armas y agregaron antes de dar la vuelta para irse: “recuerde,
tres semanas”. Sin inmutarse y mirándolos directamente a los ojos, don Camilo
respondió: “aquí los espero”.
Don
Camilo siguió su vida, como si nada hubiese pasado. Los trabajadores iban y venían
en sus tareas de siempre. Nadie sabía nada, y él quiso que nadie supiera.
Cuando sus hijos lo visitaron no hubo nada distinto, excepto que al despedirse los
abrazó muy fuerte. Sólo él sabía que no volvería a verlos. Aparte de sus
tareas, cada día dedicaba un tiempo a estar en la casa, en las habitaciones que
fueron de sus hijos. Todavía había muchas cosas de ellos, sus diplomas, fotos,
algunos juguetes que su esposa conservó. Tenía muy gratos recuerdos de ellos,
de sus logros. Aún sonreía al recordar sus travesuras. Estaba feliz de saber
que ellos también eran felices.
Por
las noches, tomaba la foto de su esposa entre sus manos y hablaba con ella. Le
contaba la decisión que había tomado, seguro de que ella estaría de acuerdo. No tenía miedo por nada de lo que se avecinara. Logró los
propósitos de su vida y no iba a irse del lugar que le costó toda una vida de
trabajo, como un cobarde, porque nunca lo había sido.
Un
día antes de la fecha señalada por aquéllos hombres, escribió una carta a su
hijos, explicando la situación. Por la tarde, don Camilo llamó a sus peones,
les pagó su semana y un poco más, les dijo que el siguiente día no iban a
trabajar, que se tomaran un día de descanso. Algunos protestaron, diciendo que
había mucho trabajo y que se iban a retrasar, él sólo contestó que era una
orden y que no quería ver a nadie en el rancho el siguiente día. No estaban
acostumbrados a ese trato, don Camilo no solía ser prepotente y todos le tenían respeto y aprecio. Aunque intrigados,
obedecieron la orden.
El
nuevo día llegó, don Camilo estaba listo desde temprano, aparte de él no había
nadie en la casa. Colocadas en puntos estratégicos y listas para dispararse
tenía sus armas de caza. Se sentó a
esperar mientras se fumaba un puro y tomaba un café. A media mañana el silencio
fue roto por un chirrido de llantas. Cuatro camionetas llegaron en fila y se
detuvieron frente de la entrada. Don Camilo apostado detrás de la ventana. De
los vehículos descendieron hombres armados con cuernos de chivo y otras armas. Inesperadamente
se escucharon algunos disparos a la par que cayeron desplomados seis hombres. Todos con un tiro preciso y mortal. Los demás
reaccionaron rápidamente, ubicando el foco de donde vinieron los tiros, y respondiendo
con una ráfaga de balas perforaron los vidrios de la casa. Don Camilo sintió un
fuego quemándole el cuerpo, su sangre corrió por el piso al instante de caer. En
el momento de morir, entre sus manos aún tenía una de sus armas, su rostro no
reflejaba dolor ni miedo, en su lugar se dibujó una leve sonrisa.
El
tiroteo llamó la atención de los medios de comunicación. En poco tiempo el
escenario de muerte y la carta de don Camilo permitieron comprender lo qué había
pasado. La noticia corrió por las redes sociales sin que la complicidad y la
corrupción de funcionarios pudieran evitarlo. La presión social consiguió lo
que muchas leyes mexicanas no logran: que los delincuentes se salieran con la
suya. Con la mirada del mundo puesta en el rancho, los delincuentes no pudieron
quedarse con él. Ahora pertenece a los
hijos de don Camilo, un hombre que vivió de su trabajo y que no estuvo
dispuesto a dejarse intimidar por quienes quieren una vida llena de comodidades
de una manera fácil.
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