EL AVE
DEL PARAÍSO
El ave
del paraíso…perdió su paraíso.
Ayer en
la noche y durante toda la madrugada lloró desconsoladamente. Su graznido pudo
escucharse por todos los puntos del pueblo, pero nadie parecía saber que era
él. Algunos lo confundieron con el llanto de un gato extraviado, otros, con el
cantar del pavo real. Pero yo, lo vi volar desesperado, de árbol en árbol,
buscando refugio, buscando donde esconder su terror a la llamas del fuego.
Huyendo del
calor incesante, huyendo del nido en donde tuvo que dejar sus polluelos para
salvar su vida. Llora por esos críos que le arrebató el incendió. Su grito
desesperado pedía auxilio al hombre, pero el hombre hace mucho perdió contacto
con su lenguaje, con la naturaleza y con la vida.
El hombre
no oye, al hombre no le importa, hace mucho que ni siquiera sabe que cerca de
él vive el ave del paraíso.
Ahora el
hombre vive en grandes casas que lo aíslan del viento, del sol, de la lluvia,
del polvo, de la gente, de los animales. Maneja veloces automóviles. Construye grandes
autopistas y cuando hay gente que se opone a construir más carreteras se
pregunta:
“¿qué es
lo que la gente defiende? Mientras señala la selva baja caducifolia, se
responde a sí mismo:”sólo es yerba, sólo son matorrales, ni siquiera es un
bosque de pinos” Y entonces, derriba arboles y todo lo que le estorbe. Destruye
el hábitat del ave, del conejo, del puma, del lobo, del gato montés, de la
serpiente, de la iguana, del mapache, del tejón y cientos de plantas
medicinales que sólo en este lugar viven y crecen.
Los
incendios comenzaron tan pronto llegó el calor, un poco antes de la primavera.
El hombre incendia los campos, pero el fuego es indomable, y el hombre soberbio
no toma precauciones. El hombre cree poder controlar el fuego, pero no lo hace,
desde que los hombres del campo emigraron a la ciudad y al norte han olvidado cómo hacerlo.
Los
campesinos ancianos, quemaban sus campos para limpiarlos, pero siempre en la
madrugada, haciendo montones separados de cualquier otra yerba seca. Antes de
encender, abrían brechas para proteger otras parcelas y mojaban alrededor de
los montones de rastrojo con agua para evitar propagar el fuego. Se iniciaba la
quema por el lado de la parcela que estuviera a favor del viento, de esa manera
se evitaban grandes llamaradas y el fuego corría lentamente siempre a contra
viento, sin posibilidad de extenderse.
Pero el
hombre moderno lo ha olvidado. El hombre ya no escucha consejos, no escucha
advertencias. A las observaciones de otras personas, siempre contesta: “yo sí sé
cómo hacerlo”. Y el resultado son muchos incendios que fácilmente se propagan
alimentados por el intenso calor y los vientos. Por todos lados del pueblo, en
las parcelas del valle, en el texcal, en la selva, en las cañadas y en el monte.
En la
noche calurosa y asfixiante por los incendios las aves extrañan su nido y sus
críos. Los demás animales también tuvieron que salir huyendo. Hasta los perros
que viven en las casas estuvieron inquietos, ladraron toda la noche, sintieron
el desconcierto de la naturaleza y no comprenden la pasividad del hombre que no
corre a apagar el fuego.
En la
noche, una mujer desesperada, después de días y días de ver incendios por todos
lados, sale a la calle, con su andar lento y triste, respirando el aire
contaminado, casi sofocante, mira a lo lejos las montañas arder, mira ese rojo
brillante. Una corona de fuego avanzando rápidamente a la cima, consumiendo todo
a su paso.
Ella se
echa a correr y grita desesperada: “el pueblo se está incendiando, mientras el
hombre del pueblo duerme, ¡mueran los pobladores, muera el pueblo!”. A nadie le
importa lo que la mujer grite, es la loca del pueblo.
Hoy la
mañana es sombría como nunca antes. Una espesa cortina de humo gris empaña el
amanecer ni siquiera puede verse salir el sol. El aire caliente trae el olor a hierba
quemada, falta el oxígeno, pero la mayoría de los pobladores están impasibles.
No les importa. Como si el pueblo no fuera su hogar, como si nunca hubieran
caminado por las montañas, como si jamás hubieran comido de sus campos.
Seis o siete
campesinos, son los únicos que suben a la montaña, tratando de apagar un fuego
que es más veloz que ellos. Una tarea titánica para tan poca gente. Tratan de
abrir brechas de protección, pero el fuego corre hacia arriba y hacia abajo y
por ambos flancos de la montaña. Es imposible, mientras trabajan en un lado,
por otro va avanzando. El cansancio los vence. Después de horas en el intenso
calor e inhalando el humo se retiran, su trabajo ha sido en vano, llegan
cabizbajos al pueblo.
El ave
que anoche pedía auxilio ya no se oye. Quizá su grito desesperado sea el último
canto que se escuche de él. Tal vez consiguió huir suficientemente lejos de
este infierno de fuego Perdió su hogar y sus hijos. Este pueblo perdió su ave y
su paraíso.