jueves, 28 de julio de 2016

COLECCIONISTA DE AMANECERES



COLECCIONISTA DE AMANECERES

Ella es una mujer simple, tan simple que nadie nota su presencia entre la gente. No hay nada en ella que la distinga del resto de la muchedumbre, al menos, no algo visible. Incluso a veces, esta mujer luce más insignificante que el resto de las personas. Su andar lento y tambaleante, la cabeza baja, y la mirada huidiza, casi temerosa, le dan un aire desvalido. Es nerviosa en su trato con los demás, apenas alguien levanta la voz un poco, ella se encoge, intentando esconder la cabeza entre los hombros. Ante el más mínimo cuestionamiento cede rápidamente, tatamudea penosamente sin saber qué decir, sin saber cómo defenderse.

En muchos sentidos su apariencia es frágil, insegura ante todas las personas, no se atreve a mirar a nadie cara a cara, directamente a los ojos. Como si no perteneciera a este mundo, no encuentra un lugar propio, un sitio en donde sentirse a gusto, al menos, no entre la gente. Parece siempre querer evitar el contacto humano. Siempre fue así.

En la escuela, cuando era niña se sentaba en la butaca más apartada del salón. Hablaba apenas lo necesario, o sólo respondiendo lo que le preguntaran. Durante el recreo se sentaba sola en la jardinera, debajo de un árbol. Particularmente estaba la mayoría de las veces, debajo o arriba de un árbol. O bien, recostada sobre el pasto, las manos detrás de la cabeza sirviéndole de almohada, mientras miraba los pájaros en su ir y venir de los árboles. Sólo cuando tenía hambre se levantaba y encaminaba sus pasos a su casa, ahí donde nadie la esperaba.


Vivía solamente con su madre, quién regularmente no estaba en casa cuando regresaba de la escuela, pues bien sabía que ella iba a trabajar de cocinera en casa de una familia muy importante. Al menos comida, era algo que nunca le faltaba, pues en aquélla mansión donde su madre servía, toda la comida que no se consumía, les era regalada a los trabajadores. Los patrones sólo comían comida fresca, recién hecha y gustaban de tener por lo menos dos menús  distintos cada una de las veces que comían, así que doña Hortensia, ese era el nombre de la madre, siempre llevaba a su hija comida de sobra cada día.

La niña entraba a su casa y miraba sobre la estufa la comida que le dejaba su madre, se servía en un plato grande y salía al patio. Ahí, sentada con los pies cruzados sobre el piso comía lentamente, a la sombra de su árbol favorito, un fresno. A veces, dejaba caer algunas migajas de pan, y veía cómo las hormigas rápidamente se acercaban a recogerlas. Podía pasar una hora o más, mirándolas recoger los restos de comida. O bien, deliberadamente dejaba migajas cada vez más grandes, pues quería ver con sus propios ojos, qué tan grande podía ser el trozo que pudiera ser cargado por una sola hormiga.



Pero parecía que las hormigas no se conflictuaban mucho, ya que cuando un trozo de cualquier cosa era tres veces mayor que el tamaño de ellas, entonces de inmediato, acudía otra hormiga para ayudar a llevar su carga a su compañera. Esos insectos siempre actuaban rápida y eficazmente. Todas parecían saber exactamente su lugar y su función. Eso era lo que Soledad, ese era el nombre de la niña, admiraba más. Ella nunca había sabido cuál era su lugar, menos aún su misión en la vida.

De niña, y también ahora, Soledad sentía que en todo el universo no existía un solo sitio para ella. No hallaba un espacio en donde sentirse a gusto. Apenas estaba un poco cerca de alguién y tenía la impresión de que su presencia era desagradable a otros. Ella trataba de pasar desapercibida todo el tiempo, en silencio, quieta, sin mirar a las personas, encogiéndose lo más posible. Alguna vez, incluso llegó a pensar, que para ella hubiera sido perfecto ser invisible.

Sola en la escuela y sola en la casa. Los momentos más felices de su vida, eran cuando miraba a los insectos. De haber sido capaz de hablar con soltura, habría podido decir detalladamente las conductas de muchos de ellos, principalmente el de las hormigas. Callada y quieta, observaba detenidamente a su alrededor. Cuando no iba a la escuela, caminaba por el campo, mirando desde muy temprano a estos laboriosos insectos.


Un día se levantó muy temprano, al salir a su patio descubrió a su jazmín en puro tronco, ni una hoja, ni una flor. En el piso se dibujaba el camino por el que sin duda, durante la noche las hormigas habían transitado robando hoja tras hoja, su jazmín. 


Comenzó a caminar, siguiendo el rastro por un largo tiempo hasta llegar a una enorme roca que se elevaba unos ocho metros desde el suelo. Miró hacia arriba y ahí, detrás de esa roca, comenzó a dibujarse una intensa línea rosa, que en poco tiempo se convirtió en un arco, después en un medio círculo, y finalmente en un sol.


Era la primera vez que se detenía a mirar el amanecer, pues su mirada la mayor  parte del tiempo, estaba hacia abajo, en las hormigas. Miró el resplandor en el cielo, sintió el tibio calor de los rayos tiernos, y sintió que eran sólo para ella y nadie más. Sintió ese tibio calor, como el abrazo que nunca había recibido de nadie. Como el abrazo del padre que nunca conoció. Como el abrazo que su madre nunca tenía tiempo de darle, abrumada por las prisas y el trabajo.

Ese era exactamente el lugar y el momento que ella había anhelado toda su vida. Y ahí había estado siempre, al inicio de cada día. Ese abrazo cálido que la hacía sentir querida y acompañada.

Desde entonces, ella ya no mira tanto las hormigas, ahora mira el cielo. Y sin faltar un solo día lo mira todas las mañanas. No importa si el día está claro, gris, nublado, lluvioso, frío o caluroso. Cada día es especial y único. Todos los amaneceres son distintos y hermosos. Soledad ha visto el cielo teñirse de distintos colores antes de que el sol se eleve. Y cada día camina a distintos lugares para mirar el sol salir de distintos ángulos, persiguiendo cada mañana disfrutar de ese tibio abrazo.


Miró tantos amaneceres y guardó cada uno de ellos en su memoria. Y los guardó con tanto detalle que cuando se siente sola, le basta recordar uno solo para volver a sentirse acompañada.

Así que un día decidió comprarse una cámara fotográfica, aunque a ella nunca le había interesado la tecnología. Pero qué mejor manera podía tener para guardar un amanecer, sino una foto. Aunque es cierto que nunca estaría completo, pues faltaría siempre el tibio calor del sol, los destellos y tonalidades cambiantes que pintan el cielo de distintos colores. Pero por lo menos, podría tener un poco del él, en esos días cubiertos de densa niebla en que no se ve más allá de dos metros, o en aquéllos días continuos de lluvia.




Y soledad tomó muchas fotos, las cuales no se cansa de mirar nunca. Muchas de ellas están adheridas en las paredes de su cuarto. Por lo que, ella duerme cada noche cobijada por los amaneceres, mientras sus sueños caminan hacia el nuevo día, hacia el instante que la hace más feliz, el que la motiva cada mañana a estar lista y dispuesta…a atrapar el siguiente amanecer. 

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