Comenzamos a caminar lentamente, siguiendo el sendero de los campesinos que cultivan flores en las parcelas que se riegan con el agua que baja de la montaña lejana. Muchos sembradíos en la inmensa explanada. Campos de tierra suelta y fértil. Campos de múltiples y brillantes colores, que resplandecen como joyas preciosas al reflejo del sol intenso del medio día.
¡que calor más intenso¡. Es otoño y la mayoría de los arboles están tirando sus hojas. Comenzamos a sudar copiosamente. La verdad es que no estamos acostumbrados a la vida ardua bajo el sol como los cultivadores de flores. Ellos parecen no padecer el agobiante calor. Han vivido en el campo toda su vida. Y a ratos se resguardan de los rayos quemantes del astro rey bajo la sombra de un guamúchil que en esta temporada sí tiene hojas y frutos. En estas explanadas ellos dividen las parcelas. Crecen al lado del apantle que riega los campos de cultivo. Los trabajadores se sientan tranquilamente a la sombra de algún árbol, respiran el aire limpio que mueve las hojas y refresca sus frentes. Se sientan y escuchan el suave murmullo del agua que corre entre los campos. Se sientan y toman el almuerzo que han traído de sus casas y con calma comparten y degustan su comida, mientras contemplan un paisaje del que ellos forman parte armoniosamente. No se disgustan por el calor. Han aprendido a vivir con él. Han aprendido al vivir con los insectos. Conocen el olor de los arboles. Conocen todas las plantas y frutos comestibles y toman del campo todo lo que les es útil para vivir.
No se asustan con las abejas que revolotean entre las flores, o que beben agua a la orilla del apantle. Solo las miran, y siguen trabajando, como si no notaran su presencia. Las abejas vienen, beben el agua, toman el néctar de las flores y se van, y después otras vienen. Todo el día es así. Trabajadores y abejas hacen cada uno su trabajo sin molestarse el uno al otro. Cada uno a lo suyo, sin interrumpirse. Aunque a veces suceden pequeños accidentes. Algún hombre no ve a una abeja y sin querer la aplasta. Ella le clava su aguijón guiada por su instinto de supervivencia. Ella muere, solo tiene la oportunidad de picar una vez en su vida. El hombre no dice nada. Sabe que nadie es culpable. Sabe que esa es la naturaleza del insecto y es inevitable. Simplemente lo acepta. De cualquier forma, no pasa nada. Durante el trabajo que ha realizado toda su vida en los campos de cultivo ha sido picado por muchas de ellas. Y se ha hecho inmune a su veneno. La picadura es una pequeña molestia que dura apenas unos segundos, no más que el de cualquier mosco. No se enoja, ni maldice al insecto. Tranquilamente lo toma con su mano y lo hace a un lado y continúa su trabajo.
En pocas horas corta grandes ramos de flores que cuidadosamente apila a la orilla del campo. Y se pueden ver flores amarillas, blancas, moradas, lilas, doradas, cafés, rojas. Muchas flores que son envueltas con rapidez y eficiencia para ser llevadas a los mercados. Todo lo hacen rápido y antes de que el intenso sol comience a marchitarlas; una camioneta se las lleva a los puntos de venta.
Miramos como se desarrolla su trabajo. Les compramos algunos ramos de flores cuyo precio es tres veces menor que en el mercado. Flores recién cortadas y olorosas. Las tomamos con cuidado y seguimos caminando. Por todos lados se miran cultivos del flores y de caña y siempre a la orilla de las parcelas encontramos la sombra de los arboles de tzompantle, mangos, amates, ceibas, y guamúchil. Nos detenemos y recogemos las roscas de guamúchil, parece que la gente no los recoge por ser un poco ásperos y no dulces. Solo los pájaros y algunos insectos vienen a comerlos. Observamos en algunos campos, que las garzas garrapateras recogen insectos entre medio de los surcos. Hay muchas de ellas, pero en cuanto sienten que un humano se aproxima demasiado levantan el vuelo.
Seguimos nuestro camino, ahora protegidos por la sombra de enormes arboles de mango. Se nota que otras personas han venido a este lugar a comer y descansar. Hay restos de brazas y piedras llenas de tizne que fueron usadas como un rústico fogón. De pronto vemos arboles de tzompantle que aún tienen flores y nos detenemos para cortarlas. Nos subimos a los arboles, nos llenamos de polvo y de espinas, pero esto no le preocupa a nadie, lo importante es conseguir las flores. Al día siguiente serán parte de un delicioso menú son salsa de chile guajillo y huevo. El recuerdo del platillo nos motiva a todos a esforzarnos en conseguirlas.
Nos damos cuenta que las flores que compramos a los cultivadores, comienzan a verse un poco marchitas por el intenso sol, entonces decidimos continuar nuestro camino sin hacer más paradas, para llegar pronto a casa y ponerlas en agua. Así caminado de prisa salimos del campo y entramos a la carretera que poco a poco nos adentra a una vida tan distinta, una vida de ciudad, una vida de muchas exigencias y apariencias, una vida artificial donde con frecuencia olvidamos nuestros orígenes y quienes somos. Una vida que nos aleja de nosotros mismos y de la naturaleza. Una vida de la que con frecuencia buscamos escapar.
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