EL HOMBRE DE LOS ESCORPIONES
Cuentan
que hace algunos años, en un pequeño pueblo enclavado entre las altas montañas
de la sierra, hubo un misterioso señor con un peculiar poder. Nadie sabía de
dónde venía, si tenía familia o no. Su nombre era Román Rivera, tenía una
mirada penetrante, aguda y fría. A nadie le gustaba mirarlo a la cara. Por
alguna razón inexplicable, todos sentían cierta aversión hacia él, pero a Román
Rivera esto no le importaba. Era común que anduviera en los pueblos ubicados en
la parte más alta de la sierra. Se aparecía
a cualquier hora del día, y se dirigía a cualquier persona con una
familiaridad que resultaba incomoda, pero nadie era capaz de mostrar o decir su
molestia. Aún contra su propia voluntad, todos soportaban su presencia. Y esto
era precisamente lo que resultaba más inexplicable. ¿Por qué, o cómo es que todos
eran obligados a soportarlo?
Él
podía decir o hacer cualquier cosa que quisiera, sin que nadie se atreviera a
decirle nada. Y así sucedía que, cuando iba por la calle y se encontraba alguna
pareja, se paraba en frente de ellos y dirigiéndose
al hombre decía:
-Oye
amigo, me gusta tu mujer, préstamela y en cuatro días te la regreso.
Cuando
Román Rivera decía estas palabras, era como si un hechizo se apoderara de la
voluntad del hombre al que se dirigía, porque no atinaba a replicar nada, como
si de súbito se hubiera vuelto mudo.
Además a un sólo gesto de Román Rivera, la mujer lo seguía dócilmente y
completamente callada hacía todo lo que le ordenara. Y tal como lo dijera, a
los cuatro días, cualquier mujer que se llevara era devuelta. Es por esto que
toda la gente afirmaba que Román Rivera estaba empautado, es decir, tenía pacto
con el diablo.
Estuvo
durante un año, haciendo en los pueblos todo lo que quería, tomando a todas las
mujeres que le gustaban, sin que jamás nadie le reclamara nada. Pero durante todo ese tiempo, los
hombres agraviados se habían cansado de ser la burla de Román Rivera. Entonces
se unieron y entre todos hicieron un plan para deshacerse de él. Decidieron que primero era necesario espiarlo
y se dieron a la tarea de seguirlo cuando se iba del pueblo.
Después
de algunos días, estuvieron de acuerdo en que sólo podrían librarse de él,
matándolo. Consiguieron una pistola y se dispusieron a esperarlo por el camino
en donde sabían que siempre pasaba. Pero cuando Román Rivera apareció y
dispararon la pistola, ésta simplemente se atascó y el hombre nuevamente se fue
como si nada. Y así sucedió en esa y las demás ocasiones en que trataron de
dispararle. Y Román Rivera al ver los intentos fallidos de matarlo, simplemente
se reía de ellos.
Los
pobladores hablaron con el sacerdote y le explicaron que, todas las veces que
habían intentado matar a este hombre, las balas se atascaban en la pistola. El
sacerdote dijo que no estaba bien matar a las personas, pero que si esa era la
única manera de detener la maldad que hacía Román Rivera, entonces les
ayudaría. Les pidió que le llevaran el arma y las balas. Hizo una larga oración
en un lenguaje que los pobladores no entendieron y finalmente bendijo el arma y
las balas.
Los
hombres nuevamente espiaron a Román Rivera por varios días y con cierto temor
lo siguieron para ver a dónde se iba a dormir cada noche. Pues todos los días
salía del pueblo completamente solo. Le seguían los pasos silenciosamente, y
cuando sentían que iban demasiado cerca de él, se detenían, dando tiempo a que
se adelantara para que no los descubriera. Siguiéndolo de lejos, hubo ocasiones en que le
perdieron el rastro. Aunque finalmente, después de algunos días, pudieron ver dónde era que pasaba la noche.
Una
noche, lo siguieron por un largo camino en medio del texcal, hasta llegar a un
agujero, que era la entrada de su
guarida. Al fondo había una enorme cueva, en donde él se quedaba a dormir.
Cautelosamente y sin hacer ningún ruido, uno de los hombres se acercó lo más
que pudo. Y entonces, pudo ver a Román Rivera durmiendo acostado en el piso y con
muchos escorpiones (un reptil venenoso, parecido a la iguana, con manchas
grises y blancas) sobre su cuerpo. El
hombre se asustó mucho, pues de sobra sabía que ese reptil era muy venenoso, tanto,
que algunos hombres habían muerto tan sólo con tocarlo. Y al ver que a Román
Rivera no le causaban ningún daño, supo que eso era algo fuera de lo normal.
Román
Rivera estaba profundamente dormido y sus ronquidos para nada asustaban a los
escorpiones. Muy al contrario, ellos lamían la saliva que salía de su boca. El
hombre volvió con sus compañeros y les dijo que no podían acercarse, porque los
escorpiones estaban cuidando a Román Rivera. No obstante, aunque no pudieron
acercarse, con el sólo hecho de mirarlo se perdía parte del poder del hechizo, al
menos, eso fue lo que les dijo el sacerdote.
Los
hombres se fueron, preguntándose qué podían hacer para lograr su propósito. Tal
vez, tendrían que emboscarlo en un lugar distinto de la cueva. Nuevamente
fueron con el sacerdote para que les bendijera más armas. Esperaron a que entrara
a una casa en la que había ido a ver a una señora. Entre todos rodearon el
lugar, uno de ellos arrojó una piedra sobre el techo. Algunas tejas se
rompieron, Román Rivera se levantó a toda prisa, y tomando su sombrero salió
corriendo. En la entrada, varios hombres se lanzaron sobre él con cuchillos.
Pero ninguno de ellos podía atravesarle el cuerpo. No así las balas, que esta
vez, sí lo hirieron.
Román
Rivera corrió tan rápido como pudo, dejando a su paso rastros de sangre. Se
perdió en la oscuridad del texcal, los hombres no lo siguieron, sino hasta el
día siguiente. Lo buscaron en la cueva en donde sabían que dormía entre
escorpiones, pero no estaba. Finalmente, siguiendo el rastro de sangre, lo encontraron en otra cueva también llena de
escorpiones. Esa fue la última vez que lo vieron, herido y recostado entre
ellos.
Se
presume que ese fue el lugar en donde murió, aunque algunos creen que solamente
desapareció, puesto que pocos días después, cuando los hombres volvieron a la
cueva, no hallaron rastro alguno de su cuerpo. Tan sólo había jirones de su
ropa tirados en el suelo. Sobre las rocas descubrieron unas manchas rojas como
la sangre. Unas manchas tan visibles, que el tiempo no ha podido borrar. Y
dicen que en las noches, provenientes de esa cueva, se escuchan unos
desgarradores lamentos. Cuentan las personas de estos pueblos, que los hombres
que hacen este tipo de pactos, no mueren nunca, pero tampoco están vivos.
Suspendidos en el limbo, sufren eternamente.
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