NO,
TODAVÍA NO
Fue como entrar en otra
dimensión, en una caída vertiginosa a un pozo oscuro. Mi cuerpo reaccionó como
si hubiera recibido un golpe masivo. El corazón latió tan rápido que parecía a
punto de romperse. Un dolor agudo en el pecho ante la incapacidad de respirar.
Mis piernas temblaron y pensé que iba a caerme. Eso hubiera deseado, caerme,
perder el conocimiento y después… simplemente despertar a mi vida de siempre.
Pero no caí, estaba
parada frente a ese médico que sin piedad, sin consideración, sin ninguna
sensibilidad humana me daba la noticia que nadie espera escuchar: que mi vida
estaba acabada. Cada día sería peor al anterior, cada día me sentiría más agotada,
cada día me volvería más incapaz de realizar las cosas más simples, cada día
perdería las funciones más vitales. Y lo decía así, con la frialdad del hielo,
como si hablara de un mueble inservible, viejo que hay que tirar a la basura.
Lo dijo con la soberbia
de quién cree saberlo todo, de quién está acostumbrado a no ser cuestionado
nunca en nada, de quién jamás se equivoca. En el tono de su voz no hubo ni
siquiera un atisbo de compasión. No hay nada que hacer, no hay ningún remedio,
reafirmó categóricamente. Sus palabras rebotaron en mi cabeza como un eco
vibrante que aturdió todos mis sentidos. No hay nada que hacer, no hay remedio.
Sus palabras me cimbraron en lo más profundo, me rompieron por dentro. Mis ojos
parpadearon rápidamente en un intento desesperado de contener el llanto. Pero
un dolor intenso me desgarraba hasta dejarme sin aliento. No pude evitarlo… de
mis ojos brotó un río turbulento que ardía en mi rostro.
Respiré lenta y profundamente
tratando de calmar el temblor de mi cuerpo, tratando de deshacer el nudo en mi
garganta, tratando de controlar el mar que fluía de mis ojos. El médico seguía
hablando, y lo que decía me era inconcebible. Dos frases habían llenado mi
mente: No hay nada que hacer, no hay remedio. Dos frases que parecían circular
por todo mi cuerpo, destruyéndolo. Entendía la lógica de su explicación, pero
no me importaba. No necesitaba escucharla. Yo quería una solución, una
posibilidad distinta, cualquiera, una esperanza.
Lo escuché como una
autómata, obligándome a resistir, a estar de pie. Imprimió los resultados que
tenía en su computadora, me mostró sus gráficas para reiterarme su resultado:
No hay nada que hacer, no hay remedio. Gráficas que mostraban algo contundente,
que daban la última estocada a mi corazón y a mi esperanza.
Tomé la carpeta, pagué
la consulta. Las piernas me temblaban mientras me encaminaba a la salida. No
quería mirar a nadie, ni que nadie me mirara a mí. Quería correr muy lejos,
escapar de esas palabras. Pero las piernas se negaban a obedecer mis deseos, me
temblaban. Las lágrimas que inundaban mis ojos, me impedían ver. Sentía mi
corazón romperse y ese nudo enorme en la garganta no me dejaba respirar bien.
Caminé tambaleante por la banqueta, asfixiándome. Caminé casi a ciegas, a punto
de caerme, entonces decidí sentarme en el rellano de una puerta. Sentí el
corazón a punto de estallarme. Y decidí que no, que no iba a derrumbarme.
Respiré profundamente,
hasta que mi visión se hizo más clara, hasta que logré poner un dique a ese rio
de llanto que luchaba por desbordarse. Obligué a mis piernas a ser fuertes,
caminé sin prisa, tratando de calmar el dolor. Pero las palabras volvían, me
incendiaban por dentro, una y otra vez. Volvían con esa fuerza demoledora, como
olas feroces que arrastran todo a su paso.
Y el llanto amenazando otra vez con desbordarse.
Caminé a punto de
diluirme, como una muñeca de ceniza, con el alma perdida, tratando de
afianzarme a mí misma. Caminé con un sólo objetivo, llegar a casa, llegar a
salvo, antes de perderme en mi propio llanto.
Subí al autobús con la
mirada ausente, tratando de parecer normal, de no llamar la atención con mi
llanto. Huir de las miradas curiosas. Deseando no encontrar a nadie conocido, a
nadie que me interrogase. Me recargué en la ventana cerrando los ojos y de vez
en cuando las lágrimas escapaban. Me urgía llegar a casa, tirarme en la cama,
llorar lejos de las miradas curiosas. Un retorno demasiado lento para encontrar
un lugar en donde refugiarme.
Después de una hora
llegué a casa. Demasiado triste y agobiada para explicar nada. Repetir las
mismas palabras que escuché era como confirmar mi propia sentencia de muerte.
Necesitaba tiempo para recuperarme, para encontrar la fuerza que me permitiera
hablar sin derrumbarme. Necesitaba calma para pensar, para encontrar una luz,
por pequeña que fuera, una chispa, algo que pudiera mantenerme de pie. Pero eso
era imposible en ese momento, dentro de mí ocurrían todos los maremotos del
mundo al mismo tiempo.
Siguieron horas de
llanto, de incredulidad, de desvelo, de tristeza. Las horas amargas en que la
mente piensa una y otra vez lo que hasta hace poco era impensable: la muerte. Y
después de eso, ¿qué sigue? No importa ya nada, es como si me hubiera muerto en
el mismo momento en que escuché esas palabras. La más pesada oscuridad cayó
sobre mí, me rompió en pedazos. Un sentimiento de derrota me aplastó el alma.
Un dolor agudo de dejar lo que más amo. Una lucha desesperada, ¿contra quién? ¿Contra
quién hay que luchar para conseguir más tiempo? No hay a quién recurrir. No hay
nadie que me escuche. Sólo yo misma escucho mi propio llanto.
El dolor es demasiado
agudo para desvanecerse. Empieza la cuenta regresiva. Cada día, es un día menos
en mi cuenta por vivir. ¿Cómo puedo decirle a mi hijo que pronto no estaré con
él? Es sólo un niño. ¿Cómo puedo hacerme a la idea que no veré crecer? No podré
cuidarlo más. Nunca veré si será tal como lo he imaginado. No estaré para
apoyarlo. No podré jamás celebrar sus triunfos. Este es el final que no imaginé
nunca para mí. No quiero irme tan pronto, no ahora. No ahora que él es tan pequeño.
Sólo quiero abrazarlo y
que ese abrazo dure hasta la eternidad, más allá de todo lo posible. Quiero
darle en ese abrazo la fuerza para continuar, para vivir. Toda la fuerza que
rápidamente se va de mi cuerpo. Sólo quiero que sienta que este amor lo cobije
cuando yo… ya no esté.
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