LUCRECIA
Lucrecia era
una mujer que trabajaba todos los días en el campo. Sembraba papas, maíz,
frijol y sorgo. Se iba a su milpa cuando el sol aún no se asomaba tras la
montaña, venía al medio día a su casa para almorzar y después nuevamente al campo. Vivía sola, nunca se había casado,
siempre decía que ella no necesitaba a un hombre para nada. Pero lo cierto es
que esa idea la pregonó después de que su mejor amiga le quitara al que era su
novio. Desde entonces desconfío de todos los hombres y decía que el amor no
existía. En venganza por la traición de que fue objeto se embarazó del mismo
hombre que la traicionó. Lo hizo tan sólo para demostrar a su “amiga” que el
tipo aquél, tampoco la quería. Su propósito era amargarle la vida y separarlos,
pero no lo consiguió y entonces fue ella quien se llenó de más amargura.
Su amiga y
su novio se casarón a pesar de que ella estaba embarazada. Los años pasaron y
para desdicha de ella, la pareja nunca se separó. Pasados los años ella inició
una nueva relación con un hombre casado, con el que tuvo otros dos hijos. Pero
su amargura nunca le permitió tener un gesto de ternura con ninguno de ellos.
Era una madre muy austera que daba a sus hijos lo estrictamente necesario para
vivir. Ella trabajaba mucho y a pesar de que tenía buenos rendimientos
económicos de las cosechas, sus niños no disfrutaban de su generosidad. A cada
uno le compraba sólo dos pares de mudas de ropa y como todos recibían una beca
por parte de la escuela, a cada uno les compró un marrano con ese dinero, para
que lo criaran y después lo vendieran. Si ellos deseaban una fruta, tenían que
comprársela con su propio dinero. Porque además los mandaba a pedir dinero a su
padre.
Lucrecia
trabajaba mucho y todo el dinero obtenido lo prestaba a sus conocidos. Cuando
tuvo suficiente dinero derribó la casa que le heredó su madre y se hizo una
nueva. Quizás ese fue el acto de mayor derroche en su vida. Porque ella no se
compraba nada, ni siquiera ropa. Tenía
años que usaba la misma aunque ya estaba rota
y descolorida. Cuando tenía que salir a la ciudad, gastaba ni siquiera en
una botella de agua, menos comida, y tomar un taxi era impensable. Incluso
prefería caminar largos tramos para no usar el transporte colectivo. Siempre
gastaba lo mínimo de lo mínimo y eso hacía que sus ahorros crecieran. Pero
nadie sabía a cuánto ascendían ni a quién le había prestado dinero.
Un día
Lucrecia se sintió enferma, pero como era usual en ella, no quiso ir al doctor,
para no gastar dinero. Generalmente tomaba alguna pastilla para el dolor, se
dormía y se olvidaba del asunto. Muchas veces lo hizo y las pocas veces que fue
al médico sucedió porque sus hijos, que ya eran mayores, la llevaban. Ellos le
pagaban la consulta, pero después de eso, ella no volvía, ni se realizaba los análisis
o estudios que le recomendaban. Esta vez tampoco quiso ir al médico, así que se
recostó, pero a la media noche no pudo más. Un dolor intenso la obligó a llamar
por teléfono a sus hijos quienes tuvieron que llevarla de emergencia al
hospital. El médico la revisó pero explicó que tendría que esperar a la mañana
siguiente para poder realizarle todos los estudios pertinentes. Le dijo que
tenía complicaciones con una bronquitis, con los riñones y el corazón. Tenía la
presión muy alta. Pero sólo le recetó calmantes para el dolor y la regresó a su
casa. En el camino ella se quejaba continuamente. De pronto se quedó quieta y
dejó de hacerlo. Su hijo le tomó el pulso, pero no sintió nada. Detuvieron el
coche para verificar su estado, ella no respiraba. Volvieron al hospital para
atenderla de emergencia, pero ya no se podía hacer nada. Estaba muerta.
Su deceso
fue una sorpresa para todos. Parientes y amigos se presentaron tan pronto como
fue posible a dar sus condolencias. Era un velorio muy extraño. Nadie lloraba.
Sus hijos parecían tener la misma dureza de su madre en el alma. Pasó la noche
y con los primeros rayos del sol se dirigieron al panteón. Todo se realizó
según la tradición. Antes de salir de la casa, la madrina de la cruz, recorrió
todos los rincones llamándola por su
nombre. Diciéndole que ella no era ya de éste mundo, que tenía que irse. Abrieron la caja para despedirse, no hubo
lágrimas de nadie.
En el
panteón, también abrieron el féretro, pero la mayoría se había despedido de
ella. Todo en medio de un respetuoso silencio. Después de cubrir la caja con
tierra, pusieron sobre la tumba todas las flores. Los familiares repartieron
refresco a todos los presentes. El viento era helado, pero los rayos del sol
sobre la piel eran ardientes. Agradecieron a todos por su presencia y su apoyo.
Después de un rato la gente comenzó a alejarse. Sólo quedaron los familiares.
Antes de retirarse los hijos invitaron a todos a tomar un almuerzo a la casa de
la difunta. A punto de salir del panteón la hija mayor se dirigió a su madre,
para decirle que la habían llevado al panteón, que ahí se quedara, que no los
fuera siguiendo.
Acto seguido
todos salieron del panteón, de regreso todos comentaban las muchas cosas que la
difunta había dejado pendientes. Preguntándose quien tendría que hacer ahora el
trabajo que ella dejaba. Había que
recoger su siembra, regar sus plantas. Una mujer que trabajó mucho en su vida,
dejó dinero prestado a diferentes personas, pero sus hijos no tenían
conocimiento de quienes eran todos. Hicieron una lista de lo que recordaban,
llegaron a un acuerdo de lo que harían. Poco a poco los parientes se fueron.
Los hijos se quedaron solos, reorganizando su vida para cubrir la ausencia de
la que fue su madre.
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