LAS "FLORES" DEL AMATE
En
lo más profundo de la selva, vive el más alto de los árboles. Los antiguos
hombres lo veneraban y le tenían un gran respeto. Es un árbol enorme y siempre
lleno de hojas verdes. Bajo su sombra muchos pequeños animales e insectos construyen
su hogar. Se sienten protegidos por sus enormes ramas y amplias raíces, que se
extienden sobre el suelo o a través de las rocas de la montaña. Es el árbol más
admirado por los hombres, porque nace donde los demás no nacen, en el lugar más
inhóspito: sobre las rocas y desafiando al vacío.
Su
nombre es Amate. Y es tan sabio como los demás seres habitantes de la selva. Sólo
tira sus hojas una vez al año, precisamente cuando el calor es más intenso. Y sus
hojas verdes se tuestan rápidamente por el intenso calor del sol. Se mira una
gruesa alfombra dorada a su alrededor. Entonces su tronco adquiere un tono gris
y parece a punto de secarse. De sus ramas brotan en poco tiempo unas frutas
redondas, que no son comestibles para los humanos, pero que dentro de sí,
llevan la semilla de otros árboles. Se muestra totalmente desnudo, pero lo hace
por pocos días, tal vez dos o tres semanas. Justo antes de comenzar la
temporada de lluvias.
Pronto
la lluvia intensa desintegra las hojas y frutas caídas que abonarán la tierra para
alimentar al mismo árbol. Pequeños mamíferos vienen y comen sus frutos, la
semilla es digerida y al ser eliminada en distintos lugares; se propaga la
posibilidad de nuevos árboles.
Los
hombres antiguos decían que en donde hay amates, hay agua, y ciertamente se
pueden ver a muchos de ellos, a la orilla de un manantial o en el cauce de las
barrancas. Los antiguos pobladores aprendieron a obtener el papel de su
corteza. Con él escribieron la historia de sus pueblos, sus conocimientos y
leyendas.
Una
de esas leyendas dice que el amate es un árbol mágico y que como un dios de vez
en cuando puede hacer un regalo a algún hombre. No hay manera de saber quién
será el elegido. Pero algunas personas están seguras de que sí ha ocurrido.
Cuentan
que hace muchos años, tantos como para no saber cuando fue, pero suficientes
para aún recordarlo, un campesino caminaba por los senderos de la selva, de
regreso a su casa. Después de un arduo día de trabajo, lo único que deseaba era
estar en casa, comer y poder descansar, para ir a su trabajo al día siguiente.
Desde niño había aprendido el cultivo de
la tierra al lado de su padre y desde entonces ése había sido su trabajo. Aquél
día había sido muy caluroso y se detuvo a beber el agua del manantial que nacía
al pie del árbol. Se sentó sobre el tronco a descansar un poco. Pero el sueño
lo venció pronto. No sintió el transcurso de las horas y cuando despertó la
oscuridad de la noche había llegado. Miró hacia arriba tratando de orientarse
con la luz de la luna, pero el denso follaje, no permitía ver ninguna claridad.
De
pronto en la copa del árbol comenzaron a verse pequeñas luces blancas, al
principio creyó que eran luciérnagas. Pero al mirarlas con calma, observó que
no se movían. Y no eran pocas, sino muchas, distribuidas en las ramas del
árbol.
El
viento movió las ramas y suavemente algunas luces se desprendieron del árbol.
Cayeron a los pies del campesino. Que con curiosidad y miedo, tomó algunas
entre sus manos. Eran pequeñas flores, que por una extraña e inexplicable razón
brillaban, con una luz suave, que aún cuando cerraba la mano, la luz se veía a
través de su piel. Se encontraba desconcertado. No había visto en toda su vida
que el árbol tuviera flores. Ni había sabido tampoco que ninguna flor brillara
en la noche como si fuera una pequeña estrella. Y esa luz, de las flores no era, ni caliente ni fría. Sólo era una
luz tenue. Estaba asombrado, pensó que quizás era un sueño. Que él estaba
dentro de un sueño. Que todo eso, no estaba pasando.
Una
voz, que no supo de donde venía le dijo, que llenara su morral con las flores. Miró
hacia todos lados buscando el origen de la voz. No vio nada, pero la voz
insistió, agregando que era un regalo para él. Así lo hizo. En cuanto llenó su morral,
las demás flores del árbol se apagaron. La luna se asomó entre los árboles y
pudo mirar el camino. Llegó a su casa y sin decir nada a nadie se fue a dormir. Al otro día cuando despertó,
recordó las flores y nuevamente pensó que todo había sido un sueño. Él sabía que los amates no tienen flores.
Pero miró dentro de su morral y no, no encontró ninguna flor. En su lugar había
una gran cantidad de oro. No podía comprender que era lo que había pasado.
El
hombre no lo podía creer, a pesar de que con sus propias manos había tomado las
flores que después se convirtieron en oro. Regresó nuevamente al lugar en donde
estaba el amate. No había nada diferente. Todo estaba exactamente como siempre
lo había visto, durante todos y cada uno de los días de su vida. Al principio
no sabía que hacer. Pensó que si contaba lo que había sucedido le dirían que
estaba loco. Así que optó por guardar silencio y enterrar el oro.
Pasó
el tiempo, y el hombre siguió viviendo como lo que era: un campesino. Y lo
cierto es que nunca requirió de gastar el oro, porque con su trabajo él tenía
todo lo que necesitaba. Y como era un hombre muy saludable y fuerte pudo
trabajar aún cuando ya era un anciano. Sólo cuando sintió que se aproximaba su
muerte, decidió contarle la historia a su hija. Y ahí en su lecho, le relató
todo cuánto había pasado.
Su
hija se mostraba incrédula, y creyó que tal vez su padre estaba delirando. Pero
él le dijo que podía comprobarlo por sí misma, yendo al lugar en donde había
enterrado el oro. Con gran precisión le dijo el lugar exacto donde se
encontraba. Ella fue y pudo mirar el oro, y a su vez volvió a enterrarlo.
Volvió con su padre para preguntarle cuál era su última voluntad en relación al
tesoro. Él le dijo que se lo regalaba todo a ella, que podía hacer lo que
quisiera.
Aquél
hombre murió, y su hija después de enterrarlo, decidió que ella tampoco
gastaría el tesoro a menos que la vida de alguno de sus hijos estuviera en
peligro. Después de todo, su padre había podido vivir con lo que obtenía con su
trabajo, y seguramente que ella podría hacer lo mismo. De la misma manera nunca
le dijo nada a nadie, quizás algún día se lo diría a alguno de sus hijos de la
misma manera que hizo su padre. Pero sucedió que sus hijos murieron antes que ella, durante la
guerra, así que no pudo decirles nada. Sus últimos años los vivió con su
hermano y sobrinos, pero ninguno de ellos consiguió ganarse nunca el afecto y
confianza de ella. Se dio cuenta de su ambición, así que se decidió a no
mencionarles nunca sobre la existencia
del oro. Cuando estaba a punto de morir, ella solamente les contó la historia
que había escuchado de su padre. Pero no les reveló el lugar en donde estaba
escondido el tesoro. Y se fue con el
secreto a la tumba.
En
algún lugar, que nadie ha podido descubrir, se encuentra todavía enterrado
aquél tesoro, que una noche fue obsequiado a un campesino a través de unas
flores de amate que se convirtieron en oro. Quizás algún día alguien lo
encuentre. O quizás permanezca ahí para siempre.