viernes, 28 de diciembre de 2012

LUCRECIA





LUCRECIA
Lucrecia era una mujer que trabajaba todos los días en el campo. Sembraba papas, maíz, frijol y sorgo. Se iba a su milpa cuando el sol aún no se asomaba tras la montaña, venía al medio día a su casa para almorzar y después nuevamente  al campo. Vivía sola, nunca se había casado, siempre decía que ella no necesitaba a un hombre para nada. Pero lo cierto es que esa idea la pregonó después de que su mejor amiga le quitara al que era su novio. Desde entonces desconfío de todos los hombres y decía que el amor no existía. En venganza por la traición de que fue objeto se embarazó del mismo hombre que la traicionó. Lo hizo tan sólo para demostrar a su “amiga” que el tipo aquél, tampoco la quería. Su propósito era amargarle la vida y separarlos, pero no lo consiguió y entonces fue ella quien se llenó  de más amargura.

Su amiga y su novio se casarón a pesar de que ella estaba embarazada. Los años pasaron y para desdicha de ella, la pareja nunca se separó. Pasados los años ella inició una nueva relación con un hombre casado, con el que tuvo otros dos hijos. Pero su amargura nunca le permitió tener un gesto de ternura con ninguno de ellos. Era una madre muy austera que daba a sus hijos lo estrictamente necesario para vivir. Ella trabajaba mucho y a pesar de que tenía buenos rendimientos económicos de las cosechas, sus niños no disfrutaban de su generosidad. A cada uno le compraba sólo dos pares de mudas de ropa y como todos recibían una beca por parte de la escuela, a cada uno les compró un marrano con ese dinero, para que lo criaran y después lo vendieran. Si ellos deseaban una fruta, tenían que comprársela con su propio dinero. Porque además los mandaba a pedir dinero a su padre.

Lucrecia trabajaba mucho y todo el dinero obtenido lo prestaba a sus conocidos. Cuando tuvo suficiente dinero derribó la casa que le heredó su madre y se hizo una nueva. Quizás ese fue el acto de mayor derroche en su vida. Porque ella no se compraba nada, ni siquiera ropa.  Tenía años que usaba la misma aunque ya estaba rota  y descolorida. Cuando tenía que salir a la ciudad, gastaba ni siquiera en una botella de agua, menos comida, y tomar un taxi era impensable. Incluso prefería caminar largos tramos para no usar el transporte colectivo. Siempre gastaba lo mínimo de lo mínimo y eso hacía que sus ahorros crecieran. Pero nadie sabía a cuánto ascendían ni a quién le había prestado dinero.

Un día Lucrecia se sintió enferma, pero como era usual en ella, no quiso ir al doctor, para no gastar dinero. Generalmente tomaba alguna pastilla para el dolor, se dormía y se olvidaba del asunto. Muchas veces lo hizo y las pocas veces que fue al médico sucedió porque sus hijos, que ya eran mayores, la llevaban. Ellos le pagaban la consulta, pero después de eso, ella no volvía, ni se realizaba los análisis o estudios que le recomendaban. Esta vez tampoco quiso ir al médico, así que se recostó, pero a la media noche no pudo más. Un dolor intenso la obligó a llamar por teléfono a sus hijos quienes tuvieron que llevarla de emergencia al hospital. El médico la revisó pero explicó que tendría que esperar a la mañana siguiente para poder realizarle todos los estudios pertinentes. Le dijo que tenía complicaciones con una bronquitis, con los riñones y el corazón. Tenía la presión muy alta. Pero sólo le recetó calmantes para el dolor y la regresó a su casa. En el camino ella se quejaba continuamente. De pronto se quedó quieta y dejó de hacerlo. Su hijo le tomó el pulso, pero no sintió nada. Detuvieron el coche para verificar su estado, ella no respiraba. Volvieron al hospital para atenderla de emergencia, pero ya no se podía hacer nada. Estaba muerta.     

Su deceso fue una sorpresa para todos. Parientes y amigos se presentaron tan pronto como fue posible a dar sus condolencias. Era un velorio muy extraño. Nadie lloraba. Sus hijos parecían tener la misma dureza de su madre en el alma. Pasó la noche y con los primeros rayos del sol se dirigieron al panteón. Todo se realizó según la tradición. Antes de salir de la casa, la madrina de la cruz, recorrió todos los rincones llamándola por  su nombre. Diciéndole que ella no era ya de éste mundo, que tenía que irse.  Abrieron la caja para despedirse, no hubo lágrimas de nadie.

En el panteón, también abrieron el féretro, pero la mayoría se había despedido de ella. Todo en medio de un respetuoso silencio. Después de cubrir la caja con tierra, pusieron sobre la tumba todas las flores. Los familiares repartieron refresco a todos los presentes. El viento era helado, pero los rayos del sol sobre la piel eran ardientes. Agradecieron a todos por su presencia y su apoyo. Después de un rato la gente comenzó a alejarse. Sólo quedaron los familiares. Antes de retirarse los hijos invitaron a todos a tomar un almuerzo a la casa de la difunta. A punto de salir del panteón la hija mayor se dirigió a su madre, para decirle que la habían llevado al panteón, que ahí se quedara, que no los fuera siguiendo.

Acto seguido todos salieron del panteón, de regreso todos comentaban las muchas cosas que la difunta había dejado pendientes. Preguntándose quien tendría que hacer ahora el trabajo que  ella dejaba. Había que recoger su siembra, regar sus plantas. Una mujer que trabajó mucho en su vida, dejó dinero prestado a diferentes personas, pero sus hijos no tenían conocimiento de quienes eran todos. Hicieron una lista de lo que recordaban, llegaron a un acuerdo de lo que harían. Poco a poco los parientes se fueron. Los hijos se quedaron solos, reorganizando su vida para cubrir la ausencia de la que fue su madre.

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