viernes, 30 de mayo de 2014

NO, TODAVÍA NO




NO, TODAVÍA NO

Fue como entrar en otra dimensión, en una caída vertiginosa a un pozo oscuro. Mi cuerpo reaccionó como si hubiera recibido un golpe masivo. El corazón latió tan rápido que parecía a punto de romperse. Un dolor agudo en el pecho ante la incapacidad de respirar. Mis piernas temblaron y pensé que iba a caerme. Eso hubiera deseado, caerme, perder el conocimiento y después… simplemente despertar a mi vida de siempre.

Pero no caí, estaba parada frente a ese médico que sin piedad, sin consideración, sin ninguna sensibilidad humana me daba la noticia que nadie espera escuchar: que mi vida estaba acabada. Cada día sería peor al anterior, cada día me sentiría más agotada, cada día me volvería más incapaz de realizar las cosas más simples, cada día perdería las funciones más vitales. Y lo decía así, con la frialdad del hielo, como si hablara de un mueble inservible, viejo que hay que tirar a la basura.

Lo dijo con la soberbia de quién cree saberlo todo, de quién está acostumbrado a no ser cuestionado nunca en nada, de quién jamás se equivoca. En el tono de su voz no hubo ni siquiera un atisbo de compasión. No hay nada que hacer, no hay ningún remedio, reafirmó categóricamente. Sus palabras rebotaron en mi cabeza como un eco vibrante que aturdió todos mis sentidos. No hay nada que hacer, no hay remedio. Sus palabras me cimbraron en lo más profundo, me rompieron por dentro. Mis ojos parpadearon rápidamente en un intento desesperado de contener el llanto. Pero un dolor intenso me desgarraba hasta dejarme sin aliento. No pude evitarlo… de mis ojos brotó un río turbulento que ardía en mi rostro.

Respiré lenta y profundamente tratando de calmar el temblor de mi cuerpo, tratando de deshacer el nudo en mi garganta, tratando de controlar el mar que fluía de mis ojos. El médico seguía hablando, y lo que decía me era inconcebible. Dos frases habían llenado mi mente: No hay nada que hacer, no hay remedio. Dos frases que parecían circular por todo mi cuerpo, destruyéndolo. Entendía la lógica de su explicación, pero no me importaba. No necesitaba escucharla. Yo quería una solución, una posibilidad distinta, cualquiera, una esperanza.

Lo escuché como una autómata, obligándome a resistir, a estar de pie. Imprimió los resultados que tenía en su computadora, me mostró sus gráficas para reiterarme su resultado: No hay nada que hacer, no hay remedio. Gráficas que mostraban algo contundente, que daban la última estocada a mi corazón y a mi esperanza.

Tomé la carpeta, pagué la consulta. Las piernas me temblaban mientras me encaminaba a la salida. No quería mirar a nadie, ni que nadie me mirara a mí. Quería correr muy lejos, escapar de esas palabras. Pero las piernas se negaban a obedecer mis deseos, me temblaban. Las lágrimas que inundaban mis ojos, me impedían ver. Sentía mi corazón romperse y ese nudo enorme en la garganta no me dejaba respirar bien. Caminé tambaleante por la banqueta, asfixiándome. Caminé casi a ciegas, a punto de caerme, entonces decidí sentarme en el rellano de una puerta. Sentí el corazón a punto de estallarme. Y decidí que no, que no iba a derrumbarme.

Respiré profundamente, hasta que mi visión se hizo más clara, hasta que logré poner un dique a ese rio de llanto que luchaba por desbordarse. Obligué a mis piernas a ser fuertes, caminé sin prisa, tratando de calmar el dolor. Pero las palabras volvían, me incendiaban por dentro, una y otra vez. Volvían con esa fuerza demoledora, como olas feroces que arrastran todo a su   paso. Y el llanto amenazando otra vez con desbordarse.

Caminé a punto de diluirme, como una muñeca de ceniza, con el alma perdida, tratando de afianzarme a mí misma. Caminé con un sólo objetivo, llegar a casa, llegar a salvo, antes de perderme en mi propio llanto.

Subí al autobús con la mirada ausente, tratando de parecer normal, de no llamar la atención con mi llanto. Huir de las miradas curiosas. Deseando no encontrar a nadie conocido, a nadie que me interrogase. Me recargué en la ventana cerrando los ojos y de vez en cuando las lágrimas escapaban. Me urgía llegar a casa, tirarme en la cama, llorar lejos de las miradas curiosas. Un retorno demasiado lento para encontrar un lugar en donde refugiarme.

Después de una hora llegué a casa. Demasiado triste y agobiada para explicar nada. Repetir las mismas palabras que escuché era como confirmar mi propia sentencia de muerte. Necesitaba tiempo para recuperarme, para encontrar la fuerza que me permitiera hablar sin derrumbarme. Necesitaba calma para pensar, para encontrar una luz, por pequeña que fuera, una chispa, algo que pudiera mantenerme de pie. Pero eso era imposible en ese momento, dentro de mí ocurrían todos los maremotos del mundo al mismo tiempo.

Siguieron horas de llanto, de incredulidad, de desvelo, de tristeza. Las horas amargas en que la mente piensa una y otra vez lo que hasta hace poco era impensable: la muerte. Y después de eso, ¿qué sigue? No importa ya nada, es como si me hubiera muerto en el mismo momento en que escuché esas palabras. La más pesada oscuridad cayó sobre mí, me rompió en pedazos. Un sentimiento de derrota me aplastó el alma. Un dolor agudo de dejar lo que más amo. Una lucha desesperada, ¿contra quién? ¿Contra quién hay que luchar para conseguir más tiempo? No hay a quién recurrir. No hay nadie que me escuche. Sólo yo misma escucho mi propio llanto.

El dolor es demasiado agudo para desvanecerse. Empieza la cuenta regresiva. Cada día, es un día menos en mi cuenta por vivir. ¿Cómo puedo decirle a mi hijo que pronto no estaré con él? Es sólo un niño. ¿Cómo puedo hacerme a la idea que no veré crecer? No podré cuidarlo más. Nunca veré si será tal como lo he imaginado. No estaré para apoyarlo. No podré jamás celebrar sus triunfos. Este es el final que no imaginé nunca para mí. No quiero irme tan pronto, no ahora. No ahora que él es tan pequeño.

Sólo quiero abrazarlo y que ese abrazo dure hasta la eternidad, más allá de todo lo posible. Quiero darle en ese abrazo la fuerza para continuar, para vivir. Toda la fuerza que rápidamente se va de mi cuerpo. Sólo quiero que sienta que este amor lo cobije cuando yo… ya no esté.

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