ERNESTO
Él se acurrucaba en el rincón del único
cuarto de la casa, por alguna razón que no comprendía, su madre lo golpeaba
constantemente, era un niño de ocho años, pero desde siempre su madre lo
golpeaba. Con o sin razón, era golpeado, y cuando veía a su madre acercarse furiosa
hacia él, sabía que no tenía escapatoria, su única opción eran encogerse en ese
rincón, soportando la paliza hasta que ella se cansaba de golpearlo. Después de
algunos minutos de insultarlo y maldecirlo, su madre se cansaba y se daba la
media vuelta, dejándolo tirado en el piso. Entonces, cuando Ernesto creía que se
había ido, levantaba la cabeza y miraba hacia la puerta, por donde Catalina, su
madre, tenía que pasar. Pero a veces, ella volvía la mirada y si se daba cuenta
que Ernesto se estaba incorporando regresaba para propinarle una segunda golpiza.
Ernesto se hacía un ovillo, hasta que nuevamente ella se cansara de pegarle.
En realidad, él no sabía por qué su madre
lo trataba de esa manera, no sabía la causa de su enojo y su desprecio,
sólo sabía el dolor de los golpes. Una y otra vez, las palizas eran su pan de
cada día, lo que nunca faltaba y que incluso, podía repetirse varias veces. Su
padre no estaba mucho en casa, pero cuando llegaba a aparecerse le daba el
mismo tratamiento que su madre. Para él no había palabras dulces ni amables,
menos aún, alguna caricia. No podía comprender por qué su hermano mayor, era el
motivo de orgullo de sus progenitores, el favorito, al que le daban cuanto
pedía. Más de una vez vio que su hermano le pedía a su padre dinero para un
dulce, y su padre se lo daba, pero cuando él se acercaba a pedir lo mismo, la
respuesta siempre fue: “no tengo dinero”. Ni una sola vez logró obtener cinco
centavos para un chocolate, pues esa era la única golosina que vendían en su
pueblo.
Cuando su madre recibía alguna visita,
siempre señalaba a dos de sus hijos como los más inteligentes y de Ernesto
decía en todas las ocasiones que era un tonto. Alguna vez, escuchó decir a su
padre que él no era su hijo. Así que, ante las diarias palizas de su madre, su
padre jamás intervenía en su favor. La única persona que lo defendía era su
tía, una mujer que vivía en la casa contigua, sólo ella se atrevía a enfrentar
a la fiera en que se convertía su madre cuando lo golpeaba y se lo llevaba por
un rato a su casa. Más tarde, cuando la noche se acercaba, Ernesto volvía
hurtadillas, sin hacer ruido, a acurrucarse en un rincón junto a sus demás
hermanos para pasar la noche, tratando de no despertar a nadie, y sin que su
madre se diera cuenta, porque el hecho de que su tía lo defendiera también la
molestaba.
Las palizas siguieron todos los días, por
lo que Ernesto trataba de estar fuera de casa la mayor parte del tiempo, su
sola presencia molestaba a su madre, muchos días fueron así, hasta que finalmente
decidió irse a trabajar. Con tan sólo ocho años buscó trabajo como peón en una
hacienda. Aquel lugar era el único en donde podía conseguir trabajo.
Contrataban hombres, mujeres y niños, la paga era miserable, pero no había otra
fuente de empleo. Ernesto fue aceptado, y todos los días prefería irse a
trabajar en lugar de estar a merced de la furia de su madre. Él era un niño muy
pequeño de estatura, pero muy hábil con las manos, pronto se volvió diestro en
la cosecha. Se le veía ir a la cabeza entre los demás trabajadores y realizar
el mismo trabajo que las personas mayores y en algunas ocasiones incluso más.
Él se esforzaba esperando recibir una justa recompensa por su trabajo, a pesar
de que ahí, tampoco se salvaba del maltrato del capataz, un hombre rudo que con
malas palabras siempre apresuraba a todos los trabajadores y de cuya boca sólo
salían insultos para todos.
Para Ernesto sin embargo eso era un trato
mucho menos cruel que el que le daban en la casa, así que no le importó mucho,
después de todo, no podían dolerle más los insultos de un desconocido, que los
de sus propios padres. Pero los sinsabores no acababan ahí, cuando llegaba el
fin de semana, formaban a todos los trabajadores para pagarles, entonces él
capataz haciendo uso de su poder y por simple diversión decía al encargado de
la paga: “págales por tamaño”. Y los peones eran formados por tamaño, sin
importar el trabajo que habían hecho, recibían dinero en relación proporcional
a su estatura, a Ernesto no le iba nada bien, él era de los más pequeños. Los
ojos se le llenaban de lágrimas cuando escuchaba esto, de nada servía su
esfuerzo, ante esa decisión arbitraria. Contenía las lágrimas, lleno de
impotencia, mientras el capataz se carcajeaba de su ocurrencia delante de todos
los trabajadores que no podían contradecirle, pues de hacerlo serían despedidos
sin miramientos. Era la década de los sesentas, pero en aquel lugar, la
revolución mexicana no había pasado, los hacendados seguían siendo dueños de
grandes extensiones de tierras cultivables. Los trabajadores no tenían ningún
derecho, y su trabajo lo realizaban bajo las condiciones que el hacendado
quisiera.
Sólo yéndose a trabajar Ernesto pudo
librarse del maltrato de sus padres, no ganaba mucho dinero, dos pesos era todo
su sueldo de la semana, y eso, por supuesto no era suficiente para todas sus
necesidades, pero él estaba mucho mejor que en su casa en donde sólo recibía
golpes y maltratos de sus padres, y también de sus hermanos, quienes siguiendo
el ejemplo que a diario tenían, se expresaban con desprecio sobre él. Sólo de
una persona recibió un poco de cariño, su tía Luisa, una mujer que no pudo
tener hijos, pero que siempre que pudo, trató de proteger a Ernesto.
Trabajando en la hacienda, Ernesto llegó a
la adolescencia, no pudo seguir en la escuela, pues de antemano su madre lo
consideraba un tonto por el que no se debía hacer ningún esfuerzo, apenas si
terminó el segundo año de primaria. El depositario de todo su orgullo era el
hijo mayor, a quien siempre alababa ante los familiares y amigos y de quien
esperaba fuera un profesionista, para él buscó siempre todas las oportunidades
sin que nadie se lo pidiera. Todo para su hijo, él más inteligente, el que se
parecía a su padre y que se llamaba como él. Así que fue el único de todos los
hijos que tuvo la oportunidad de ir a la escuela, apoyado económicamente por
sus hermanos, a los que su madre, mandaba a trabajar y les exigía dinero para
pagar la escuela, libros, y útiles del hermano mayor.
Cuando Ernesto llegó a la adolescencia se
fue del pueblo, hacia otro estado, en busca de mejores trabajos, y lo
consiguió, debido a su gran interés por aprender y a que desde niño había
trabajado, era un joven fuerte, acostumbrado a largas jornadas de trabajo. En
todos los lugares en que trabajó, se desempeñó eficientemente, su temperamento
tranquilo, le abrió las puertas. Lejos de su familia, por fin, tenía tranquilidad,
no quería saber de nadie, mucho menos de su madre. Pero recordó que, cuando su
padre murió, después de agonizar durante todo un día, con algunos huesos rotos
y contusiones internas por la caída de gran altura desde un árbol, le pidió que,
de ahí en adelante, ayudara a su madre. Ese fue el primero y único día en que
su padre no lo despreció ni lo rechazó. Sino que pidió a todos, que salieran de
la habitación y lo dejaran únicamente con Ernesto, puesto que él era el más
fuerte de todos. Cuando Ernesto recordaba este episodio sentía culpa por no
ayudar a su madre. Pese a que en su corazón había un gran resentimiento por el
maltrato que sufrió de ella, se sentía obligado a brindarle alguna ayuda. Así
que comenzó a enviarle dinero, sin que esto implicara un interés en su
bienestar y así lo hizo siempre, aunque él sabía muy bien, que gran parte de
ese dinero era para costear la carrera profesional de su hermano mayor.
Pasaron los años, y un día él decidió
volver a su pueblo, formó una familia y siendo una persona tan trabajadora y
con muchas habilidades no tuvo problema para iniciar un trabajo por su propia
cuenta, poco a poco, su situación económica mejoró. Se casó tuvo sus hijos a
quienes siempre les brindó todo lo que necesitaban, aunque no era un hombre muy
cariñoso siempre estuvo al pendiente de todos sus hijos y particularmente, tuvo
cuidado de darles un trato igualitario, sin preferencias para nadie, no quería
ser como sus padres que lo relegaban al último lugar.
Ahora Ernesto es un hombre mayor, a sus más
de setenta años, siente todavía tristeza y dolor por la forma en que fue
tratado por sus padres, aunque se siente muy orgulloso de haber salido adelante
por sus propios méritos y a pesar de todas las adversidades que la vida le
presentó. Lleva una vida tranquila, apoya a sus hijos cuando lo necesitan, pues
es una persona autosuficiente, con una vida ordenada, sin excesos ni lujos.
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