jueves, 29 de agosto de 2013

EL REENCUENTRO


EL REENCUENTRO

Eran las tres de la tarde, la hora más esperada del día, la hora más esperada del mes, del año, de muchos, muchos años.  

El momento que él estuvo anhelando desde el instante en que se despidieron. 

De pronto había llegado.  

Él sentía una intensa emoción que hacía vibrar todo su cuerpo.  

El corazón galopaba a todo lo que daba.  

Todos estos años sin ella sólo le habían confirmado que era la mujer de su vida. La mujer ideal. La mujer con quien le habría gustado vivir todos y cada uno de los minutos que le faltaban por vivir.  

Sintió una enorme alegría de ver a quién había extrañado, cada uno de los segundos desde que dejó de verla. 

Quería decirle que pensó en ella todos los días de su vida, pero eso no era posible, habría arruinado ese momento mágico. 

La miró tan radiante y hermosa. Exactamente igual como la recordaba. Era como si el tiempo se hubiera detenido en sus ojos y su sonrisa. 

Sus ojos enormes y brillantes, eran el faro que todos estos años había buscado desesperadamente en las noches largas y oscuras.  

Toda su mirada denotaba felicidad. Su cuerpo esbelto y ágil, la hacían ver más joven de lo que era. 

Incontables  veces había imaginado el momento en que pudiera verla otra vez, tenerla frente a frente, para tener una conversación larga. Para atrapar ese momento que se convirtiera en una eternidad.  

La escuchó hablar con ese tono dulce, armonioso. Cada una de las palabras salidas de sus labios, eran un canto de paz a su corazón.  

Le bastaba verla, aunque fuera un instante, aunque no pudiera hablarle ni decirle que en su corazón sólo cabía ella. 

Ahora estaba ahí, sentado a escasos veinte pasos de su sueño convertido en mujer.  

Tres mesas, un esposo, dos hijos y veintidós años lo separaban de ella. 

Él trataba de disimular los nervios, pero sus manos temblorosas lo delataban. Se pidió una copa de vino mientras respondía sin interés las preguntas de su acompañante.

 ...

Por fin, después de una hora, ella lo miró a él, sorprendida.  Encontraba algo familiar en su cara, tal vez su voz, y algo en su mirada, pero al mismo tiempo era extraño.  

La mirada insistente de él sobre cada uno de los movimientos que ella realizaba llamaba poderosamente su atención.  

Y aunque algo en su interior parecía reanimarse al escuchar esa voz, no consiguió recordar a quién pertenecía.  

¿Quién era aquél hombre que la miraba desde que llegó al restaurante acompañada de su esposo e hijos?

Un hombre en extremo delgado con una apariencia triste y un aire nostálgico. 

De tanto en tanto, cuando su esposo no lo notaba, ella lo miraba a él. Lo sorprendió mirándola de arriba abajo, como acariciándola con los ojos. 

Le recordaba a alguien que tal vez conoció alguna vez, pero no sabía a quién. 

Las palabras de su esposo la volvieron a la realidad: “hermosa, ¿quieres algo más o pedimos la cuenta?” 

Pidió un pastel para llevar, era su cumpleaños  y en casa sus demás familiares irían a felicitarla. 

Se colgó su bolso, sonriente, tomada de la mano de su esposo e hijos salió en tanto ellos le decían que le tenían preparada una sorpresa. 

 ...

Él permaneció mirando la silla en donde ella estuvo un largo rato. 

Durante esos años siempre estuvo pendiente de ella, de cómo estaba, preguntando frecuentemente a los conocidos de ambos.  

Sabía cada uno de los pasos que ella daba, de los triunfos que obtenía. Supo incluso el día en que se casó. 

En silencio, sin perturbarla, conformándose con los ecos lejanos de su voz. Así se le fueron más de veinte años de su vida. 

Dichoso de saber que ella existiera y que él, ya no era una sombra oscura en su vida.  

Soñando con que tal vez, un día…se volvieran a cruzar sus caminos.     

EL NIÑO EN LA LLUVIA



EL NIÑO EN LA LLUVIA

Son las cuatro de la tarde, el instante en que el sol resplandeciente se opacó por las densas nubes grises que el viento trajo velozmente del lado norte. Nubes muy densas y oscuras que descienden presurosas. En menos de cinco minutos, un torrente de lluvia cae abruptamente. Como una cortina blanca, impide la visibilidad del horizonte.  

Un niño celebra la lluvia, sale al patio y corre a lo largo y ancho. Da vueltas y saltos mientras ríe a carcajadas. Toma su muñeco de plástico favorito, un atleta con ropa deportiva que  lanza tan alto como sus fuerzas le permiten, para que quede colgado entre las ramas de un amate frondoso. Lo lanza muchas veces, y el muñeco cae una y otra vez. Está roto, le falta una pierna y un brazo. Pero eso no importa, el niño lo sigue aventando mientras corre y salta por el patio. 

Una cubeta se ha llenado con el agua de la lluvia, el niño coge el agua con una jícara, la lanza hacia arriba de tal modo que caiga sobre él mismo. Ríe y grita de júbilo. Vuelve a correr por el patio, saltando sobre la cubeta, el muñeco y la jícara. Le divierte salpicar el agua que se ha formado en el charco. Completamente empapado, el agua le escurre de su short, y sigue saltando y gritando como un pequeño duende. Es una fiesta de lluvia y agua, de alegría y vida. 

De pronto, súbitamente, de la misma forma en que la lluvia comenzó, desaparece. Como si alguien hubiese cerrado una llave. El niño pone cara de desaliento. Le duró poco el gusto, apenas quince minutos. Sigue jugando con el agua del charco y con su muñeco hasta que el frío comienza a invadir su cuerpo. Entonces toma una toalla, se seca y se pone ropa abrigadora.  

Otra cosa llama poderosamente su atención: su estómago. Tanta actividad ha despertado su apetito. Va a la cocina y busca comida. Con gran avidez devora su comida favorita, un polvorón y un vaso de leche con chocolate. En cinco minutos ha saciado su hambre. 

En medio de la calma que sigue a las tormentas, escucha el sonido del agua que corre en la barranca, muy cerca de donde él está. Hacia allá encamina sus pasos, ahora quiere ver la caída y corriente del agua. Se acerca a una distancia prudente, observa con detenimiento. No ve solamente el agua, en su mente ha comenzado a imaginar la rapidez con que la fuerza del agua hará desplazar sus barcos de papel. Pero esta vez no están con él sus amiguitos con los que realiza las competencias, así que esa actividad tendrá que ser para otra ocasión. 

Finalmente, vuelve a su casa le esperan sus tareas escolares. Está cansado pero feliz de haber disfrutado de la lluvia.

REGINA



REGINA

Es una joven de carácter apacible y dócil. No tiene malicia. Su padre se esmeró en cuidar y dar a ella y sus hermanas lo necesario. Siempre al pendiente de ellos, apoyándoles en sus estudios. Regina creció bajo su protección en un pequeño pueblo en donde la vida es muy tranquila, con gente que conocía desde siempre.  Acostumbrada al cariño de su familia, pensó que un día tendría la suya propia, tal como se esperaba de todos.
 
Un día Regina conoció a Horacio, el maestro de la escuela secundaria.  Horacio provenía de otro pueblo vecino. Desde la primera vez que lo vio a ella le pareció alguien muy especial. Pronto se sintió atraída por su trato amable, su manera de desenvolverse, con esa soltura que no tienen los muchachos de su pueblo con los que ella creció. Admiraba su paso seguro y fuerte, buscó la manera de interactuar con él y llamar su atención. Lo consiguió y después de algunos meses de noviazgo decidieron casarse. Se realizó una boda sencilla con la presencia de las dos familias de origen y algunos amigos. Se mudaron a vivir juntos a un departamento.
 
Los primeros días, todo parecía ir bien. Sin  hay grandes desacuerdos. Regina era una joven muy dócil, educada para obedecer al marido y permanecer al cuidado de la casa. El amor hacia su marido la hacía esforzarse constantemente en complacerlo. Poco a poco él se da cuenta de la facilidad con que ella hace lo que él quiere, pero entre ella más lo complace, él se vuelve más exigente. Pronto se muestra un hombre exigente e inconforme, su voz adopta un tono crítico, cáustico en todo lo relacionado a su mujer. Sus comentarios están siempre encaminados a denigrarla. Son frecuentes sus expresiones como: “no te sabes vestir”, “qué mal hablas”, “no sabes cocinar”, y un sinfín más.


Regina está desconcertada por el trato que su marido le da. Pero no se atreve a cuestionarlo, solamente baja la cabeza y llora. A su vez Horacio le recrimina que lo único que sí sabe hacer es llorar. Ella guarda silencio, no se atreve a decir nada a nadie, ni a su familia. Sabe que no le creerían, porque cuando están con la familia de ella, su esposo es completamente amable y cariñoso, se transforma de tal modo que ni ella misma lo reconoce, es como si fuera otra persona. Incluso se dirige a ella con un diminutivo específico: “chiquita” y entonces se le escucha decirle continuamente: “chiquita, déjame ayudarte”, “quieres más comida chiquita”, “siéntate a mi lado chiquita”. Y por supuesto todos quedan convencidos de que Horacio es el mejor marido del mundo y que Regina se ha sacado la lotería.


Los meses pasan y el carácter malhumorado de Horacio va en aumento, ya no le basta con sus comentarios burlones, pronto se agregan los gritos, los insultos y alguno que otro manotazo. Ella se siente nerviosa y llena de miedo ante su presencia. Es común que riegue la sopa cuando le sirve la comida o que tire algún traste. Sus manos tiemblan y cada día ella le teme más. Tiene pena hasta de comer delante  de él, pues continuamente le señala que no tiene educación y no sabe comportarse de manera adecuada.


Cuanto más débil se muestra ella, más fuerte se siente él. Los días se vuelven peores para ella. Se  hacen continuos los señalamientos de que ella no aporta ningún peso a la casa, que todo se lo debe a él, que ella es una inútil buena para nada y que su mediocridad es tal que no podría ni siquiera ganarse la vida sola. Su típica frase final de cada discusión: “tú sin mí, no eres nada”.


A cada día que pasa Regina se siente más frustrada, insegura, llena de miedo, deprimida y atrapada en una situación de la que no sabe cómo salir. A pesar de sus temores se atreve a comentar su  situación a sus hermanas, todas han sido educadas en una rígida tradición religiosa. La separación de su marido les parece algo simplemente impensable. Los matrimonios se realizan como un contrato de por vida. La filosofía propia de su culto es que ella tiene que aguantar el marido que Dios le dio porque sólo él sabe porque hace las cosas. Ninguna de ellas está dispuesta a brindarle ayuda ni apoyo de ningún tipo. Antes de hablar con sus hermanas se sentía sola y desamparada, después de la conversación lo siente aún más.


Un día Regina nota que su esposo llega con el cuello de la camisa manchado de lápiz labial. Se atreve a confrontar a su esposo ante la clara evidencia de que ha estado con otra mujer, sólo para recibir una más de sus cínicas respuestas, que él es hombre y podía  hacer lo que quisiera y que si no le gustaba la puerta de la casa estaba muy ancha para que ella se fuera, que él ya no la quería más. Para Regina no hay manera de ganar. Y a pesar del maltrato continuo ella no se fue de la casa. La infidelidad empeoró aún más la situación. Horacio se entusiasmó con su nueva novia y el trato a su esposa tiene toda la intención de hacer que se marche definitivamente. Los insultos son cada vez más hirientes, pero ni así, logra hacer que se vaya.


Una noche Horacio regresó de una fiesta, había bebido demasiado. Regina lo miró entrar sin decir nada, porque era incapaz de reprocharle nada. Le ofrece la cena que él rechaza. Toma una silla y se sienta, callada, cerca por si le pide algo. Pero Horacio lo único que quiere es pelear. Se acerca y mirándola de frente le dice que hasta cuándo va a seguir ahí, si bien sabe que él ya no la quiere cerca. Ella sólo baja la mirada, entonces él se desespera le grita que se vaya. Pero ella está ahí sin moverse un centímetro, sin intención siquiera de hacerlo. Él entonces la levanta y a empujones la lleva hasta la puerta, sin más la abre y arroja a Regina a la calle. Ella se queda llorando sentada en el piso. La noche es fría y lluviosa. Después de un rato se levanta y toca la puerta. Nadie le abre, la palabra: “¡lárgate!” es la única respuesta cada vez que ella toca. Insiste por más de una hora sin conseguir nada. Horacio está decidido a no dejarla entrar nuevamente. Finalmente el frío y la lluvia la obligan desistir. Comienza a caminar por las calles vacías sin saber hacia dónde ir. No tiene dinero, recuerda a su tía que vive relativamente cerca, decide caminar en dirección a su casa. Camina y apresura su paso mientras sus lágrimas se van mezclando con  la lluvia.
 
Dos horas después de caminar bajo la lluvia llega a casa de su tía. Es más de media noche, su llamado urgente es atendido en cuanto la reconoce. La tía abre y la hace pasar de inmediato en medio del asombro que le causa mirar la manera en que llega su sobrina. La sienta en una silla le da una toalla y ropa seca para cambiarse. Escucha con atención lo que ha pasado. Le enoja la forma en que Regina fue lanzada a la calle con lo único que traía puesto. Le dice que tendrán que levantar un acta en el Ministerio Público y poner una demanda. Regina no quiere, dice que no quiere nada. Sólo llora, tiene miedo de su marido. Miedo de ese hombre que lenta y paulatinamente la hizo sentirse miserable e indefensa. La tía sugiere que por lo menos vaya por sus pertenencias personales, pero Regina tampoco quiere. 


Cuando su padre se entera, decide ir por ella y llevarla a su casa. Las hermanas de Regina no están de acuerdo, ellas dicen que debe volver con su marido, a pesar de que él fue quien precisamente la echó a la calle. De cualquier forma el padre decide brindarle su apoyo. Pero le dice que tiene que estar siempre en casa, porque no quiere saber de las murmuraciones de la gente del pueblo que es tan dada a juzgar la conducta ajena. Que una mujer que ha fracasado en su matrimonio no es bien vista por lo demás y los hombres le faltaran al respeto si la encuentran sola en la calle.

Regina no dice nada, después de todo, ella tampoco tiene ganas de salir a ningún lado. Ni quiere hacer nada, ni hablar, ni conocer a nadie. Esta completamente convencida de que su padre tiene toda la razón cuando le dice que ya nadie querrá casarse con ella. Su tía es la única persona que  la anima a distraerse y a comenzar una nueva vida.  


Pero cuatro años tienen que pasar antes de que decida salir de su encierro voluntario. Finalmente toma una decisión: irse de ese pueblo donde es señalada como una mujer fracasada. Se traslada a una ciudad con unos parientes, busca un trabajo y la vida comienza a transcurrir en un escenario menos gris, con gente nueva, con el paso de los días, va reencontrando el gusto por la vida. No le interesa una nueva pareja, pero por lo menos, se siente más ligera, más segura, más tranquila.