PARA ALCANZAR
EL CIELO
Adelina y su esposo Remigio habían trabajado
en la hacienda La Piedad toda su vida.
Ahí nacieron, crecieron, y se casaron
cuando apenas tenían quince años. No conocían otra forma de vida, sus padres
también habían nacido y vivido ahí. De hecho no se sabía desde cuando sus
antepasados habían comenzado a trabajar en la hacienda. Tenían una choza que el
viento feroz a veces, estaba a punto de derribar. Y tres hijos los acompañaban,
también destinados a crecer, vivir y morir ahí. Todos asumían su vida con
resignación, como un destino tan determinado que era impensable que no pudiera ser así.
Acostumbrados
a la violencia y abuso de su patrón; eran sumisos, callados, temerosos y
prestos a obedecer todas las órdenes. Su vida era dura, con jornadas de sol a
sol, y poco dinero, demasiado poco incluso para obtener lo más necesario con
que sobrevivir. La escuela no estaba a su alcance, así que los niños comenzaban
a ganarse el pan, casi al mismo tiempo que aprendían a caminar. El pago por su
trabajo era tan miserable que continuamente adquirían deudas. Y los intereses
que el patrón cobraba eran tan altos que la deuda crecía, con mayor rapidez que
los maizales. A pesar de las carencias logró hacerse de su propio caballo y unos pequeños ahorros.
Un día
Remigio llevó al ganado a pastar a los potreros del norte, en el camino una
culebra asustó al caballo, que encabritado se sacudió violentamente al jinete.
Quiso la mala suerte que su cabeza golpeara entre la cerca de piedras que
bordeaban el camino. Un ruido seco se escuchó al romperse los huesos. Quedo
tirado, sangrante, imposibilitado para levantarse. Pasaron las horas de la
tarde y cuando el sol estaba ocultándose y Remigio no volvió a la hacienda,
otros peones fueron a buscarle. Lo
hallaron pronto, cargándolo con cuidado se lo llevaron a la hacienda, él iba
inconsciente. Al ver el estado en que se encontraba y la gravedad de la herida
en la cabeza, comprendieron que no se salvaría. Vino el cura y estuvo con él durante
sus últimos minutos, dándole su bendición. A su esposa no le permitieron verlo.
Al día
siguiente fue enterrado dentro de los mismos terrenos de la hacienda. Unas
tablas viejas fueron usadas para construirle su ataúd. El sacerdote vino a
realizar la misa y a bendecir el cuerpo. Unas cuantas flores, cortesía del hacendado,
adornaron su tumba. Después del entierro el patrón llamó a Adelina para
informarle cuál era su situación ahora que su esposo había muerto. Él era el
depositario de los bienes de Remigio y de todos sus trabajadores. Le dijo que
la última voluntad del difunto expresada al sacerdote, había sido que con su
dinero ahorrado se le pagaran unas misas para que su alma alcanzara el descanso
eterno y que por lo tanto, también vendería su caballo y usaría el pago
obtenido para el mismo propósito.
Adelina como
siempre no dijo nada, ni ella ni nadie podía atreverse a contradecir la palabra
del patrón, que además estaba avalada por el sacerdote. Esta era una práctica
que se realizaba cada que moría algún peón con alguna pequeña propiedad. Los
beneficios iban a parar a manos del sacerdote y del patrón. Era la forma en que
ellos despojaban a las viudas y huérfanos de cualquier posible beneficio que
hubieran podido recibir por los bienes del familiar muerto. Cabizbaja y triste,
ella salió de la casa con las manos vacías y con tres niños hambrientos.
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