sábado, 28 de febrero de 2015

EL COMANDANTE Y EL DIABLO



EL COMANDANTE Y EL DIABLO


Hace algunos años, en un pequeño pueblo alejado de las grandes ciudades, los habitantes se organizaban para su propia seguridad. Eran los años postrevolucionarios. La mayoría de los pueblos eran pequeños y aislados. La falta de carreteras y medios de transporte, hacía que la comunicación con las ciudades fuera muy lenta.

Los pueblos indígenas tenían sus propias formas de organización social, las cuales por cierto, eran muy eficientes. La seguridad era algo muy importante, en un lugar en donde el gobierno federal no tenía alcance. Todavía existían bandoleros que iban de pueblo en pueblo robando y matando gente, por lo que era necesario protegerse de ellos.

En este pequeño pueblo, existía un comandante que había sido elegido en una asamblea general por mayoría de votos. Él estaba a cargo de organizar a los hombres del pueblo para salvaguardar la seguridad de los pobladores. Todos los hombres mayores de dieciocho años debían prestar un servicio de ronderos periódicamente.  Su trabajo consistía en realizar recorridos nocturnos y dar la voz de alarma en caso de que algún bandido estuviera en el pueblo, hubiera algún pleito entre los hombres o sucediera alguna fechoría.

Después de hacer su recorrido nocturno, los ronderos se dormían en la comandancia, prestos a cualquier emergencia. Y así eran todas las noches. El comandante, por su parte, antes de irse a descansar a su casa, revisaba que los ronderos estuvieran de guardia en la comandancia. Así que ese día, como siempre fue a saludarlos antes de retirarse. Pero al acercarse al lugar en donde dormían, vio que alguien caminaba alrededor de ellos. No alcanzaba a distinguir quién era, sólo veía un hombre encapuchado.

El encapuchado daba vueltas alrededor de los hombres dormidos. El comandante trataba de saber quién era, pero en aquella época no había luz. Lo único que alumbraba el interior de la comandancia era la claridad de la luna. A pesar de su miedo, con gran valor se plantó frente a él y le preguntó:
-¿Quién eres tú?
Por respuesta, sólo escuchó como el encapuchado le hacía burla, repitiendo sus propias palabras. El comandante le volvió a preguntar dos veces más y la única respuesta fueron las burlas.


La noche era muy fría, pero al comandante, eso no le importó, lanzó su sarape sobre el encapuchado y en un intento por atraparlo, se le fue encima. El encapuchado salió huyendo velozmente de la comandancia, mientras el comandante corría tras de él con el machete en la mano. Lo correteo por la calle, y cuando estaba a punto de alcanzarlo, se metió a la iglesia, El comandante recogió piedras y se las lanzó con fuerza, pero extrañamente, era como si algo las desviara de su blanco. A pesar de esto, le gritó que no le tenía miedo y que quería saber quién era.

El comandante seguía lanzándo piedras y gritándole, y a pesar de todo el ruido que hacían, ningún rondero vino a ayudarle, pues misteriosamente, todos dormían profundamente. El comandante correteo al encapuchado por el atrio de la iglesia por mucho tiempo. Y cada vez que estaba a punto de alcanzarlo, un fuerte viento lo aventaba lejos de él. Estaba muy cansado de corretearlo, pues lo había perseguido toda la noche, pero no quería dejar que se le escapara. Entonces vino a su mente un pasaje bíblico, y le dijo:
-En el nombre de Dios, yo te voy a vencer aunque seas el diablo.
Al momento de pronunciar estas palabras, el encapuchado se convirtió en una bola de fuego, que explotó con un gran trueno. Cuando el humo se hubo disipado, no quedaba rastro alguno de aquél ser, pero sí se percibía un fuerte olor a azufre. En el lugar en donde fue la explosión, tiempo después los pobladores pusieron una cruz de piedra.

Pasaron los días, y desde aquella noche de la persecución, el comandante perdió el apetito, no comía casi nada, y pronto estuvo en los puros huesos. Fue con el sacerdote y le contó todo lo que había pasado. Le dijo que había sido golpeado tres veces por aquél ser encapuchado, y que sentía un profundo asco por cualquier comida, porque sentía que el olor de azufre se le había quedado impregnado en el cuerpo.

El sacerdote dijo que había luchado con el diablo y que era muy afortunado de haberlo vencido.
-Tienes que comer, aunque tengas asco, porque si no lo haces te vas a morir.
Desde ese día, el sacerdote hacía oración por él. Y el comandante siempre leía su biblia y hacía oración antes de comer. Y así, poco a poco, con determinación y pidiendo la ayuda de Dios, venció el asco y volvió a tener ganas de comer. El comandante vivió muchos años todavía, y murió cuando estaba ya muy viejo.  

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