miércoles, 25 de julio de 2012

EL REGRESO A CASA


Reuters/AP 2009
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EL REGRESO A CASA.

Tenía ya dos meses que había iniciado la epidemia de viruela en San Antonio el seco. Las personas morían rápidamente, una tras otra. Todos los días había por  lo menos un entierro y a veces  hasta tres. Doña Carmen regresó muy pronto del panteón donde acababa de enterrar a Paquito, su hijo de tan solo 8 años. Ni siquiera esperó a que la tumba estuviera cubierta completamente de tierra, aunque le pidió a su comadre Adolfa que se encargara de ponerle un ramo de flores.  En verdad le urgía regresar  a su choza de madera, porque sobre el petate viejo y raído, había dejado acostado, hirviendo en fiebre, a su segundo hijo: Felipe.

Entró presurosa, dispuesta a ponerle paños de agua fría, sin embargo no había mucho que pudiera hacer ante la ausencia de medicamentos. El niño llevaba ya dos días sin comer porque tenía pústulas dentro de la boca, que le dificultaban hasta tragar el agua. Pero ella no se dejaba vencer fácilmente, le preparó un té de yerbas para cerrar las llagas. Doña Carmen sabía que en epidemias anteriores algunas personas llegaban a vencer a la enfermedad, aunque quedaban para siempre marcadas con las cicatrices de los granos en la cara. Eso no le importaba. En esos tiempos era tan difícil que un niño llegara a adulto y a doña Carmen ya se le habían muerto tres.

Así que con la dedicación que solo puede surgir de luchar siempre en condiciones de dureza, doña Carmen siguió cuidando a su hijo y rezando a Dios, pidiéndole que por lo menos le dejara a éste; el único que le quedaba. No le importó su cansancio por los desvelos de las noches anteriores, mientras cuidaba a Paquito  recién fallecido. Ni siquiera había podido ir a realizar su faena al campo. No tenía ya nada en la despensa, pero en la pobreza también existe la caridad y sus vecinos le llevaban un poco de comida cada día. Gracias a la generosidad ella podía continuar inamovible, esperando un milagro para su hijo.

Pasó un día y después otro, con la lentitud con la que corren las horas en los momentos difíciles. Se  veían las grandes ojeras en su cara, los ojos rojos de no dormir. Y todos los días los vecinos iban a preguntar por la salud de Felipito, ella respondía con esperanza.

–No se vence mi muchacho, hoy tuvo menos fiebre y probó bocado, Diosito no se lo va a llevar.
 -Por favor- decía ella a su comadre y vecinas- ¡pídanle a Dios y a la Virgencita de Guadalupe que no se lo lleven!
Ellas la abrazaban y con voz solidaria le contestaban: sí doña Carmen, todos los días se lo pedimos, usté verá que Felipito va a curarse.

Esa noche Felipito, le pidió agua, y le dijo que se sentía mejor, que ya no le dolía nada.  Que había soñado que jugaba a correr con sus amiguitos. Ella respondió que descansara, y pronto iba a poder levantarse.

Doña Carmen, sintió su corazón latir fuertemente de alegría al escuchar estas palabras. Por fin, confortada por su hijo, se permitió dormir. Cuando despertó todo estaba en silencio, pensó que su hijo estaba mucho mejor porque ya no se quejaba. Se talló los ojos para mirarlo con claridad. Y entonces pudo ver su rostro apacible e inmóvil, su cuerpecito sin respiración, sin un aliento, con sus hermosos ojos negros mirando al techo. Sus hermosos ojos negros que no volverían a mirarla jamás.

Así permaneció ella sentada en cuclillas frente al niño. Mirándolo fijamente, sin poder siquiera llorar. Así la encontraron sus vecinos. Y así se quedó ella sentada, sin darse siquiera cuenta cuando lo llevaron a enterrar.

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