Y la felicidad
que no vuelve.
Se fue un día,
sin decir nada, de la misma forma que llegó. No me dí cuenta, pero un día, simplemente
ya no estaba.
La busqué en el
atardecer, en mi libro favorito, en mi canción preferida, en ese vestido azul que
desee por mucho tiempo, en el delicioso helado de zarzamora con queso que disfrutaba
comer mientras me sentaba en el zócalo, en las cerezas rojas que pocas veces
podía comprar por tan caras que eran, en el pay de fresa con queso de esa
famosa panadería, en el aroma de los nardos y jazmines que compraba los fines
de semana, en el jugo de toronjas que bebía en los días calurosos de primavera,
en la exquisita lagosta que comía en la playa, en la cima de la montaña que
subía por las mañanas, en el hermoso lago donde se daban cita los patos y las
garzas.
Pero se fue
silenciosamente, sin dejar huella, sin avisar, sin extrañarme.
Y la he buscado
sin prisa, tranquilamente, segura de que en algún lado o en alguna cosa la iba
a hallar, pero se ha escondido bastante bien, quizás acecha trepada en un árbol
o en las aguas tibias del mar…pero en cada lugar en que pensé la hallaría, no
he encontrado nada, sólo un vacío, un vacío muy grande que sabe a hastío.
Y desde aquél
día, ha pasado mucho tiempo, un tiempo que es como si no hubiera pasado, porque sabe a nada, está
vacío de emociones, de sueños.
A veces, todavía
recuerdo aquéllos días en que los sueños parecían posibles con un poco de
esfuerzo, pero llevo mucho tiempo esforzándome, esforzándome mucho y es como si
una corriente contraria me arrastrara para no dejarme avanzar a pesar de todo
mi empeño. Ha sido agotador esforzarse demasiado para no tener nada.
En realidad
siempre fue así, nunca tuve nada. Si siquiera me he tenido a mi misma. Toda mi
atención estuvo siempre concentrada en cuidar mi salud, no podía ser de otra
manera, era estrictamente necesario e indispensable. Había que cuidar tantos
detalles, estar pendiente de realizar ciertas rutinas, ciertos ejercicios, tener
descansos suficientes para no agotar mi cuerpo, preparar comidas adecuadas,
mantener el equilibrio en todo momento, una pequeña omisión, un descuido, era
suficiente para echarlo todo a perder.
Y me cansé, me
cansé de cuidar todo, se seguir todos y cada uno de los pasos, de estar atada a
todas esas rutinas, para conservar mi vida, para mantener mi salud. Y ¿para
qué? Si he perseguido los sueños sin alcanzarlos. Si mi estancia en este mundo
es irrelevante. A nadie le importa ahora y a nadie le importó nunca.
Lo supe desde
muy pequeña, nunca fui la preferida de nadie, sin importar cuánto me esforzara
no logré tener el afecto de nadie, vamos ni siquiera tener la atención. Y la
verdad es que entonces no me importó, como no me importa ahora. La vida me
dolía demasiado como para preocuparme por eso.
Mi atención y mi
esfuerzo estuvo centrado siempre en sobrevivir. Se convirtió en un reto. Cuanto
más difícil parecía mi existencia, más disfrutaba de contrariarla. Los médicos
decían que era imposible que yo estuviera viva, que físicamente mi cuerpo no estaba
preparado para sobrevivir, y yo me empeñaba en demostrar lo contrario. Y lo he
logrado tanto, que aún estoy viva, aún respiro, aún corro, como cualquier otro
ser humano.
Pero esta vida ya no me sabe a nada. Cómo si me
hubieran robado las emociones, la alegría y la tristeza principalmente.
Es extraño,
todos temen la muerte, pero yo la deseo, la espero con ansias. Quizás porque sé
que la muerte total no existe, que cuando el cuerpo deja de funcionar, le
sobrevive el alma, el espíritu. Y además porque estoy cansada, muy cansada de
habitar este cuerpo. Un cuerpo enfermo, que duele, que se agota fácilmente. He
vivido demasiado en él. Y no le veo el sentido de continuar en él, no cuando sé
que podría estar en otro, vivir en otro como ya lo he hecho.
Lo recuerdo,
aquél día que tuve aquélla visión, para algunos sería un sueño, un deja vú, o
una alucinación, pero yo lo sé con certeza, algo dentro de mí lo sabe, es un
recuerdo, un recuerdo muy lejano, no de esta vida. Pero fue muy claro, ahí
estaba, de pie, dentro de ese cuerpo grande, muy fuerte y muy alto. Un cuerpo
que es todo lo contrario de este. Podía sentir esa fuerza dentro de mi, sí, y podría decir esa expresión: “fuerte como un
roble”. Nunca me había sentido frágil o débil, pero en aquel momento, al
sentirme dentro de ese cuerpo y de pronto en un instante volver a este cuerpo
que es mío, pude notar esa diferencia abismal. Sí, ahora lo reconozco, ahora
puedo darme cuenta al comparar las dos sensaciones, éste cuerpo mío es frágil,
débil y muy vulnerable.
No, no me
preocupa la muerte, que sólo significa
irme de este cuerpo, salir de él, liberarme. Lo anhelo. Quiero ese día en que
no tenga que sentir este dolor, este cansancio, salir de esta prisión. A veces
lo he hecho, en sueños me fugo de él y entonces puedo estirarme completamente,
mover el cuello hacia todos lados, caminar ligera, sin esa tensión en la
espalda, sin ese dolor en el cuello, en la pierna. ¡Es maravilloso! Y es
increíble. No hay nada que temer, lo único que me espera es la liberación.
Sí, ya sé que
suena a locura, de hecho nadie lo cree, pero yo estoy segura de ello. Esta es
tan sólo una de mis vidas, distinta a otras anteriores que le tenido, de las
que puedo tener breves visiones.
Sin embargo,
cuando abro los ojos, aún estoy aquí, no sé para qué. Mi vida no parece
importarle a nadie y a mi tampoco me interesa ya importarle a alguien.
Aquél día en que
me importaba el amor de alguien quedó atrás, muy atrás. Si algún día quise ser
amada por mi padre, ser acurrucada entre sus brazos, hoy ya no importa. No
importa desde que me dí cuenta que su desamor no era culpa mía y que nada de lo
que hiciera me ayudaría a ganarme su
amor. Él no me quería y no podría haberme querido nunca, por una simple razón,
era incapaz de amar.
Aquél día que lo
supe se acabó el sufrimiento, entendí que no podía darme lo que nunca había
tenido. Él me dio lo que sabía dar y no otra cosa, y tal vez, eso que me dio
era una forma de amor que yo no supe entender. A veces, el amor se esconde
detrás de actos que parecen de indiferencia, de desatención, de frialdad o de
exigencia. En realidad esto no es tan extraño, hay quien relaciona el amor a la
violencia, al maltrato, a los celos o al acoso.
No persigo el
amor, no persigo los sueños, estoy tan cansada de esforzarme tanto para estar
viva y saludable. Ya no quiero perseguir nada. Sólo quiero estar tranquila, en
paz, sin exigirme lo que no puedo dar. Tal vez, estoy cansada porque me he
exigido mucho más de lo que podía dar. Finalmente, este cuerpo tiene límites,
muchos límites.
Tampoco quiero
perseguir la felicidad, esa especie de locura, de euforia que todo el mundo
desea, pero que es tan breve. Creo, es mejor
estar en paz, sin pretender nada. Lo que ha de llegar a mi vida,
simplemente ha de llegar.
De niña sabía
que no era nadie, que no era importante y siempre quise pasar desapercibida,
que nadie me notara, ser invisible, que nadie me viera. Así era mejor, ser
ignorada, eso era mucho mejor que las miradas morbosas y malintencionadas. En
un principio esas miradas fijas, dolían, lastimaban, después no importaron,
como muchas cosas no importan más.
Hoy he
conseguido de verdad ser nadie para mí misma y para los demás. Sin sueños que
perseguir, sin metas que alcanzar, los días pueden sucederse uno tras otro sin
ningún sentido. Sólo sigo mi propio ciclo, como el árbol que tira sus hojas
cada cierto tiempo. Los ciclos que están inscritos en mi cuerpo, en la vida, en
el tiempo. Así pasan los días.
Pero no, tampoco
estoy triste, pues sólo he reconocido lo que soy: nadie. No importa tener nada,
pues nunca tuve lo que quería. Hoy simplemente, no quiero nada. Acepto,
solamente acepto lo que la vida me ofrece. Y tampoco puedo decir que la vida
sea miserable, tengo más de lo que es necesario. ¿Que hubiera querido tener
otras cosas?, sí. Pero no las tuve. Me cansé de poner todo mi esfuerzo en
tenerlas sin obtener resultados.
Quizás no las
tuve porque no me correspondía tenerlas o porque ya las tuve alguna vez, hace
mucho tiempo, tanto que no lo recuerdo. No ahora, sino antes, mucho antes de
ser yo. Mucho antes de estar en este cuerpo. Mucho antes de estar en esta vida.
Como ese cuerpo fuerte, grande, sano, que un día tuve y que por un breve
instante pude recordar.
Quizás ahora me
correspondía estar en este cuerpo, sentirlo, gozarlo, sufrirlo, disfrutarlo,
cuidarlo hasta el cansancio. Quizás ese era todo el sentido de esta vida,
sobrevivir a este cuerpo. Aprender todo a través de él y por él. Y por eso
estoy aquí, en este lugar, no en otro, porque este es mi lugar, el lugar en
donde debía estar.
Estoy aquí, en
este lugar, con este cuerpo, con esta vida aunque no me guste, aunque esté
cansada. Porque así tiene que ser, no de otra manera. Si me gusta o no, es
irrelevante, Dios no concede caprichos. Y la felicidad, dejó de ser, alcanzar
los sueños. La felicidad se convirtió en nada. Cuando se lucha tanto sin
alcanzar nada. Lo que queda es el cansancio, sólo el cansancio. No quedan
fuerzas, no quedan deseos. Sólo se sobrevive.
He llegado hasta
aquí, y es demasiado para una vida de dolor y de desencanto. No me quejo. ¿Con
quién habría de quejarme? Me fastidian
las quejas y las personas quejumbrosas. No quiero ser un fastidio para nadie,
menos para mí misma. Prefiero el silencio. El silencio es un buen compañero, me
lleva a mí misma. Ahí dentro, en lo más profundo, puedo encontrar un lugar
tranquilo donde el dolor no llega.
Por un instante,
muy breve, respiro profundo, cierro los ojos y en ese silencio, soy libre.