EL COMANDANTE
Y EL DIABLO
Hace algunos años, en un pequeño
pueblo alejado de las grandes ciudades, los habitantes se organizaban para su
propia seguridad. Eran los años postrevolucionarios. La mayoría de los pueblos
eran pequeños y aislados. La falta de carreteras y medios de transporte, hacía
que la comunicación con las ciudades fuera muy lenta.
Los pueblos indígenas tenían sus
propias formas de organización social, las cuales por cierto, eran muy
eficientes. La seguridad era algo muy importante, en un lugar en donde el
gobierno federal no tenía alcance. Todavía existían bandoleros que iban de
pueblo en pueblo robando y matando gente, por lo que era necesario protegerse
de ellos.
En este pequeño pueblo, existía
un comandante que había sido elegido en una asamblea general por mayoría de
votos. Él estaba a cargo de organizar a los hombres del pueblo para
salvaguardar la seguridad de los pobladores. Todos los hombres mayores de
dieciocho años debían prestar un servicio de ronderos periódicamente. Su trabajo consistía en realizar recorridos
nocturnos y dar la voz de alarma en caso de que algún bandido estuviera en el
pueblo, hubiera algún pleito entre los hombres o sucediera alguna fechoría.
Después de hacer su recorrido
nocturno, los ronderos se dormían en la comandancia, prestos a cualquier
emergencia. Y así eran todas las noches. El comandante, por su parte, antes de
irse a descansar a su casa, revisaba que los ronderos estuvieran de guardia en
la comandancia. Así que ese día, como siempre fue a saludarlos antes de
retirarse. Pero al acercarse al lugar en donde dormían, vio que alguien
caminaba alrededor de ellos. No alcanzaba a distinguir quién era, sólo veía un
hombre encapuchado.
El encapuchado daba vueltas
alrededor de los hombres dormidos. El comandante trataba de saber quién era,
pero en aquella época no había luz. Lo único que alumbraba el interior de la
comandancia era la claridad de la luna. A pesar de su miedo, con gran valor se
plantó frente a él y le preguntó:
-¿Quién eres tú?
Por respuesta, sólo escuchó como
el encapuchado le hacía burla, repitiendo sus propias palabras. El comandante
le volvió a preguntar dos veces más y la única respuesta fueron las burlas.
La noche era muy fría, pero al
comandante, eso no le importó, lanzó su sarape sobre el encapuchado y en un
intento por atraparlo, se le fue encima. El encapuchado salió huyendo
velozmente de la comandancia, mientras el comandante corría tras de él con el
machete en la mano. Lo correteo por la calle, y cuando estaba a punto de
alcanzarlo, se metió a la iglesia, El comandante recogió piedras y se las lanzó
con fuerza, pero extrañamente, era como si algo las desviara de su blanco. A
pesar de esto, le gritó que no le tenía miedo y que quería saber quién era.
El comandante seguía lanzándo
piedras y gritándole, y a pesar de todo el ruido que hacían, ningún rondero
vino a ayudarle, pues misteriosamente, todos dormían profundamente. El
comandante correteo al encapuchado por el atrio de la iglesia por mucho tiempo.
Y cada vez que estaba a punto de alcanzarlo, un fuerte viento lo aventaba lejos
de él. Estaba muy cansado de corretearlo, pues lo había perseguido toda la
noche, pero no quería dejar que se le escapara. Entonces vino a su mente un
pasaje bíblico, y le dijo:
-En el nombre de Dios, yo te voy
a vencer aunque seas el diablo.
Al momento de pronunciar estas
palabras, el encapuchado se convirtió en una bola de fuego, que explotó con un
gran trueno. Cuando el humo se hubo disipado, no quedaba rastro alguno de aquél
ser, pero sí se percibía un fuerte olor a azufre. En el lugar en donde fue la
explosión, tiempo después los pobladores pusieron una cruz de piedra.
Pasaron los días, y desde
aquella noche de la persecución, el comandante perdió el apetito, no comía casi
nada, y pronto estuvo en los puros huesos. Fue con el sacerdote y le contó todo
lo que había pasado. Le dijo que había sido golpeado tres veces por aquél ser
encapuchado, y que sentía un profundo asco por cualquier comida, porque sentía
que el olor de azufre se le había quedado impregnado en el cuerpo.
El sacerdote dijo que había
luchado con el diablo y que era muy afortunado de haberlo vencido.
-Tienes que comer, aunque tengas
asco, porque si no lo haces te vas a morir.
Desde ese día, el sacerdote
hacía oración por él. Y el comandante siempre leía su biblia y hacía oración
antes de comer. Y así, poco a poco, con determinación y pidiendo la ayuda de
Dios, venció el asco y volvió a tener ganas de comer. El comandante vivió
muchos años todavía, y murió cuando estaba ya muy viejo.
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