DON AURELIO
En
un lugar muy lejano existen montañas con tierra de colores, roja, verde, blanca
y azul. Justo en la parte más alta de la sierra, donde el rugido del gato
montés se escucha a lo lejos como un eco
nocturno, ahí entre la niebla espesa que cubre los árboles y desdibuja el
paisaje, un hombre con su sombrero y su sarape avanza montado sobre su caballo.
Viene bajando por el camino que serpentea desde la cima, lentamente, con el
cuidado y la sabiduría que da la experiencia de haber andado en ese camino por
años. Atraviesa ese lugar de peligrosos acantilados. Como todos los hombres que
nacieron y crecieron en el campo, no tiene prisa, sabe perfectamente que
llegara a su destino quizás más tarde que temprano. Su ropa escurre de agua por
todos lados, la lluvia empezó antes del atardecer, a él no le importa, está
acostumbrado a ser zarandeado por el clima, la vida, la gente y el hambre. Le
alegra la lluvia, sobre todo, ahora que recién sembró su milpa de maíz.
Disfruta el olor a tierra mojada.
Es
un hombre fuerte, de sus labios no escapa ninguna queja. De niño aprendió que
no le servía de nada. Cuando su padre escuchaba una pequeña protesta, o ni
siquiera eso, apenas un gesto de desagrado, le cruzaba la cara con una
bofetada. No importaba si lo que pedía era comida para saciar su hambre. A su
padre no se le podía pedir nada, no se le podía cuestionar, ni siquiera mirarle
directamente a la cara. Un padre estaba sólo para ser obedecido, sin importar
lo que hiciera. Obedecido al instante, sin que tampoco importara de qué clase
eran sus peticiones.
Así
es Aurelio no dice nada, su silencio le
permite evitarse problemas, sólo espera a que las cosas pasen. Su principal
cualidad es precisamente el silencio, la segunda es quizás el trabajo. Se
levanta antes de que salga el sol, toma su café –no podría vivir sin él- y
cuando empieza a clarear, él ya está trabajando. La gente lo mira con respeto,
lo consideran una persona pacífica, su semblante tranquilo hace pensar que no le
mortifica nada. Jamás nadie lo ha visto exaltarse o decir una mala palabra, muchos de sus paisanos vienen a pedirle
consejo.
Desde
lo alto de la montaña Aurelio empieza a mirar las casitas de teja, muy rojas, recién
lavadas por la lluvia. El agua sigue goteando de los techos y el rocío de las
hojas se desliza suavemente hasta formar
pequeños chorros. El humo que se eleva desde los techos se difumina en medio de
ese cielo nublado, se percibe el aroma del maíz cociéndose en el comal,
tortillas recién hechas para la cena, pronto su estómago le recuerda que es el
momento de alimentar el cuerpo.
Al llegar al valle se siente ya en casa aunque
todavía le falta cruzar el pueblo. Se encuentra a otros vecinos que también regresan
de su milpa. El ladrido de los perros aumenta a su paso, tras de él vienen sus
guardianes, dos perros; uno negro y otro café, lo acompañan a todas sus faenas
desde hace más de dos años. Dos animales fieles que están siempre cerca de él y
apenas ven que algún desconocido se acerca demasiado a su dueño, se yerguen en
franca postura de ataque al tiempo que gruñen y muestran sus colmillos
ferozmente. Una palabra de don Aurelio es suficiente para detener o alentar el
ataque.
Al
llegar a su casa, baja de su caballo lentamente, sus movimientos son torpes a
sus setenta años. Recoge sus aperos, lleva al caballo su comida y agua. Se quita la ropa sucia y se mete a
bañar, tiene hambre pero está tan cansado que sabe que si come primero, ya no
tendrá ánimos más que de acostarse.
La
casa está sola, su esposa murió hace algunos años y la mayoría de sus hijos se fueron a vivir al “norte”.
Allá iniciaron un negocio de comida, les fue bien, ahora casi todos tienen
papeles para entrar y salir del país. Varias veces han querido llevárselo a
vivir con ellos, pero él no quiere, dice que no se halla, en ese lugar en donde
no puede salir solo a ningún lado. Él es un hombre de campo que necesita
cultivar la tierra, aunque con ello ya no gane ningún dinero, de hecho hace
años que no recupera ni lo que invierte. El gobierno importa el maíz y frijol
de otros países, lo que él y otros campesinos producen es difícil venderlo.
Además no hay ningún apoyo para los agricultores y si lo hay nunca llega a
ellos, se queda en manos de los caciques, gente que apoya al gobierno a cambio
de favores que les permiten obtener dinero (se quedan con becas, plazas de
maestros, subsidios para el campo, tractores y abono para los cultivos), él
sigue cultivando, es lo que da sentido a su vida, es lo que lo mantiene activo
y en contacto con su tierra.
Los
hijos que tiene en Estados Unidos le mandan dinero mensualmente, gracias a ello
puede seguir cultivando su milpa. De seis hijos, sola una vive en el pueblo, ella le trae
comida cada día y le lava la ropa, también a ella sus hermanos de vez en cuando
le mandan un poco de dinero para que tenga tiempo de atender a su padre y no se
vea en la necesidad de hacer otro trabajo para cubrir sus propios gastos.
Sus
hijos dicen a don Aurelio que ya no trabaje, pero él responde que necesita el
rastrojo para su caballo. Lo cierto es que no importa lo que le digan, ni lo
que pierda en inversión, él seguirá cultivando la tierra mientras pueda. Es un
hombre honesto a pesar de haber sido defraudado varias veces, cuando los
líderes que manejan los subsidios ofrecen los apoyos del gobierno, él lleva los
documentos que le piden, copia de constancia del terreno que va a cultivar, copia
de su credencial para votar, CURP, y solicitud del apoyo que necesita. Hasta
dos copias de cada documento, le dicen que le avisaran cuando llegue lo que
solicita. Después de dos o tres semanas, le avisan que no le tocó apoyo, es el
caso de todos los campesinos que no son familiares ni amigos de los caciques.
Casi
al mismo tiempo, algún familiar de los caciques, ofrece a los campesinos
venderles el abono, que fue solicitado para ellos, usando sus documentos. Esa
es la historia de siempre: gente que no se dedica al campo se queda con los
subsidios, no hay manera de detener la corrupción, las demandas no prosperan.
La red de corrupción está a todos niveles. Siempre la misma gente se queda con
todos los apoyos, son los únicos que en el pueblo prosperan rápidamente. Los
campesinos se dan cuenta que fueron usados, se quedarán con su enojo, su voz es
la voz que el gobierno no escucha, es la voz que no le importa. Un gobierno que
no quiere el progreso de su pueblo, sólo quiere llenar de dinero sus bolsas,
mantenerse en el poder, saquear la
riqueza del país.
Después
de días de enojo, don Aurelio, vuelve a su tierra, a su campo, a su trabajo, es
lo único que tiene, la fuerza de su cansado cuerpo para seguir trabajando. Lo
hará mientras pueda, quizás no por mucho tiempo, ya es viejo. Además el
gobierno tiene proyectos carreteros y de urbanización para esta zona. Intereses
de poderosos empresarios son siempre primero que las necesidades de un pueblo.
Pronto él será parte de la historia que un día los niños recordarán como una
leyenda o quizás… ni siquiera eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario