viernes, 28 de septiembre de 2012

EL RAPTO




EL RAPTO

Todos salieron corriendo tan rápido como era posible. Tenían que esconderse, el ejército venía en camino. El vigía que estaba apostado en lo alto del cerro les había dado la señal. Sabían que en cuestión de treinta o cuarenta minutos ellos llegarían. Todos los días eran así. También tenían que esconderse de los revolucionarios y de los bandidos. Al final de cuentas todos hacían lo mismo, se llevaban a los hombres para pelear, abusaban de las mujeres, se las robaban y también les quitaban las pocas provisiones que tenían.

Ya habían pasado varios años en esa situación, y durante todo ese tiempo lograron sobrevivir escondiéndose en las cuevas, en lo más alto de los cerros. Tenían lugares específicos en donde guardar sus provisiones y sus utensilios para cocinar.   Cuando les era posible sembraban un poco de maíz en los lugares más ocultos. Pero a veces eran descubiertas sus milpas y los dejaban sin nada. No sólo se robaban sus provisiones, también las mujeres, se las llevaban sin que nadie pudiera hacer nada. En el pueblo sólo quedaban ancianos, mujeres  niños.

Teodora creció así, huyendo continuamente a través de los cerros, ella y su hermano eran los únicos sobrevivientes de toda su familia, sus demás hermanos murieron de hambre, su padre se fue con los revolucionarios y no había vuelto. Como todas las mujeres jóvenes y bonitas se llenaba de lodo y tizne para no llamar la atención de ningún hombre. El cabello despeinado y sucio, la ropa desgarrada, los pies descalzos, pero aún así le gustó a un coronel del ejército. Cuando ellos entraron al pueblo, ella había corrido para esconderse, pero no pudo hacerlo tan rápido, días antes se lastimó el pie, cuando al saltar una cerca una piedra le cayó encima. Los hombres a caballo la alcanzaron sin dificultad. Habrían abusado de ella, pero el coronel los detuvo y decidió quedársela. Nadie podía oponerse a su voluntad y se la llevó muy lejos.  

Por muchos años no se supo nada de ella. Tiempo después de que la revolución terminó, cuando ya nadie la esperaba, un día volvió. Llegó pálida y flaca. Sólo dijo que se había escapado y a nadie le contó lo que al lado del coronel vivió. Desde entonces su vida consistió en trabajar su parcela, sembrando maíz y flores de gladiola que después salía a vender. Siempre estaba callada,  una profunda tristeza se notaba en sus ojos negros. No lloraba, no hablaba, sólo su mirada vacía,  perdida, y, su silencio insinuaba el dolor de su alma.

No tenía amigas, ni le gustaba conversar, elegía un encierro voluntario en su cuarto.  Ahí en esa habitación de paredes gruesas y descarapeladas de viejas,  pasaba las horas de la tarde. De un palo entroncado en la esquina colgaban los pocos vestidos que tenía. Un lugar oscuro con un piso de tierra. Un par de sillas eran todos sus muebles y unos cuantos trastos se sostenían de clavos en la pared. Desde el techo de teja alto, pendía un canasto donde guardaba sus escasas provisiones. Apenas un poco de carne seca, frijol, arroz, azúcar, café y  pan. En la tarde se la veía preparando en su fogón de leña la comida en una olla de barro y su café. A veces remendaba sus ropas que ya estaban muy viejas. Hacía todo sin prisa, con infinita paciencia. Y aunque vivía en la casa de su hermano ella prefería siempre estar sola. A veces algún sobrino pequeño se asomaba curioso a ver que estaba haciendo, no lo regañaba, pero su trato era hosco y podría decirse que hasta indiferente. Pronto los niños aprendieron a mantenerse alejados, les parecía extraña.

Pasaron los años y ella se mantuvo alejada de cualquier persona, no quiso volver a casarse a pesar de que era una mujer hermosa y tuvo oportunidades. No deseaba saber nada de los hombres y parecía no querer saber nada de nadie. Lo que sucedió durante el tiempo en que fue raptada jamás nadie lo supo. Sin duda era un secreto que empañó su alma. No se le vio reír nunca, ni se le vio ilusionarse con nada. A veces alguien de la familia se acercaba con la intención e conversar, pero ella era parca en sus respuestas, cortante. No era grosera, pero se mantenía distante, no quería compartir el tiempo  ni las palabras.

Un día se siguió al otro, la misma rutina todos los días. Hacía sus labores con precisión y destreza. A media mañana tomaba un descanso sentada sobre una piedra y su mirada se perdía en el horizonte. Miraba sin ver o quizás lo que veía no estaba fuera sino dentro. En ese lugar donde se quedan guardados los momentos más buenos y más malos. Donde el fuego de las heridas seguía ardiendo. Comía por comer, como si el gozo de la vida se hubiera ido hace tiempo. Sólo lo suficiente para mantener el cuerpo.

Los años pasaron lentos, nadie jamás la vio quejarse. Nadie tampoco vio una sonrisa en sus labios.  Su piel envejeció y el cabello adquirió el color gris de su alma. A veces enfermaba y sin poder trabajar se quedaba sin dinero. Entonces para comprar comida sacaba una moneda de oro que nadie supo de dónde obtenía. Lento, llegó el momento en que el tiempo venció al cuerpo. Recostada sobre su petate esperó el final de sus días. No había pesar, ni miedo en sus ojos. El último respiro dibujó el alivio en su rostro. Al fin sereno, esa helada mañana de enero. Ese día que sabía, era el último. 


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