LA BODA
Sonia era
una muchacha de 17 años. Y como todas
las mujeres de su natal Santa María Concepción, soñaba con un día casarse de
blanco en el altar de la iglesia de su pueblo. Desde niña había sido preparada
para ese propósito. Aprendió a lavar, cocinar, limpiar, bordar, planchar y
sobre todo a obedecer a los hombres.
Deseaba
encontrar al hombre con el que compartiría su vida para siempre. Un hombre que
le brindara protección y amor. Alguien a quien dedicar los días de su existencia.
Y cuando lo conoció, su corazón latió con el frenesí y la fuerza de los
tambores de una danza africana. Un joven moreno, delgado, alto, de voz grave y
mirada de fuego. Ella cayó rendida a sus pies cuando él aún no pronunciaba una sola palabra. Era exactamente
cómo lo había soñado, era el joven por el que morían todas las muchachas del
pueblo y ella llegó al cielo con sólo oír pronunciar en sus labios su nombre.
Desde la
primera vez que lo vio su alma huyó de su cuerpo para ir tras de él y su imagen
se quedó grabada en su mente. Prisionera de un deseo irresistible de conseguir
un amor correspondido, dedicó cada uno de sus pensamientos y sus acciones a
agradarle. Presta a adivinar sus deseos para cumplirlos al pie de la letra no
le importó sacrificarse a sí misma. No le importó olvidarse de sus anhelos
propios, si Alejandro decía que el cielo era rojo, ella aseveraba completamente
convencida que así era. Estaba de acuerdo con él en todo, sólo con el propósito
de no contradecirlo.
Sonia era
hija única de una mujer soltera. Su madre era una mujer llena de resentimiento
y amargura, que siempre la trató con dureza. No le permitía tener amigas ni
salir sola. Por lo que las citas con Alejandro se hacían a escondidas en los
breves momentos en que ella salía de la escuela. No tenía confianza en su madre,
de quien sólo había recibido malos tratos y exigencias.
Él era un hombre dominante, consciente de la
atracción que ejercía en las mujeres. Utilizaba su encanto para obtener de ellas
cuanto deseaba. Bastaba con pedirles una “prueba de amor” y ellas de inmediato
accedían creyendo que de esa manera podrían atraparle. Siendo tan joven tenía
ya ocho hijos con distintas mujeres, de los que nunca fue responsable. Se
consideraba a sí mismo irresistible, y ciertamente, a las mujeres les encantaba.
Sonia era para él, una mujer más con la que pensaba divertirse. Le prometió una
boda con la única intención de ganar su confianza. Ella no escuchó las
advertencias de las personas cercanas, se negó a tener prudencia. Y con el entusiasmo
de una mujer enamorada se dedicó a planear lo que sería el día más feliz, de su
vida.
Alejandro
estaba encantado de conocer a esta bonita joven que era de lo más complaciente.
Nada halagaba más su vanidad que tener a su disposición a alguien siempre
pendiente de su más mínimo capricho. Poco a poco ella fue conociendo sus
gustos, sus aficiones, su comida favorita, en fin, todo lo que estuviera
relacionado con el hombre de su vida. Y todo ese interés era solamente con el
propósito de merecer el amor de un hombre que para ella era único.
Como un
experto seductor, Alejandro convenció a Sonia de demostrarle su amor y ella
accedía a complacerlo siempre que él se lo pidiera. Finalmente en pocos días
estarían casados. Sería una boda con pocos invitados, la madre de ella estaba
en desacuerdo y había anticipado a su hija que no asistiría. A ella no le importó, su felicidad era
demasiada como para ser opacada por éste incidente. La acompañarían solamente
sus amigas. Él por su parte, dijo no tener familia. En realidad era poco lo que
sabía de su novio, tan sólo que era un vendedor y que decidió quedarse en el
pueblo.
Pasaron los
días, y la fecha de la boda llegó. Muy temprano se levantó ella para comenzar
su arreglo. Sus amigas estaban con ella para ayudarla. Su madre le dijo que las
bodas eran muy bonitas, pero que era una lástima que el amor durara lo mismo
que una fiesta. Sonia no hizo caso de su comentario y con su largo vestido
blanco, cuyos encajes y lentejuelas brillaban tanto como la felicidad en su
rostro, salió de su casa. Con sus amigas al lado, iba radiante caminando con
paso seguro hasta la iglesia. Faltaban diez minutos para la hora cuando llegó a
atrio, el novio no había llegado.
Diez minutos
que se volvieron una eternidad esperando a que el novio llegara. Pero el tiempo
siguió pasando. Ella angustiada miraba su reloj una y otra vez, mientras su
corazón comenzaba a latir apresuradamente. Pasaron otros diez minutos y el
tiempo para ella era a cada instante más largo. Esperando que su novio
apareciera. Se acercó a la puerta de la iglesia para ver si se acercaba por
alguna calle. Pero todo estaba desierto. Mil ideas pasaban por su cabeza. Pensó
que la única razón de que él no asistiera era que había tenido un accidente,
por lo que la angustia crecía más dentro
de su ser. No sabía qué hacer, si esperar o ir a buscarlo. Había pasado casi
una hora desde que ella había llegado. Sus amigas le decían que no se
preocupara, que todo se aclararía en cuanto él llegara. Pero él no llegó.
Ella entró a
la iglesia para hablar con el sacerdote y pedirle que los esperara un rato más
para casarlos. Entonces él la miró sorprendido vestida de novia y le dijo que
no esperara más. Que ese día muy temprano Alejandro había venido a decirle que
la boda se suspendía. Que se iba para siempre.
Apenas
escuchó estas palabras, y sus piernas se negaron a sostenerla. Temblaba
incontrolablemente mientras trataba de jalar aire. No podía ni siquiera decir
una palabra. Tuvo que sostenerse de sus amigas. Sentada en la banca comenzó a
gritar desesperadamente, mientras tiraba con rabia su ramo de novia y comenzaba
a deshacerse el peinado y rasgaba su vestido de novia. Se negaba a aceptar lo
que estaba escuchando y gritaba al tiempo que lagrimas negras teñidas del rímel de sus pestañas le manchaban la cara y
el vestido. Gritaba que eso no podía ser, que no era cierto.
Salió
corriendo por la calle, despeinada y con el vestido roto. La gente la miraba
con asombro, pero ella no veía a nadie. Llegó a su casa, sobre su cama lloró
toda la tarde y hasta la madrugada. Al
día siguiente con los ojos hinchados de tanto llorar, permanecía recostada en
la cama con la mirada perdida. No quería hablar con nadie ni comer. Cayó
enferma, presa de fiebre y vómito. Su madre creyó que estaba embarazada, pero
por primera vez no le reprochó nada. Ese mismo día, por la tarde, sin decir
nada y sin que nadie la viera salió de su casa. Con su vestido de novia se fue
caminado por el monte, caminó hasta que la venció el cansancio. Se tiró sobre
el pasto, la noche de invierno era helada. Cerró los ojos mientras su cuerpo se
enfriaba lentamente y se entumecía. Sus
últimos pensamientos fueron para ese hombre que había amado. Una sonrisa se
dibujó en su rostro mientras se veía así
misma bailando en una fiesta de bodas, que nunca tuvo.
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