sábado, 28 de septiembre de 2013

EL DRAGÓN DE LA MONTAÑA



Hace muchos, muchos años, en las tierras frías y congeladas de las altas montañas nevadas existió la  más extraordinaria y temible criatura de la que el hombre tenga memoria. En aquélla época la escasa población se distribuía en pequeños grupos, que no tenían contacto entre sí, debido al extenso territorio que los separaba. Y aunque el hombre ya había aprendido a fabricar ciertas herramientas de trabajo y para la caza, aún no se establecía en viviendas. Prefería refugiarse dentro de profundas cavernas naturales. Ahí encontraba el escondite perfecto cuando tenía que huir del más feroz de los depredadores.

Es cierto que durante generaciones el hombre había aprendido a organizarse en grupos para cazar grandes presas como el mamut. Su valor temerario le permitió sobrevivir en un mundo habitado por fieras salvajes. Bisontes y búfalos fueron algunas de sus presas más comunes. Pero un animal lo hacía huir a las profundidades de la tierra: el dragón de montaña.


Durante la época en que la tierra todavía estaba habitada por los últimos dinosaurios gigantes, sucedía que el enorme depredador surcaba los cielos con su  majestuoso vuelo. Su coraza deslumbrante brillaba con los rayos del sol, pudiendo mirarse desde muy lejos. El ruido del batir de sus alas inundaba los valles, provocando la huida en estampida de todos los seres vivos. La violencia de su aleteo ocasionaba un viento que hacía oscilar a los árboles peligrosamente. Su rugido podía escucharse a varios kilómetros haciendo cimbrar la tierra. El ruido que provocaba era un arma que solía utilizar para ahuyentar a cualquier animal que pudiera estar cerca cuando se alimentaba. Girando en enormes círculos buscaba alguna presa para alimentarse. Con enorme facilidad podía atrapar animales que no podían volar, de hecho ninguno de ellos podía competir con él. Tan sólo su tamaño, doce metros de largo, era motivo suficiente para temerle y peor era cuando de sus enormes fauces brotaba un fuego tan poderoso que era capaz de calcinar la roca en un instante. Sólo una especie perteneciente a la familia de los dinosaurios era capaz de enfrentarlo, el tiranosaurio rex. Cada enfrentamiento era a muerte, pero cuando el dragón se sentía acorralado recurría a su arma invencible: el fuego.



Sin embargo, la extinción llegó para los dinosaurios gigantes cuando un asteroide de enormes proporciones cayó en lo que hoy es el continente americano. La devastación fue inimaginable. El sólo impacto provocó una onda expansiva que acabó con millones de seres vivos al instante. Inmediatamente se originaron tsunamis gigantes que cambiarían para siempre la geografía del planeta. La obscuridad fue total mientras el polvo levantado por el impacto y el humo de los incendios, hacían la atmósfera irrespirable para los animales terrestres. Cientos de años tendrían que pasar antes de que la luz volviera a iluminar nuestro mundo. Los incendios   destruyeron y sobrecalentaron el planeta y acabaron con la flora que era el alimento de algunos animales sobrevivientes.


Muy pocas especies sobrevivieron al cataclismo, algunos refugiados en las profundidades del inmenso mar y otros sin que se sepa cómo, en ciertos puntos del planeta, en donde la devastación ocurrió en menor escala. Uno de los sobrevivientes, fue el dragón, quién como algunos de sus parientes reptiles aún era capaz de respirar bajo el agua, por lo que volvió al mar hasta que la tierra nuevamente fue habitable. Cuando regresó a la superficie terrestre,  tuvo que realizar varias adaptaciones para seguir existiendo por miles de años todavía, prolongando su estancia mucho tiempo después de que los primeros homínidos hicieron su aparición en el planeta.


El dragón encontró su nuevo hogar en la alta montaña. Su capacidad de lanzar fuego le permitió procurarse un refugio en las cavernas más elevadas, las cuales podía mantener lo suficientemente cálidas lanzando fuego de sus fauces hacia las paredes de roca. Además, de su ancestro marino había heredado una proteína que le permitía soportar el frío y evitaba que su sangre se congelara. Sin embargo debía procurarse alimento por lo menos cada tres semanas, momentos en que salía de su refugio para ir de cacería. Era entonces cuando ningún ser vivo podía considerarse a salvo. El hombre astutamente aprendió a esconderse, pero aunque se alejaba lo más posible de la guarida de su enemigo, ningún lugar era completamente seguro, dada la enorme distancia que el dragón podía recorrer fácilmente.


 El gigante de los cielos, desarrolló también la capacidad de hibernar durante la temporada del glaciar invierno. Su sobrevivencia era muy difícil y  no existían muchos de ellos, debido a que cada uno requería de una extensión enorme de territorio donde vivir. La mitad de los jóvenes dragones morían en la lucha por el territorio.  Tenían que sobrevolar cientos de kilómetros a la redonda en busca de alimento o de alguna hembra para aparearse, su fino y muy desarrollado olfato fue crucial en ambas tareas.


Llegada la época de celo, la hembra emitía un olor que era percibido a miles de kilómetros de distancia, los dragones macho acudían al llamado sobrevolando desde lejanas montañas.  Vestidos con deslumbrantes colores, azul, verde, rojo y plateado, para intimidar a los rivales y atraer a la hembra, llegaban a la cita. No obstante, con la presencia de otros machos, tenían que pelear para ganar el derecho a aparearse.  La lucha podía culminar en la muerte de alguno de ellos,  Sólo el macho más fuerte se reproducía, mientras que el perdedor si lograba sobrevivir se alejaba, hasta la siguiente temporada de apareamiento, cuando nuevamente volvería a luchar por la oportunidad de perpetuarse.


El vencedor y la hembra realizaban una danza de amor temeraria en el cielo. Se perseguían en uno al otro en un cortejo seductor que podía durar por días. Realizando arriesgadas piruetas y acrobacias, exhibían un cuerpo que demostraba ser más fuerte y ágil de lo que era posible imaginarse, considerando su tamaño y peso. Entrelazando sus extremidades daban veloces giros, y súbitamente se lanzaban en una deslumbrante caída libre hacia el fondo del valle, para levantar el vuelo a escasos metros del suelo. Parte de la demostración de su salud y fuerza física era el lanzar llamas hacia enormes rocas que podían caer en pequeños trozos calcinados. Esto confirmaba a la hembra que el macho era lo suficientemente sano y fuerte para usar su fuego en algo que no era necesario. Después del festín de amor, se separaban y el macho volvía a su propio territorio.


La fuerza y el tamaño hacían que el monstruo del cielo fuera invencible para el hombre, quien generalmente huía aterrado ante su presencia. Sucedía  muchas veces que arrebataba su botín a algún grupo de cazadores, que al notar su aparición en lo alto del cielo corrían a buscar refugio. Sus rudimentarias lanzas y cuchillos de obsidiana no podían causar daño en la gruesa piel escamada del dragón, cuya dureza la hacía tan impenetrable como la misma roca. Miles de años pasaron huyendo de esta fiera, y miles de hombres murieron antes de que pudieran comenzar a conocer sus hábitos y a encontrar la manera de acabar con él.



A pesar de que por mucho tiempo huyeron de la bestia, aprendieron a observar sus hábitos desde la lejanía. Asombrados, miraban el fantástico y osado ritual de cortejo escondidos en las cavidades de las rocas. Después, veían que por algunos años, la hembra se dedicaba al adiestramiento del polluelo en el vuelo y la caza. Siete años aproximadamente duraba el entrenamiento, hasta que finalmente lo lanzaba a buscar su destino cuando su coraza de escamas comenzaba a adquirir coloridas tonalidades.


Como hábiles cazadores que eran capaces de rastrear y abatir grandes manadas, los hombres, planearon la forma más efectiva de emboscar al terrible rival. Se percataron de que ello sólo podía ser posible en el momento en que la hembra se encontraba más vulnerable: cuando estaba dedicada a empollar los huevos o durante la crianza, porque era un proceso que realizaba sin la ayuda del macho. De este modo, dado que el hombre no podía vencer a la bestia adulta, encaminó sus esfuerzos a realizar el exterminio desde la cuna.


Como todo mundo puede imaginarse, la  hembra tenía que mantener calientes a los huevos. Algunos reptiles entierran sus huevos en abono activo para aprovechar el calor. Pero para la hembra dragón la tarea era más difícil en las montañas en donde todo está congelado siempre, debía utilizar otros recursos. Para ello, apilaba cuidadosamente los huevos entre rocas que no fuesen demasiado grandes y pesadas como para romperlos. Aunque esto era poco probable, debido a que el cascaron era tan grueso y resistente, que sólo podía abrirse, cuando se aplastaba con un fuerte golpe entre dos rocas.


La madre llevaba un constante y cuidadoso control de la temperatura, gracias a unos sensores ubicados en la lengua que le permitían saber cuando esta bajaba demasiado. Entonces lanzaba fuego al montón de rocas, las cuales retenían el calor y lo liberaban lentamente. Tenía que mantener una temperatura estable sobre los huevos, para que los embriones no murieran y pudieran completar el proceso de incubación.


Gracias al calor que absorben las rocas, podía lograr su objetivo, sólo que para ello tenía que estar constantemente calentando las rocas día y noche. Su tarea hacía que fuera necesario alimentarse con cierta frecuencia para que la digestión de la comida produjera el gas que le permitiera lanzar fuego de sus fauces. Pero ir de cacería no era fácil, al mismo tiempo que debía estar cerca del nido tanto para mantener la temperatura, como para protegerlo de los depredadores. Y aún con todo su empeño y dedicación no siempre lograba su propósito. No ponía a incubar más de dos huevos a la vez, aunque lo más común era que sólo lograra eclosionar uno.


Durante mucho tiempo, el principal depredador fue el mismo macho de su especie, quien para eliminar la competencia de aparearse podía comerse los huevos o a las mismas crías recién nacidas. Por lo que la hembra tenía mucho cuidado de guardar en secreto el lugar en donde mantenía incubando sus huevos. A veces,  también la hembra debía luchar con el mismo padre de sus hijos para protegerlos y aunque generalmente ella era más grande de tamaño, la debilidad por no alimentarse durante días enteros, en ocasiones la hacían perder el combate.


Como sucede con los reptiles actuales, lo huevos que son incubados a mayor temperatura dan nacimiento a bebés macho y los de menor temperatura a hembras. Quizás, por la dificultad de cuidar el proceso de incubación y conseguir alimento al mismo tiempo, comenzaron a nacer más hembras que machos, creando un desequilibrio que puso en peligro la sobrevivencia de la especie. Así que la población de animales disminuyó drásticamente, situación que sin duda, ayudaría al hombre a ganar la batalla a su gigante rival.


Cuando las criaturas nacían, la hembra permanecía todavía algunos años a su cuidado. Debía procurarles alimento y calor mientras crecían y adquirían fortaleza para aprender el vuelo. Así iba y venía trayendo comida en el estómago, la cual regurgitaba en la boca de sus hijos. El primer vuelo de estas criaturas se realizó siempre desde los más altos acantilados. Después venía la etapa de enseñarles a cazar y producir el fuego de sus fauces.


De esta manera, después de una cuidadosa observación y con el tiempo, llegó la ocasión en que el hombre descubrió estos refugios en lo más alto de alguna montaña, donde el acceso era casi imposible. Los guerreros más intrépidos escalaron los altos y resbaladizos muros de hielo hasta llegar al nido, y ahí esperaban pacientemente a que la hembra saliera en busca de comida. Y cuando ello ocurría, aprovechaban para destrozar los huevos o asesinar a las criaturas aladas recién nacidas. No obstante la ausencia de la madre, el extermino de las criaturas no se hacía más fácil pues el instinto de supervivencia las hacía luchar ferozmente, aunque su incapacidad de lanzar fuego a tan corta edad, las hacía más vulnerables. Finalmente el trabajo en equipo y su gran habilidad de cazadores aunado a sus rudimentarias armas, lograban la diferencia cuando la madre no estaba y no llegaba a tiempo para defender a sus criaturas.


A través de todos estos años, el dragón se convirtió en objeto de veneración. Su cualidad única de lanzar fuego hacía que los hombres lo llamaran el demonio de la montaña. El dominio visual que tenía desde las alturas, le hacía sentirse al hombre, en peligro constante. No había ningún ser al que le temieran más. Creían que cuando un dragón miraba a los ojos a un hombre lo paralizaba y era capaz de adivinar sus pensamientos y anticiparse a cualquier ataque.


Cuando los hombres ubicaban un nido, se preparaban para una expedición de la que sin duda, algunos no volverían. Entre todos, afilaban y reforzaban sus armas. En aquélla época, habían logrado hacerse de algunos colmillos que recogían de los dragones caídos durante el combate con rivales de su misma especie. Su resistencia y tamaño, de 25 centímetros de largo, los hacían ideales para ser usados como puntas de lanzas. Sólo con ellos habían logrado atravesar la acorazada piel, que era muy resistente, aún en las criaturas pequeñas.


El grupo danzaba alrededor del fuego en los días que duraba la preparación de las armas. Al mismo tiempo, entonaban cánticos  para implorar su protección y ayuda para la batalla. Mientras tanto, de en medio del bosque salía un hombre con lengüetas de fuego pintadas en el rostro y que vestía una capa hecha de escamas. En representación del monstruo, con furia, desparramaba y pisoteaba la fogata. Los guerreros lo perseguían por un tiempo, volvían a encender el fuego y simulaban lanzarlo a él. Tenían la firme creencia de que sólo el poder del fuego podía vencer al fuego del dragón, y quizás, fue el momento en que éste se convirtió en el dios que posteriormente venerarían varias tribus.


Numerosos fueron los combates que tuvo que realizar para acabar con el más temible de sus enemigos, tal vez, el único que podía haberlo exterminado como especie. Los pocos enfrentamientos directos que el hombre llegó a tener, fueron con la madre cuando enseñaba a cazar a sus hijos. Su necesidad de protegerlos la hacía vulnerable, pero después de intentarlo varias veces, los cazadores comprendieron que no podrían vencerla, aunque sí consiguieron en ocasiones, arrebatarle a sus criaturas. Muchos hombres murieron completamente destrozados, aplastados y calcinados. La piel de sus rostros a veces se fundía como la cera, haciendo desaparecer sus rasgos o convirtiéndolos en seres deformes y grotescos. Estremecedores gritos de dolor brotaban de la boca de los más valientes, en medio del arrasador fuego que los consumía vivos. Si algún hombre lograba sobrevivir, lo cual era poco probable, era considerado un ser especial, como un vencedor del fuego. En gratitud, por su valor de enfrentar al monstruo y liberarlos de él, la tribu solía hacerse cargo de su cuidado hasta el final de sus días con veneración y respeto.


Pasaron miles de años antes de que el hombre pudiera encontrar los nidos de dragones, pero cuando ello ocurrió, no hubo piedad para las criaturas. Los aguerridos hombres, determinados a vencer a su enemigo mortal, entraban sigilosamente a la guarida. Con furia enterraban sus armas sobre el cuello del pequeño dragón, quien en medio de la desesperación y dolor, lanzaba golpes a sus atacantes. Muchos cazadores murieron aplastados por alguna de las extremidades, o del golpe de las alas de su víctima. El ataque continuaba hasta que el cuerpo estaba completamente inerte. Los vencedores tomaban como trofeo los pequeños dientes de la criatura, con los que después se hacían un collar para celebrar su triunfo.



En alguna cueva de una de las montañas más altas, todavía yacen los restos de estas criaturas, cuya madre no pudo salvarles. Congelados en temperaturas bajo cero, yacen también los cuerpos de los hombres que murieron en el combate. En algún lugar, muy oculto, se encuentran también los huevos de dragón que nunca eclosionaron y que algunos guerreros se atrevieron a robar para asegurarse el éxito en sus batallas contra los animales.


Los hombres, por mucho tiempo, transmitieron a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, el recuerdo de su temible enemigo. Y por cientos de años todavía, no se atrevieron a construir sus viviendas a cielo abierto a pesar de que podían hacerlo.  Su gran temor a ser un blanco fácil para los dragones los mantuvo en las cuevas, hasta que la existencia del demonio de la montaña, comenzó a ser una leyenda.


Sólo cuando estuvieron completamente seguros de que los animales gigantes no volverían a surcar los cielos, los hombres decidieron abandonar las cuevas e iniciaron la era de la agricultura con la domesticación de las plantas y los animales.


Desde entonces, vagos recuerdos se transmitieron de generación en generación, sobre un animal que hoy todos creen que es producto de la imaginación del hombre. Las evidencias son difíciles de hallar. Las cuevas que un día habitaron, no son lugares a los que el ser humano actual pueda acceder y visitar. Pero congeladas en el tiempo, están las pruebas de su existencia, y de la batalla librada con el más terrible enemigo que el hombre haya tenido jamás. El titán alado, en un sueño invernal eterno, espera a ser encontrado. 



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