COLECCIONISTA DE AMANECERES
Ella es una
mujer simple, tan simple que nadie nota su presencia entre la gente. No hay
nada en ella que la distinga del resto de la muchedumbre, al menos, no algo
visible. Incluso a veces, esta mujer luce más insignificante que el resto de
las personas. Su andar lento y tambaleante, la cabeza baja, y la mirada
huidiza, casi temerosa, le dan un aire desvalido. Es nerviosa en su trato con
los demás, apenas alguien levanta la voz un poco, ella se encoge, intentando
esconder la cabeza entre los hombros. Ante el más mínimo cuestionamiento cede
rápidamente, tatamudea penosamente sin saber qué decir, sin saber cómo
defenderse.
En muchos
sentidos su apariencia es frágil, insegura ante todas las personas, no se
atreve a mirar a nadie cara a cara, directamente a los ojos. Como si no
perteneciera a este mundo, no encuentra un lugar propio, un sitio en donde
sentirse a gusto, al menos, no entre la gente. Parece siempre querer evitar el
contacto humano. Siempre fue así.
En la
escuela, cuando era niña se sentaba en la butaca más apartada del salón.
Hablaba apenas lo necesario, o sólo respondiendo lo que le preguntaran. Durante
el recreo se sentaba sola en la jardinera, debajo de un árbol. Particularmente
estaba la mayoría de las veces, debajo o arriba de un árbol. O bien, recostada
sobre el pasto, las manos detrás de la cabeza sirviéndole de almohada, mientras
miraba los pájaros en su ir y venir de los árboles. Sólo cuando tenía hambre se
levantaba y encaminaba sus pasos a su casa, ahí donde nadie la esperaba.
Vivía
solamente con su madre, quién regularmente no estaba en casa cuando regresaba
de la escuela, pues bien sabía que ella iba a trabajar de cocinera en casa de
una familia muy importante. Al menos comida, era algo que nunca le faltaba,
pues en aquélla mansión donde su madre servía, toda la comida que no se
consumía, les era regalada a los trabajadores. Los patrones sólo comían comida
fresca, recién hecha y gustaban de tener por lo menos dos menús distintos cada una de las veces que comían, así
que doña Hortensia, ese era el nombre de la madre, siempre llevaba a su hija
comida de sobra cada día.
La niña
entraba a su casa y miraba sobre la estufa la comida que le dejaba su madre, se
servía en un plato grande y salía al patio. Ahí, sentada con los pies cruzados
sobre el piso comía lentamente, a la sombra de su árbol favorito, un fresno. A
veces, dejaba caer algunas migajas de pan, y veía cómo las hormigas rápidamente
se acercaban a recogerlas. Podía pasar una hora o más, mirándolas recoger los
restos de comida. O bien, deliberadamente dejaba migajas cada vez más grandes,
pues quería ver con sus propios ojos, qué tan grande podía ser el trozo que
pudiera ser cargado por una sola hormiga.
Pero
parecía que las hormigas no se conflictuaban mucho, ya que cuando un trozo de
cualquier cosa era tres veces mayor que el tamaño de ellas, entonces de
inmediato, acudía otra hormiga para ayudar a llevar su carga a su compañera.
Esos insectos siempre actuaban rápida y eficazmente. Todas parecían saber
exactamente su lugar y su función. Eso era lo que Soledad, ese era el nombre de
la niña, admiraba más. Ella nunca había sabido cuál era su lugar, menos aún su
misión en la vida.
De niña, y
también ahora, Soledad sentía que en todo el universo no existía un solo sitio
para ella. No hallaba un espacio en donde sentirse a gusto. Apenas estaba un
poco cerca de alguién y tenía la impresión de que su presencia era desagradable
a otros. Ella trataba de pasar desapercibida todo el tiempo, en silencio, quieta,
sin mirar a las personas, encogiéndose lo más posible. Alguna vez, incluso
llegó a pensar, que para ella hubiera sido perfecto ser invisible.
Sola en la
escuela y sola en la casa. Los momentos más felices de su vida, eran cuando
miraba a los insectos. De haber sido capaz de hablar con soltura, habría podido
decir detalladamente las conductas de muchos de ellos, principalmente el de las
hormigas. Callada y quieta, observaba detenidamente a su alrededor. Cuando no
iba a la escuela, caminaba por el campo, mirando desde muy temprano a estos
laboriosos insectos.
Un día se
levantó muy temprano, al salir a su patio descubrió a su jazmín en puro tronco,
ni una hoja, ni una flor. En el piso se dibujaba el camino por el que sin duda,
durante la noche las hormigas habían transitado robando hoja tras hoja, su
jazmín.
Comenzó a caminar, siguiendo el rastro por un largo tiempo hasta llegar
a una enorme roca que se elevaba unos ocho metros desde el suelo. Miró hacia
arriba y ahí, detrás de esa roca, comenzó a dibujarse una intensa línea rosa,
que en poco tiempo se convirtió en un arco, después en un medio círculo, y
finalmente en un sol.
Era la
primera vez que se detenía a mirar el amanecer, pues su mirada la mayor parte del tiempo, estaba hacia abajo, en las
hormigas. Miró el resplandor en el cielo, sintió el tibio calor de los rayos
tiernos, y sintió que eran sólo para ella y nadie más. Sintió ese tibio calor,
como el abrazo que nunca había recibido de nadie. Como el abrazo del padre que
nunca conoció. Como el abrazo que su madre nunca tenía tiempo de darle,
abrumada por las prisas y el trabajo.
Ese era
exactamente el lugar y el momento que ella había anhelado toda su vida. Y ahí
había estado siempre, al inicio de cada día. Ese abrazo cálido que la hacía
sentir querida y acompañada.
Desde
entonces, ella ya no mira tanto las hormigas, ahora mira el cielo. Y sin faltar
un solo día lo mira todas las mañanas. No importa si el día está claro, gris,
nublado, lluvioso, frío o caluroso. Cada día es especial y único. Todos los
amaneceres son distintos y hermosos. Soledad ha visto el cielo teñirse de
distintos colores antes de que el sol se eleve. Y cada día camina a distintos
lugares para mirar el sol salir de distintos ángulos, persiguiendo cada mañana
disfrutar de ese tibio abrazo.
Miró tantos
amaneceres y guardó cada uno de ellos en su memoria. Y los guardó con tanto
detalle que cuando se siente sola, le basta recordar uno solo para volver a
sentirse acompañada.
Así que un
día decidió comprarse una cámara fotográfica, aunque a ella nunca le había interesado
la tecnología. Pero qué mejor manera podía tener para guardar un amanecer, sino
una foto. Aunque es cierto que nunca estaría completo, pues faltaría siempre el
tibio calor del sol, los destellos y tonalidades cambiantes que pintan el cielo
de distintos colores. Pero por lo menos, podría tener un poco del él, en esos
días cubiertos de densa niebla en que no se ve más allá de dos metros, o en
aquéllos días continuos de lluvia.
Y soledad
tomó muchas fotos, las cuales no se cansa de mirar nunca. Muchas de ellas están
adheridas en las paredes de su cuarto. Por lo que, ella duerme cada noche
cobijada por los amaneceres, mientras sus sueños caminan hacia el nuevo día,
hacia el instante que la hace más feliz, el que la motiva cada mañana a estar lista y dispuesta…a atrapar el siguiente amanecer.