sábado, 1 de noviembre de 2014

EL HOMBRE DE LOS ESCORPIONES




EL HOMBRE DE LOS ESCORPIONES


Cuentan que hace algunos años, en un pequeño pueblo enclavado entre las altas montañas de la sierra, hubo un misterioso señor con un peculiar poder. Nadie sabía de dónde venía, si tenía familia o no. Su nombre era Román Rivera, tenía una mirada penetrante, aguda y fría. A nadie le gustaba mirarlo a la cara. Por alguna razón inexplicable, todos sentían cierta aversión hacia él, pero a Román Rivera esto no le importaba. Era común que anduviera en los pueblos ubicados en la parte más alta de la sierra. Se aparecía  a cualquier hora del día, y se dirigía a cualquier persona con una familiaridad que resultaba incomoda, pero nadie era capaz de mostrar o decir su molestia. Aún contra su propia voluntad, todos soportaban su presencia. Y esto era precisamente lo que resultaba más inexplicable. ¿Por qué, o cómo es que todos eran obligados a soportarlo?

Él podía decir o hacer cualquier cosa que quisiera, sin que nadie se atreviera a decirle nada. Y así sucedía que, cuando iba por la calle y se encontraba alguna  pareja, se paraba en frente de ellos y dirigiéndose al hombre decía:
-Oye amigo, me gusta tu mujer, préstamela y en cuatro días te la regreso.

Cuando Román Rivera decía estas palabras, era como si un hechizo se apoderara de la voluntad del hombre al que se dirigía, porque no atinaba a replicar nada, como si de súbito se hubiera vuelto mudo.  Además a un sólo gesto de Román Rivera, la mujer lo seguía dócilmente y completamente callada hacía todo lo que le ordenara. Y tal como lo dijera, a los cuatro días, cualquier mujer que se llevara era devuelta. Es por esto que toda la gente afirmaba que Román Rivera estaba empautado, es decir, tenía pacto con el diablo.

Estuvo durante un año, haciendo en los pueblos todo lo que quería, tomando a todas las mujeres que le gustaban, sin que jamás nadie le reclamara  nada. Pero durante todo ese tiempo, los hombres agraviados se habían cansado de ser la burla de Román Rivera. Entonces se unieron y entre todos hicieron un plan para deshacerse de él.  Decidieron que primero era necesario espiarlo y se dieron a la tarea de seguirlo cuando se iba del pueblo.

Después de algunos días, estuvieron de acuerdo en que sólo podrían librarse de él, matándolo. Consiguieron una pistola y se dispusieron a esperarlo por el camino en donde sabían que siempre pasaba. Pero cuando Román Rivera apareció y dispararon la pistola, ésta simplemente se atascó y el hombre nuevamente se fue como si nada. Y así sucedió en esa y las demás ocasiones en que trataron de dispararle. Y Román Rivera al ver los intentos fallidos de matarlo, simplemente se reía de ellos.

Los pobladores hablaron con el sacerdote y le explicaron que, todas las veces que habían intentado matar a este hombre, las balas se atascaban en la pistola. El sacerdote dijo que no estaba bien matar a las personas, pero que si esa era la única manera de detener la maldad que hacía Román Rivera, entonces les ayudaría. Les pidió que le llevaran el arma y las balas. Hizo una larga oración en un lenguaje que los pobladores no entendieron y finalmente bendijo el arma y las balas.

Los hombres nuevamente espiaron a Román Rivera por varios días y con cierto temor lo siguieron para ver a dónde se iba a dormir cada noche. Pues todos los días salía del pueblo completamente solo. Le seguían los pasos silenciosamente, y cuando sentían que iban demasiado cerca de él, se detenían, dando tiempo a que se adelantara para que no los descubriera.  Siguiéndolo de lejos, hubo ocasiones en que le perdieron el rastro. Aunque finalmente, después de algunos días,  pudieron ver dónde era que pasaba la noche.

Una noche, lo siguieron por un largo camino en medio del texcal, hasta llegar a un agujero,  que era la entrada de su guarida. Al fondo había una enorme cueva, en donde él se quedaba a dormir. Cautelosamente y sin hacer ningún ruido, uno de los hombres se acercó lo más que pudo. Y entonces, pudo ver a Román Rivera durmiendo acostado en el piso y con muchos escorpiones (un reptil venenoso, parecido a la iguana, con manchas grises y blancas) sobre su cuerpo.  El hombre se asustó mucho, pues de sobra sabía que ese reptil era muy venenoso, tanto, que algunos hombres habían muerto tan sólo con tocarlo. Y al ver que a Román Rivera no le causaban ningún daño, supo que eso era algo fuera de lo normal.


Román Rivera estaba profundamente dormido y sus ronquidos para nada asustaban a los escorpiones. Muy al contrario, ellos lamían la saliva que salía de su boca. El hombre volvió con sus compañeros y les dijo que no podían acercarse, porque los escorpiones estaban cuidando a Román Rivera. No obstante, aunque no pudieron acercarse, con el sólo hecho de mirarlo se perdía parte del poder del hechizo, al menos, eso fue lo que les dijo el sacerdote.

Los hombres se fueron, preguntándose qué podían hacer para lograr su propósito. Tal vez, tendrían que emboscarlo en un lugar distinto de la cueva. Nuevamente fueron con el sacerdote para que les bendijera más armas. Esperaron a que entrara a una casa en la que había ido a ver a una señora. Entre todos rodearon el lugar, uno de ellos arrojó una piedra sobre el techo. Algunas tejas se rompieron, Román Rivera se levantó a toda prisa, y tomando su sombrero salió corriendo. En la entrada, varios hombres se lanzaron sobre él con cuchillos. Pero ninguno de ellos podía atravesarle el cuerpo. No así las balas, que esta vez, sí lo hirieron.

Román Rivera corrió tan rápido como pudo, dejando a su paso rastros de sangre. Se perdió en la oscuridad del texcal, los hombres no lo siguieron, sino hasta el día siguiente. Lo buscaron en la cueva en donde sabían que dormía entre escorpiones, pero no estaba. Finalmente, siguiendo el rastro de sangre,  lo encontraron en otra cueva también llena de escorpiones. Esa fue la última vez que lo vieron, herido y recostado entre ellos.

Se presume que ese fue el lugar en donde murió, aunque algunos creen que solamente desapareció, puesto que pocos días después, cuando los hombres volvieron a la cueva, no hallaron rastro alguno de su cuerpo. Tan sólo había jirones de su ropa tirados en el suelo. Sobre las rocas descubrieron unas manchas rojas como la sangre. Unas manchas tan visibles, que el tiempo no ha podido borrar. Y dicen que en las noches, provenientes de esa cueva, se escuchan unos desgarradores lamentos. Cuentan las personas de estos pueblos, que los hombres que hacen este tipo de pactos, no mueren nunca, pero tampoco están vivos. Suspendidos en el limbo, sufren eternamente.
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario