miércoles, 28 de noviembre de 2012

PARA ALCANZAR EL CIELO



PARA ALCANZAR EL CIELO

Adelina y su esposo Remigio habían trabajado en la hacienda La Piedad toda su vida. Ahí nacieron, crecieron,  y se casaron cuando apenas tenían quince años. No conocían otra forma de vida, sus padres también habían nacido y vivido ahí. De hecho no se sabía desde cuando sus antepasados habían comenzado a trabajar en la hacienda. Tenían una choza que el viento feroz a veces, estaba a punto de derribar. Y tres hijos los acompañaban, también destinados a crecer, vivir y morir ahí. Todos asumían su vida con resignación, como un destino tan determinado que era  impensable que no pudiera ser así.
Acostumbrados a la violencia y abuso de su patrón; eran sumisos, callados, temerosos y prestos a obedecer todas las órdenes. Su vida era dura, con jornadas de sol a sol, y poco dinero, demasiado poco incluso para obtener lo más necesario con que sobrevivir. La escuela no estaba a su alcance, así que los niños comenzaban a ganarse el pan, casi al mismo tiempo que aprendían a caminar. El pago por su trabajo era tan miserable que continuamente adquirían deudas. Y los intereses que el patrón cobraba eran tan altos que la deuda crecía, con mayor rapidez que los maizales. A pesar de las carencias logró hacerse de su propio  caballo y unos pequeños ahorros.
Un día Remigio llevó al ganado a pastar a los potreros del norte, en el camino una culebra asustó al caballo, que encabritado se sacudió violentamente al jinete. Quiso la mala suerte que su cabeza golpeara entre la cerca de piedras que bordeaban el camino. Un ruido seco se escuchó al romperse los huesos. Quedo tirado, sangrante, imposibilitado para levantarse. Pasaron las horas de la tarde y cuando el sol estaba ocultándose y Remigio no volvió a la hacienda, otros peones fueron a buscarle.  Lo hallaron pronto, cargándolo con cuidado se lo llevaron a la hacienda, él iba inconsciente. Al ver el estado en que se encontraba y la gravedad de la herida en la cabeza, comprendieron que no se salvaría. Vino el cura y estuvo con él durante sus últimos minutos, dándole su bendición. A su esposa no le permitieron verlo. 
Al día siguiente fue enterrado dentro de los mismos terrenos de la hacienda. Unas tablas viejas fueron usadas para construirle su ataúd. El sacerdote vino a realizar la misa y a bendecir el cuerpo.  Unas cuantas flores, cortesía del hacendado, adornaron su tumba. Después del entierro el patrón llamó a Adelina para informarle cuál era su situación ahora que su esposo había muerto. Él era el depositario de los bienes de Remigio y de todos sus trabajadores. Le dijo que la última voluntad del difunto expresada al sacerdote, había sido que con su dinero ahorrado se le pagaran unas misas para que su alma alcanzara el descanso eterno y que por lo tanto, también vendería su caballo y usaría el pago obtenido para el mismo propósito.
Adelina como siempre no dijo nada, ni ella ni nadie podía atreverse a contradecir la palabra del patrón, que además estaba avalada por el sacerdote. Esta era una práctica que se realizaba cada que moría algún peón con alguna pequeña propiedad. Los beneficios iban a parar a manos del sacerdote y del patrón. Era la forma en que ellos despojaban a las viudas y huérfanos de cualquier posible beneficio que hubieran podido recibir por los bienes del familiar muerto. Cabizbaja y triste, ella salió de la casa con las manos vacías y con tres niños hambrientos.

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