Reuters/AP 2009
Reproducción sin afán de lucro sólo con fines informativos.
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EL REGRESO A
CASA.
Tenía ya dos
meses que había iniciado la epidemia de viruela en San Antonio el seco. Las
personas morían rápidamente, una tras otra. Todos los días había por lo menos un entierro y a veces hasta tres. Doña Carmen regresó muy pronto
del panteón donde acababa de enterrar a Paquito, su hijo de tan solo 8 años. Ni
siquiera esperó a que la tumba estuviera cubierta completamente de tierra, aunque
le pidió a su comadre Adolfa que se encargara de ponerle un ramo de flores. En verdad le urgía regresar a su choza de madera, porque sobre el petate
viejo y raído, había dejado acostado, hirviendo en fiebre, a su segundo hijo:
Felipe.
Entró
presurosa, dispuesta a ponerle paños de agua fría, sin embargo no había mucho
que pudiera hacer ante la ausencia de medicamentos. El niño llevaba ya dos días
sin comer porque tenía pústulas dentro de la boca, que le dificultaban hasta
tragar el agua. Pero ella no se dejaba vencer fácilmente, le preparó un té de
yerbas para cerrar las llagas. Doña Carmen sabía que en epidemias anteriores
algunas personas llegaban a vencer a la enfermedad, aunque quedaban para
siempre marcadas con las cicatrices de los granos en la cara. Eso no le
importaba. En esos tiempos era tan difícil que un niño llegara a adulto y a
doña Carmen ya se le habían muerto tres.
Así que con
la dedicación que solo puede surgir de luchar siempre en condiciones de dureza,
doña Carmen siguió cuidando a su hijo y rezando a Dios, pidiéndole que por lo
menos le dejara a éste; el único que le quedaba. No le importó su cansancio por
los desvelos de las noches anteriores, mientras cuidaba a Paquito recién fallecido. Ni siquiera había podido ir
a realizar su faena al campo. No tenía ya nada en la despensa, pero en la pobreza
también existe la caridad y sus vecinos le llevaban un poco de comida cada día.
Gracias a la generosidad ella podía continuar inamovible, esperando un milagro
para su hijo.
–No se vence
mi muchacho, hoy tuvo menos fiebre y probó bocado, Diosito no se lo va a
llevar.
-Por favor- decía ella a su comadre y vecinas-
¡pídanle a Dios y a la Virgencita de Guadalupe que no se lo lleven!
Ellas la
abrazaban y con voz solidaria le contestaban: sí doña Carmen, todos los días se
lo pedimos, usté verá que Felipito va
a curarse.
Esa noche
Felipito, le pidió agua, y le dijo que se sentía mejor, que ya no le dolía
nada. Que había soñado que jugaba a
correr con sus amiguitos. Ella respondió que descansara, y pronto iba a poder
levantarse.
Doña Carmen,
sintió su corazón latir fuertemente de alegría al escuchar estas palabras. Por
fin, confortada por su hijo, se permitió dormir. Cuando despertó todo estaba en
silencio, pensó que su hijo estaba mucho mejor porque ya no se quejaba. Se
talló los ojos para mirarlo con claridad. Y entonces pudo ver su rostro apacible
e inmóvil, su cuerpecito sin respiración, sin un aliento, con sus hermosos ojos
negros mirando al techo. Sus hermosos ojos negros que no volverían a mirarla
jamás.
Así
permaneció ella sentada en cuclillas frente al niño. Mirándolo fijamente, sin
poder siquiera llorar. Así la encontraron sus vecinos. Y así se quedó ella
sentada, sin darse siquiera cuenta cuando lo llevaron a enterrar.
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