EL RAPTO
Todos
salieron corriendo tan rápido como era posible. Tenían que esconderse, el
ejército venía en camino. El vigía que estaba apostado en lo alto del cerro les
había dado la señal. Sabían que en cuestión de treinta o cuarenta minutos ellos
llegarían. Todos los días eran así. También tenían que esconderse de los
revolucionarios y de los bandidos. Al final de cuentas todos hacían lo mismo,
se llevaban a los hombres para pelear, abusaban de las mujeres, se las robaban
y también les quitaban las pocas provisiones que tenían.
Ya habían
pasado varios años en esa situación, y durante todo ese tiempo lograron sobrevivir
escondiéndose en las cuevas, en lo más alto de los cerros. Tenían lugares
específicos en donde guardar sus provisiones y sus utensilios para
cocinar. Cuando les era posible
sembraban un poco de maíz en los lugares más ocultos. Pero a veces eran
descubiertas sus milpas y los dejaban sin nada. No sólo se robaban sus
provisiones, también las mujeres, se las llevaban sin que nadie pudiera hacer
nada. En el pueblo sólo quedaban ancianos, mujeres niños.
Teodora
creció así, huyendo continuamente a través de los cerros, ella y su hermano eran
los únicos sobrevivientes de toda su familia, sus demás hermanos murieron de
hambre, su padre se fue con los revolucionarios y no había vuelto. Como todas
las mujeres jóvenes y bonitas se llenaba de lodo y tizne para no llamar la
atención de ningún hombre. El cabello despeinado y sucio, la ropa desgarrada,
los pies descalzos, pero aún así le gustó a un coronel del ejército. Cuando
ellos entraron al pueblo, ella había corrido para esconderse, pero no pudo
hacerlo tan rápido, días antes se lastimó el pie, cuando al saltar una cerca
una piedra le cayó encima. Los hombres a caballo la alcanzaron sin dificultad.
Habrían abusado de ella, pero el coronel los detuvo y decidió quedársela. Nadie
podía oponerse a su voluntad y se la llevó muy lejos.
Por muchos
años no se supo nada de ella. Tiempo después de que la revolución terminó, cuando
ya nadie la esperaba, un día volvió. Llegó pálida y flaca. Sólo dijo que se
había escapado y a nadie le contó lo que al lado del coronel vivió. Desde
entonces su vida consistió en trabajar su parcela, sembrando maíz y flores de
gladiola que después salía a vender. Siempre estaba callada, una profunda tristeza se notaba en sus ojos
negros. No lloraba, no hablaba, sólo su mirada vacía, perdida, y, su silencio insinuaba el dolor de
su alma.
No tenía
amigas, ni le gustaba conversar, elegía un encierro voluntario en su
cuarto. Ahí en esa habitación de paredes
gruesas y descarapeladas de viejas,
pasaba las horas de la tarde. De un palo entroncado en la esquina
colgaban los pocos vestidos que tenía. Un lugar oscuro con un piso de tierra.
Un par de sillas eran todos sus muebles y unos cuantos trastos se sostenían de
clavos en la pared. Desde el techo de teja alto, pendía un canasto donde
guardaba sus escasas provisiones. Apenas un poco de carne seca, frijol, arroz,
azúcar, café y pan. En la tarde se la
veía preparando en su fogón de leña la comida en una olla de barro y su café. A
veces remendaba sus ropas que ya estaban muy viejas. Hacía todo sin prisa, con
infinita paciencia. Y aunque vivía en la casa de su hermano ella prefería
siempre estar sola. A veces algún sobrino pequeño se asomaba curioso a ver que
estaba haciendo, no lo regañaba, pero su trato era hosco y podría decirse que
hasta indiferente. Pronto los niños aprendieron a mantenerse alejados, les
parecía extraña.
Pasaron los
años y ella se mantuvo alejada de cualquier persona, no quiso volver a casarse
a pesar de que era una mujer hermosa y tuvo oportunidades. No deseaba saber
nada de los hombres y parecía no querer saber nada de nadie. Lo que sucedió durante
el tiempo en que fue raptada jamás nadie lo supo. Sin duda era un secreto que
empañó su alma. No se le vio reír nunca, ni se le vio ilusionarse con nada. A
veces alguien de la familia se acercaba con la intención e conversar, pero ella
era parca en sus respuestas, cortante. No era grosera, pero se mantenía
distante, no quería compartir el tiempo
ni las palabras.
Un día se
siguió al otro, la misma rutina todos los días. Hacía sus labores con precisión
y destreza. A media mañana tomaba un descanso sentada sobre una piedra y su
mirada se perdía en el horizonte. Miraba sin ver o quizás lo que veía no estaba
fuera sino dentro. En ese lugar donde se quedan guardados los momentos más
buenos y más malos. Donde el fuego de las heridas seguía ardiendo. Comía por
comer, como si el gozo de la vida se hubiera ido hace tiempo. Sólo lo
suficiente para mantener el cuerpo.
Los años
pasaron lentos, nadie jamás la vio quejarse. Nadie tampoco vio una sonrisa en
sus labios. Su piel envejeció y el
cabello adquirió el color gris de su alma. A veces enfermaba y sin poder
trabajar se quedaba sin dinero. Entonces para comprar comida sacaba una moneda
de oro que nadie supo de dónde obtenía. Lento, llegó el momento en que el
tiempo venció al cuerpo. Recostada sobre su petate esperó el final de sus días.
No había pesar, ni miedo en sus ojos. El último respiro dibujó el alivio en su
rostro. Al fin sereno, esa helada mañana de enero. Ese día que sabía, era el
último.
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