Hace muchos, muchos años, en las tierras frías y congeladas
de las altas montañas nevadas existió la más extraordinaria y temible criatura de la
que el hombre tenga memoria. En aquélla época la escasa población se distribuía
en pequeños grupos, que no tenían contacto entre sí, debido al extenso
territorio que los separaba. Y aunque el hombre ya había aprendido a fabricar
ciertas herramientas de trabajo y para la caza, aún no se establecía en
viviendas. Prefería refugiarse dentro de profundas cavernas naturales. Ahí
encontraba el escondite perfecto cuando tenía que huir del más feroz de los
depredadores.
Es cierto que durante generaciones el hombre había
aprendido a organizarse en grupos para cazar grandes presas como el mamut. Su
valor temerario le permitió sobrevivir en un mundo habitado por fieras
salvajes. Bisontes y búfalos fueron algunas de sus presas más comunes. Pero un
animal lo hacía huir a las profundidades de la tierra: el dragón de montaña.
Durante la época en que la tierra todavía estaba
habitada por los últimos dinosaurios gigantes, sucedía que el enorme depredador
surcaba los cielos con su majestuoso
vuelo. Su coraza deslumbrante brillaba con los rayos del sol, pudiendo mirarse
desde muy lejos. El ruido del batir de sus alas inundaba los valles, provocando
la huida en estampida de todos los seres vivos. La violencia de su aleteo
ocasionaba un viento que hacía oscilar a los árboles peligrosamente. Su rugido
podía escucharse a varios kilómetros haciendo cimbrar la tierra. El ruido que
provocaba era un arma que solía utilizar para ahuyentar a cualquier animal que pudiera
estar cerca cuando se alimentaba. Girando en enormes círculos buscaba alguna
presa para alimentarse. Con enorme facilidad podía atrapar animales que no
podían volar, de hecho ninguno de ellos podía competir con él. Tan sólo su
tamaño, doce metros de largo, era motivo suficiente para temerle y peor era
cuando de sus enormes fauces brotaba un fuego tan poderoso que era capaz de
calcinar la roca en un instante. Sólo una especie perteneciente a la familia de
los dinosaurios era capaz de enfrentarlo, el tiranosaurio rex. Cada
enfrentamiento era a muerte, pero cuando el dragón se sentía acorralado
recurría a su arma invencible: el fuego.
Sin embargo, la extinción llegó para los dinosaurios
gigantes cuando un asteroide de enormes proporciones cayó en lo que hoy es el
continente americano. La devastación fue inimaginable. El sólo impacto provocó
una onda expansiva que acabó con millones de seres vivos al instante.
Inmediatamente se originaron tsunamis gigantes que cambiarían para siempre la
geografía del planeta. La obscuridad fue total mientras el polvo levantado por
el impacto y el humo de los incendios, hacían la atmósfera irrespirable para
los animales terrestres. Cientos de años tendrían que pasar antes de que la luz
volviera a iluminar nuestro mundo. Los incendios destruyeron y sobrecalentaron el planeta y acabaron
con la flora que era el alimento de algunos animales sobrevivientes.
Muy pocas especies sobrevivieron al cataclismo,
algunos refugiados en las profundidades del inmenso mar y otros sin que se sepa
cómo, en ciertos puntos del planeta, en donde la devastación ocurrió en menor
escala. Uno de los sobrevivientes, fue el dragón, quién como algunos de sus
parientes reptiles aún era capaz de respirar bajo el agua, por lo que volvió al
mar hasta que la tierra nuevamente fue habitable. Cuando regresó a la
superficie terrestre, tuvo que realizar
varias adaptaciones para seguir existiendo por miles de años todavía, prolongando
su estancia mucho tiempo después de que los primeros homínidos hicieron su
aparición en el planeta.
El dragón encontró su nuevo hogar en la alta
montaña. Su capacidad de lanzar fuego le permitió procurarse un refugio en las
cavernas más elevadas, las cuales podía mantener lo suficientemente cálidas
lanzando fuego de sus fauces hacia las paredes de roca. Además, de su ancestro
marino había heredado una proteína que le permitía soportar el frío y evitaba
que su sangre se congelara. Sin embargo debía procurarse alimento por lo menos
cada tres semanas, momentos en que salía de su refugio para ir de cacería. Era
entonces cuando ningún ser vivo podía considerarse a salvo. El hombre astutamente aprendió a esconderse, pero aunque se alejaba lo más posible de la
guarida de su enemigo, ningún lugar era completamente seguro, dada la enorme
distancia que el dragón podía recorrer fácilmente.
El gigante
de los cielos, desarrolló también la capacidad de hibernar durante la temporada
del glaciar invierno. Su sobrevivencia era muy difícil y no existían muchos de ellos, debido a que cada
uno requería de una extensión enorme de territorio donde vivir. La mitad de los
jóvenes dragones morían en la lucha por el territorio. Tenían que sobrevolar cientos de kilómetros a
la redonda en busca de alimento o de alguna hembra para aparearse, su fino y
muy desarrollado olfato fue crucial en ambas tareas.
Llegada la época de celo, la hembra emitía un olor
que era percibido a miles de kilómetros de distancia, los dragones macho acudían
al llamado sobrevolando desde lejanas montañas.
Vestidos con deslumbrantes colores, azul, verde, rojo y plateado, para
intimidar a los rivales y atraer a la hembra, llegaban a la cita. No obstante,
con la presencia de otros machos, tenían que pelear para ganar el derecho a
aparearse. La lucha podía culminar en la
muerte de alguno de ellos, Sólo el macho
más fuerte se reproducía, mientras que el perdedor si lograba sobrevivir se
alejaba, hasta la siguiente temporada de apareamiento, cuando nuevamente
volvería a luchar por la oportunidad de perpetuarse.
El vencedor y la hembra realizaban una danza de
amor temeraria en el cielo. Se perseguían en uno al otro en un cortejo seductor
que podía durar por días. Realizando arriesgadas piruetas y acrobacias,
exhibían un cuerpo que demostraba ser más fuerte y ágil de lo que era posible
imaginarse, considerando su tamaño y peso. Entrelazando sus extremidades daban
veloces giros, y súbitamente se lanzaban en una deslumbrante caída libre hacia
el fondo del valle, para levantar el vuelo a escasos metros del suelo. Parte de
la demostración de su salud y fuerza física era el lanzar llamas hacia enormes
rocas que podían caer en pequeños trozos calcinados. Esto confirmaba a la
hembra que el macho era lo suficientemente sano y fuerte para usar su fuego en
algo que no era necesario. Después del festín de amor, se separaban y el macho
volvía a su propio territorio.
La fuerza y el tamaño hacían que el monstruo del
cielo fuera invencible para el hombre, quien generalmente huía aterrado ante su
presencia. Sucedía muchas veces que arrebataba
su botín a algún grupo de cazadores, que al notar su aparición en lo alto del
cielo corrían a buscar refugio. Sus rudimentarias lanzas y cuchillos de
obsidiana no podían causar daño en la gruesa piel escamada del dragón, cuya
dureza la hacía tan impenetrable como la misma roca. Miles de años pasaron
huyendo de esta fiera, y miles de hombres murieron antes de que pudieran comenzar
a conocer sus hábitos y a encontrar la manera de acabar con él.
A pesar de que por mucho tiempo huyeron de la
bestia, aprendieron a observar sus hábitos desde la lejanía. Asombrados, miraban
el fantástico y osado ritual de cortejo escondidos en las cavidades de las
rocas. Después, veían que por algunos años, la hembra se dedicaba al
adiestramiento del polluelo en el vuelo y la caza. Siete años aproximadamente
duraba el entrenamiento, hasta que finalmente lo lanzaba a buscar su destino
cuando su coraza de escamas comenzaba a adquirir coloridas tonalidades.
Como hábiles cazadores que eran capaces de rastrear
y abatir grandes manadas, los hombres, planearon la forma más efectiva de
emboscar al terrible rival. Se percataron de que ello sólo podía ser posible en
el momento en que la hembra se encontraba más vulnerable: cuando estaba dedicada
a empollar los huevos o durante la crianza, porque era un proceso que realizaba
sin la ayuda del macho. De este modo, dado que el hombre no podía vencer a la
bestia adulta, encaminó sus esfuerzos a realizar el exterminio desde la cuna.
Como todo mundo puede imaginarse, la hembra tenía que mantener calientes a los
huevos. Algunos reptiles entierran sus huevos en abono activo para aprovechar
el calor. Pero para la hembra dragón la tarea era más difícil en las montañas
en donde todo está congelado siempre, debía utilizar otros recursos. Para ello,
apilaba cuidadosamente los huevos entre rocas que no fuesen demasiado grandes y
pesadas como para romperlos. Aunque esto era poco probable, debido a que el
cascaron era tan grueso y resistente, que sólo podía abrirse, cuando se aplastaba
con un fuerte golpe entre dos rocas.
La madre llevaba un constante y cuidadoso control
de la temperatura, gracias a unos sensores ubicados en la lengua que le
permitían saber cuando esta bajaba demasiado. Entonces lanzaba fuego al montón
de rocas, las cuales retenían el calor y lo liberaban lentamente. Tenía que
mantener una temperatura estable sobre los huevos, para que los embriones no
murieran y pudieran completar el proceso de incubación.
Gracias al calor que absorben las rocas, podía
lograr su objetivo, sólo que para ello tenía que estar constantemente
calentando las rocas día y noche. Su tarea hacía que fuera necesario alimentarse
con cierta frecuencia para que la digestión de la comida produjera el gas que
le permitiera lanzar fuego de sus fauces. Pero ir de cacería no era fácil, al
mismo tiempo que debía estar cerca del nido tanto para mantener la temperatura,
como para protegerlo de los depredadores. Y aún con todo su empeño y dedicación
no siempre lograba su propósito. No ponía a incubar más de dos huevos a la vez,
aunque lo más común era que sólo lograra eclosionar uno.
Durante mucho tiempo, el principal depredador fue
el mismo macho de su especie, quien para eliminar la competencia de aparearse
podía comerse los huevos o a las mismas crías recién nacidas. Por lo que la
hembra tenía mucho cuidado de guardar en secreto el lugar en donde mantenía
incubando sus huevos. A veces, también la
hembra debía luchar con el mismo padre de sus hijos para protegerlos y aunque
generalmente ella era más grande de tamaño, la debilidad por no alimentarse durante
días enteros, en ocasiones la hacían perder el combate.
Como sucede con los reptiles actuales, lo huevos
que son incubados a mayor temperatura dan nacimiento a bebés macho y los de
menor temperatura a hembras. Quizás, por la dificultad de cuidar el proceso de
incubación y conseguir alimento al mismo tiempo, comenzaron a nacer más hembras
que machos, creando un desequilibrio que puso en peligro la sobrevivencia de la
especie. Así que la población de animales disminuyó drásticamente, situación
que sin duda, ayudaría al hombre a ganar la batalla a su gigante rival.
Cuando las criaturas nacían, la hembra permanecía
todavía algunos años a su cuidado. Debía procurarles alimento y calor mientras
crecían y adquirían fortaleza para aprender el vuelo. Así iba y venía trayendo
comida en el estómago, la cual regurgitaba en la boca de sus hijos. El primer
vuelo de estas criaturas se realizó siempre desde los más altos acantilados. Después
venía la etapa de enseñarles a cazar y producir el fuego de sus fauces.
De esta manera, después de una cuidadosa
observación y con el tiempo, llegó la ocasión en que el hombre descubrió estos refugios
en lo más alto de alguna montaña, donde el acceso era casi imposible. Los
guerreros más intrépidos escalaron los altos y resbaladizos muros de hielo hasta
llegar al nido, y ahí esperaban pacientemente a que la hembra saliera en busca
de comida. Y cuando ello ocurría, aprovechaban para destrozar los huevos o asesinar
a las criaturas aladas recién nacidas. No obstante la ausencia de la madre, el
extermino de las criaturas no se hacía más fácil pues el instinto de
supervivencia las hacía luchar ferozmente, aunque su incapacidad de lanzar fuego
a tan corta edad, las hacía más vulnerables. Finalmente el trabajo en equipo y
su gran habilidad de cazadores aunado a sus rudimentarias armas, lograban la
diferencia cuando la madre no estaba y no llegaba a tiempo para defender a sus
criaturas.
A través de todos estos años, el dragón se
convirtió en objeto de veneración. Su cualidad única de lanzar fuego hacía que
los hombres lo llamaran el demonio de la montaña. El dominio visual que tenía
desde las alturas, le hacía sentirse al hombre, en peligro constante. No había
ningún ser al que le temieran más. Creían que cuando un dragón miraba a los
ojos a un hombre lo paralizaba y era capaz de adivinar sus pensamientos y
anticiparse a cualquier ataque.
Cuando los hombres ubicaban un nido, se preparaban
para una expedición de la que sin duda, algunos no volverían. Entre todos,
afilaban y reforzaban sus armas. En aquélla época, habían logrado hacerse de
algunos colmillos que recogían de los dragones caídos durante el combate con
rivales de su misma especie. Su resistencia y tamaño, de 25 centímetros de
largo, los hacían ideales para ser usados como puntas de lanzas. Sólo con ellos
habían logrado atravesar la acorazada piel, que era muy resistente, aún en las
criaturas pequeñas.
El grupo danzaba alrededor del fuego en los días
que duraba la preparación de las armas. Al mismo tiempo, entonaban
cánticos para implorar su protección y
ayuda para la batalla. Mientras tanto, de en medio del bosque salía un hombre con
lengüetas de fuego pintadas en el rostro y que vestía una capa hecha de escamas.
En representación del monstruo, con furia, desparramaba y pisoteaba la fogata.
Los guerreros lo perseguían por un tiempo, volvían a encender el fuego y
simulaban lanzarlo a él. Tenían la firme creencia de que sólo el poder del fuego
podía vencer al fuego del dragón, y quizás, fue el momento en que éste se
convirtió en el dios que posteriormente venerarían varias tribus.
Numerosos fueron los combates que tuvo que
realizar para acabar con el más temible de sus enemigos, tal vez, el único que
podía haberlo exterminado como especie. Los pocos enfrentamientos directos que
el hombre llegó a tener, fueron con la madre cuando enseñaba a cazar a sus
hijos. Su necesidad de protegerlos la hacía vulnerable, pero después de
intentarlo varias veces, los cazadores comprendieron que no podrían vencerla,
aunque sí consiguieron en ocasiones, arrebatarle a sus criaturas. Muchos
hombres murieron completamente destrozados, aplastados y calcinados. La piel de
sus rostros a veces se fundía como la cera, haciendo desaparecer sus rasgos o
convirtiéndolos en seres deformes y grotescos. Estremecedores gritos de dolor
brotaban de la boca de los más valientes, en medio del arrasador fuego que los
consumía vivos. Si algún hombre lograba sobrevivir, lo cual era poco probable,
era considerado un ser especial, como un vencedor del fuego. En gratitud, por
su valor de enfrentar al monstruo y liberarlos de él, la tribu solía hacerse
cargo de su cuidado hasta el final de sus días con veneración y respeto.
Pasaron miles de años antes de que el hombre
pudiera encontrar los nidos de dragones, pero cuando ello ocurrió, no hubo
piedad para las criaturas. Los aguerridos hombres, determinados a vencer a su
enemigo mortal, entraban sigilosamente a la guarida. Con furia enterraban sus
armas sobre el cuello del pequeño dragón, quien en medio de la desesperación y
dolor, lanzaba golpes a sus atacantes. Muchos cazadores murieron aplastados por
alguna de las extremidades, o del golpe de las alas de su víctima. El ataque
continuaba hasta que el cuerpo estaba completamente inerte. Los vencedores
tomaban como trofeo los pequeños dientes de la criatura, con los que después se
hacían un collar para celebrar su triunfo.
En alguna cueva de una de las montañas más altas, todavía
yacen los restos de estas criaturas, cuya madre no pudo salvarles. Congelados
en temperaturas bajo cero, yacen también los cuerpos de los hombres que
murieron en el combate. En algún lugar, muy oculto, se encuentran también los
huevos de dragón que nunca eclosionaron y que algunos guerreros se atrevieron a
robar para asegurarse el éxito en sus batallas contra los animales.
Los hombres, por mucho tiempo, transmitieron a sus
hijos, y a los hijos de sus hijos, el recuerdo de su temible enemigo. Y por
cientos de años todavía, no se atrevieron a construir sus viviendas a cielo
abierto a pesar de que podían hacerlo.
Su gran temor a ser un blanco fácil para los dragones los mantuvo en las
cuevas, hasta que la existencia del demonio de la montaña, comenzó a ser una
leyenda.
Sólo cuando estuvieron completamente seguros de
que los animales gigantes no volverían a surcar los cielos, los hombres
decidieron abandonar las cuevas e iniciaron la era de la agricultura con la
domesticación de las plantas y los animales.
Desde entonces, vagos recuerdos se transmitieron
de generación en generación, sobre un animal que hoy todos creen que es
producto de la imaginación del hombre. Las evidencias son difíciles de hallar. Las
cuevas que un día habitaron, no son lugares a los que el ser humano actual
pueda acceder y visitar. Pero congeladas en el tiempo, están las pruebas de su
existencia, y de la batalla librada con el más terrible enemigo que el hombre
haya tenido jamás. El titán alado, en un sueño invernal eterno, espera a ser
encontrado.