miércoles, 25 de julio de 2012

¿QUE QUEDA AHORA?




¿QUE QUEDA AHORA?

Ella estaba sola en la casa, todos se habían ido. De pronto se dio cuenta de que a su lado no había nadie, no se sentía sola ni triste, simplemente estaba tranquila, disfrutando de la quietud de la tarde gris. Corrió la cortina y divisó a través de la ventana. Miró la suave brisa de la llovizna derramándose sobre el verde follaje de los arboles. Miró el paisaje con dulzura, con amor, con respeto, con agradecimiento. La frescura de esa brisa era una sutil caricia para su cara. El olor a tierra mojada se expandía sobre la ventana. Y entonces a lo lejos ella miró con nostalgia. Miró ese lejano horizonte cercano a la mirada, pero lejos al tacto.

No había manera de asir la distancia. No había manera de asir el tiempo. Ni había manera de asir a las personas amadas. Todo se había ido poco a poco al paso de los días. Se había evaporado como la suave brisa al contacto de la tibieza de un rayo de sol. Ahora todo era tan lejano, demasiado lejano para que volviera.

No había manera de hacer volver el tiempo. Día a día se había acumulado sobre los recuerdos, el polvo del olvido. Ahora todo era tan difuso que aunque quisiera armarse el rompecabezas; las formas se habían desdibujado. Los recuerdos se escapaban de la mente, las frases estaban incompletas y algunas palabras simplemente fueron  olvidadas. Apenas algunos fragmentos de conversaciones, quizás los más relevantes: los que se grabaron a fuego en el corazón. Solo los que estaban bañados en la más intensa emoción del amor.

Pero…¿qué quedaba ahora? Nada era igual. Aunque los días de la semana se repitieran cada siete, y de semana en semana se hiciera un mes, después un año y al final toda una vida. ¡Que importaba! si al final la vida misma parecía tan ajena. La casa vacía, fotos de tantas personas del pasado que alguna vez estuvieron en este escenario, y que ahora estaban en otro lado. Sepultados los recuerdos ante las nuevas experiencias, ante los nuevos sueños, ante las nuevas ilusiones.

Así estaba ella frente a la ventana: difusa, volátil, como el aire y el tiempo. Los años se habían escapado como un suspiro, como el agua entre las manos, como la chispa del fuego. Y las manos. Sí. Las manos tratando de atrapar esos sueños. Pero era como querer atrapar el humo, como querer atrapar el viento. Nada de aquello existía ya. Solo las imágenes de lo que fue…y fuera de eso; nada. Sí, era verdad que existían las mismas personas, pero en otro espacio y con otros sueños, como si fueran de otro universo.

No había ya ninguna manera de coincidir. Ni había ya la ilusión de un reencuentro. Se había ido el pasado, se había ido la gente, se había ido el momento. Se dio cuenta de que el tiempo en la vida del ser humano es lineal, no hay manera de volver atrás. No hay manera de corregir nada. No hay manera de volver a empezar. La vida no es como los meses del año, no es como la lluvia de cada verano que algún día vuelve a empezar. Solo le quedaba mirar hacia adelante. Mirar el nuevo sol que cada día nace. Admirarlo porque cada día tiene una nueva oportunidad.

Pero ella era solo un ser humano, ella había comprendido que había tenido su oportunidad. Sabía que no podía reescribir su historia y su vida. Sabía que todo lo que podía haber hecho, hecho estaba; bien o mal. No podía volver al punto de donde había venido. No podía volver a ningún punto crucial. Se alegró de haber disfrutado cada día. Se alegró de haber amado intensamente y haber guardado para siempre esos momentos en el corazón. Se alegró de esos bellos recuerdos, que aún le hacían vibrar de emoción. Se alegró de sentir el alma llena de amor.

Así que se sentó tranquilamente en la mecedora que estaba frente a la ventana. Y mientras el sonido de la lluvia que caía suavemente la arrullaba, en sus labios se dibujó una sonrisa y sin darse cuenta, ella cerró los ojos para no abrirlos jamás. Así fue como la encontraron sus hijos  a la mañana siguiente: hermosa y sonriente como había sido siempre.

EL REGRESO A CASA


Reuters/AP 2009
Reproducción sin afán de lucro sólo con fines informativos. 

EL REGRESO A CASA.

Tenía ya dos meses que había iniciado la epidemia de viruela en San Antonio el seco. Las personas morían rápidamente, una tras otra. Todos los días había por  lo menos un entierro y a veces  hasta tres. Doña Carmen regresó muy pronto del panteón donde acababa de enterrar a Paquito, su hijo de tan solo 8 años. Ni siquiera esperó a que la tumba estuviera cubierta completamente de tierra, aunque le pidió a su comadre Adolfa que se encargara de ponerle un ramo de flores.  En verdad le urgía regresar  a su choza de madera, porque sobre el petate viejo y raído, había dejado acostado, hirviendo en fiebre, a su segundo hijo: Felipe.

Entró presurosa, dispuesta a ponerle paños de agua fría, sin embargo no había mucho que pudiera hacer ante la ausencia de medicamentos. El niño llevaba ya dos días sin comer porque tenía pústulas dentro de la boca, que le dificultaban hasta tragar el agua. Pero ella no se dejaba vencer fácilmente, le preparó un té de yerbas para cerrar las llagas. Doña Carmen sabía que en epidemias anteriores algunas personas llegaban a vencer a la enfermedad, aunque quedaban para siempre marcadas con las cicatrices de los granos en la cara. Eso no le importaba. En esos tiempos era tan difícil que un niño llegara a adulto y a doña Carmen ya se le habían muerto tres.

Así que con la dedicación que solo puede surgir de luchar siempre en condiciones de dureza, doña Carmen siguió cuidando a su hijo y rezando a Dios, pidiéndole que por lo menos le dejara a éste; el único que le quedaba. No le importó su cansancio por los desvelos de las noches anteriores, mientras cuidaba a Paquito  recién fallecido. Ni siquiera había podido ir a realizar su faena al campo. No tenía ya nada en la despensa, pero en la pobreza también existe la caridad y sus vecinos le llevaban un poco de comida cada día. Gracias a la generosidad ella podía continuar inamovible, esperando un milagro para su hijo.

Pasó un día y después otro, con la lentitud con la que corren las horas en los momentos difíciles. Se  veían las grandes ojeras en su cara, los ojos rojos de no dormir. Y todos los días los vecinos iban a preguntar por la salud de Felipito, ella respondía con esperanza.

–No se vence mi muchacho, hoy tuvo menos fiebre y probó bocado, Diosito no se lo va a llevar.
 -Por favor- decía ella a su comadre y vecinas- ¡pídanle a Dios y a la Virgencita de Guadalupe que no se lo lleven!
Ellas la abrazaban y con voz solidaria le contestaban: sí doña Carmen, todos los días se lo pedimos, usté verá que Felipito va a curarse.

Esa noche Felipito, le pidió agua, y le dijo que se sentía mejor, que ya no le dolía nada.  Que había soñado que jugaba a correr con sus amiguitos. Ella respondió que descansara, y pronto iba a poder levantarse.

Doña Carmen, sintió su corazón latir fuertemente de alegría al escuchar estas palabras. Por fin, confortada por su hijo, se permitió dormir. Cuando despertó todo estaba en silencio, pensó que su hijo estaba mucho mejor porque ya no se quejaba. Se talló los ojos para mirarlo con claridad. Y entonces pudo ver su rostro apacible e inmóvil, su cuerpecito sin respiración, sin un aliento, con sus hermosos ojos negros mirando al techo. Sus hermosos ojos negros que no volverían a mirarla jamás.

Así permaneció ella sentada en cuclillas frente al niño. Mirándolo fijamente, sin poder siquiera llorar. Así la encontraron sus vecinos. Y así se quedó ella sentada, sin darse siquiera cuenta cuando lo llevaron a enterrar.

LA HISTORIA DE NADIE LLAMADO NADIA


Music: fur Alina By Arvo Part

LA HISTORIA DE  NADIE LLAMADO NADIA

En un lugar, de algún país, en algún tiempo que nadie sabe bien cuando fue. Existió una mujer que no era como todas las mujeres de este mundo. A simple vista parecía que sí lo era, porque físicamente, ella  tenía dos pies, dos manos, dos ojos, dos oídos, dos cejas, una boca, una nariz… en fin, todo lo que normalmente tienen los seres humanos. Y además hablaba, caminaba, sonreía y hacía todo, o más bien dicho; casi todo lo que hacen las personas. Así que ante esto, casi nadie podía notar lo diferente que ella era.

El nombre de esta mujer era Nadia. Ella podía pasar desapercibida, incluso estando sola en una habitación vacía. Por una sola razón: ella no tenía voz. No. No se trataba de la voz con la que se dicen las palabras. Ella sí podía hablar, pero su interior estaba completamente hueco. Carecía de deseos en su corazón. Carecía de ilusiones en su alma. Carecía de la voz interna que guía a los seres humanos a través de su vida. Por lo que siempre, necesitó de alguien que guiara su existencia.

Todo comenzó antes que ella naciera. Su madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. No tuvo ningún síntoma. Apenas si aumentó dos kilos, y pensó que estaba engordando debido a las fiestas navideñas. Cuando estaba a punto de ocurrir el parto, creyó que se había indigestado. Y sólo al llegar al hospital se enteró que iba a ser madre…

La familia se sorprendió y aunque su nacimiento fue inesperado y fuera del matrimonio; fue bien recibida. Porque en esa familia todas las mujeres se dedicaban a hilar preciosos tapetes, que se vendían muy caros en el mercado. La niña fue depositada dentro de un cesto, durante los meses en que fue bebé, ahí estaba siempre al lado de su madre que hilaba en el telar. Nunca lloraba, ni siquiera cuando tenía hambre, por lo que la madre, se impuso un horario para darle de comer tres veces al día. Y también para bañarla y cambiarla. Así fue creciendo día a día sin ningún contratiempo. No trataba de salirse de su cesto, ni de gatear, permanecía callada, sentada, viendo a su madre hora tras hora, todos los días.

Poco a poco aprendió el lenguaje,  aunque sólo lo usaba para responder cuando le hacían alguna pregunta. Ella no pedía nunca nada, y en cambió hacía todas las tareas que se le encomendaban. Cuando alguien la invitaba a jugar, pedía permiso a su madre, y si se lo daban iba, y si no, se quedaba tranquila viendo cómo jugaban los demás. No hacía berrinches, ni pedía dulces como los demás niños, ni se quejaba de que no le compraran cosas. Ella solamente miraba todo lo que había a su alrededor.

Cuando su mamá la llevaba al mercado de compras, era su mamá quién le escogía la  ropa que debía usar, la comida que debía comer, los juguetes que debía tener, en fin, que la niña nunca elegía nada. Y parecía que eso no le importaba. No la ponía ni feliz, ni triste. No tenía amigas porque siempre estaba callada, al principio la invitaban a jugar, y ella aceptaba los juegos que los demás escogieran. Pero pronto todos la encontraron aburrida, porque era como estar con la propia sombra. No opinaba, no elegía, no discutía, no aportaba nada.

Los años pasaron así para Nadia, y con esta forma de ser, cualquiera pensaría que nunca se casaría, porque nunca mostraba interés por nada, ni por nadie. De hecho su vida era tan monótona, de la casa a la escuela, de la escuela al taller, del taller a la casa y así todos los días. Los chicos por supuesto no se interesaban en ella, no es que no fuera agradable, es que simplemente era total y absolutamente insípida. Estar frente a ella, era como ponerse frente a un espejo viejo y borroso. Como un fantasma. De tal modo, que la gente fácilmente se olvidaba de ella y de su rostro. Nadie recordaba los rasgos de su cara ó el color de sus ojos. Era como un abismo, sin principio ni fin. No había manera de agradarle ni de disgustarle. No había nada de Nadia.

Un día, su madre enfermó súbitamente. Se quejó de un dolor muy fuerte en el pecho, y cayó de golpe sobre el piso. Nadia la miró sin interés alguno, como quién mira caer una manzana podrida de un árbol. No intentó levantarla, ni pensó en pedir ayuda, hasta que su madre, con gran dificultad se lo pidió explícitamente. Parecía que incluso era inmune al dolor humano. Su madre murió de un infarto y ella no mostró tristeza, ni hubo lágrimas en sus ojos. Y cuando regresaron de enterrarla, ella siguió siendo la misma, sólo que ahora no tenía quién le dijera lo que tenía que hacer. Entonces, se quedó sentada en la orilla de su cama.

Las tías de Nadia siempre habían visto que era muy callada, pero esta actitud de total pasividad, era algo que no se imaginaban. Parecía como si Nadia no tuviera voluntad propia. Acordaron que no podían dejarla viviendo sola, porque era incapaz de tomar ninguna decisión. Una de ellas  la llevó a su casa, mientras pensaban qué podían hacer.

En el velorio había estado presente un amigo de la familia, que ya era una persona mayor. Él no era casado y se había interesado en Nadia. Cuando hubo pasado el tiempo de guardar luto, habló con la familia para pedir su mano. Todos estuvieron de acuerdo y pronto se celebró la boda. No hubo ninguna fiesta, porque Nadia no tenía amigas, y el novio no tenía familia en ese lugar. Así que el enlace matrimonial se hizo sólo con la compañía de las tías y los testigos, en presencia del juez.  Nadia fue llevada a otra casa y le dijeron que desde ese día viviría con el señor que era su esposo. Ella simplemente hizo lo que le decían.

Desde entonces, Nadia comenzó a vivir la vida que le decía su marido. Vestía como él  quería e incluso le decía la cantidad exacta de comida que debía comer.  Cada día le indicaba claramente lo que eran sus deberes, y ella sin dificultad los realizaba. Lo único que no sabía hacer, era cocinar, porque no le encontraba el sabor a la comida, no sabía si estaba salada o simple, cruda o quemada. Pero fuera de eso, el marido estaba satisfecho con ella, porque era la mujer más dócil que podía desear. Le obedecía absolutamente en todo. Limpiaba la casa, incluso iba de compras, claro con una lista que él le daba de antemano, porque ella nunca sabía qué comprar. Cuando tenía que comprarse ropa, le preguntaba a quien la vendiera cual sería la adecuada para ella, así solucionaba su problema para elegir.           

Tiempo después Nadia tuvo un hijo. Y pudo cuidarlo gracias a las instrucciones precisas de su marido. En todo este tiempo de convivencia, por fin ella había aprendido a preguntar cuando no sabía algo. Pero la única persona en quién confiaba era su marido. Creía en su palabra y en la de nadie más. Él la trataba como a una niña a la que se debe decir cómo debe comportarse y tenía un total control sobre ella. Cuando regresaba del trabajo revisaba la lista de deberes de Nadia y era feliz de ver que todo se había hecho. Él a veces coqueteaba con otras mujeres en su presencia, y ella parecía no darse cuenta, o tal vez, no le importaba. Incluso llegó la ocasión en que tenía otra novia y la llevaba a comer a su propia casa y le decía Nadia que sólo era su amiga y que no tenía que preocuparse de nada, ni hacer caso de las habladurías de la gente, porque sólo ella era su esposa y lo demás no importaba.

Un día su esposo decidió que debían mudarse al pueblo en donde vivía el resto de sus parientes. Cuando llegaron al pueblo, nadie notó nada extraño, parecían una familia normal. El esposo había enseñado a Nadia a sonreír cuando él hacía una broma o reían los demás. La mandó a tomar clases de cestería en la iglesia con otras señoras. Pero cuando alguien le preguntaba sobre sus preferencias, ella siempre respondía que era su esposo quién elegía todo, que sólo él sabía hacer las cosas bien. Todos los días él le decía que era muy afortunada porque nadie tenía en el pueblo un marido tan inteligente y con tantas virtudes. Y ella lo creía todo, a pesar de que él nunca le ayudaba a realizar ningún quehacer de la casa, o del cuidado de su hijo, ni la llevaba jamás a ningún lado a pasear y le contaba hasta el último centavo que le daba para el gasto de la comida. Y con frecuencia le decía también que era doblemente afortunada porque fuera de él nadie más podría interesarse en ella y que debería esforzarse todos los días para conservar su amor y ser agradecida.

Las pocas veces en que Nadia conversaba con alguien, siempre hablada de lo perfecto que su marido era y de su gran fortuna al haberlo conocido. Hablaba de él como si de un dios se tratara porque así se lo había hecho creer, que en realidad era un iluminado. Es decir un ser especial, enviado por Dios para ayudar a los seres descarriados. Y ambos creían en eso. Su marido le decía a todo mundo cómo debía comportarse, qué era lo que le convenía a cada quién, aún cuando nadie le pidiera su opinión o su consejo. Siempre estaba criticando a la gente, así que pronto se volvió desagradable y la mayoría comenzó a alejarse de él. Pero hubo unos cuantos que empezaron a seguirlo. Era un grupo que constantemente escuchaban sus sermones y también creían que era un enviado de Dios.

Pronto el esposo comenzó a buscarse otras mujeres en otros pueblos cercanos. E incluso tuvo hijos con ellas y a pesar de que los rumores llegaban a Nadia. Ella simplemente los ignoraba, pues creía ciegamente en su esposo, cuando le decía  que él las ayudaba desinteresadamente  porque otros hombres las habían engañado y abandonado con sus hijos. Muchas veces, ellas iban a buscarlo a su casa y Nadia las atendía como si fueran sus amigas. Llegó él día en que su esposo le dijo que tendría que ponerse a trabajar para mantener a su hijo, pues ya llevaba mucho tiempo sin que aportara nada. Pero la verdad, era que ya no le alcanzaba el dinero, debido a que tenía demasiadas mujeres. Entonces ella puso un bazar de cosas usadas en el patio de su casa. El negocio prosperó rápidamente y era tan fructífero que ganaba dinero para todos los gastos de la familia y más. Pero ni aún así, ella podía disponer por su cuenta de un solo centavo, porque cada día su esposo recogía las ganancias  de su trabajo y le daba contadamente los pesos necesarios para los gastos de la casa y nada más.

Nadia parecía vivir muy feliz con la vida que su esposo le daba y cuando alguien se atrevía a mencionar el parecido tan extraordinario de los hijos de las otras mujeres con su esposo, ella respondía que le tenían envidia, por ese marido tan ejemplar que tenía. Y que las intrigas no lograrían separarla de él. Pero un día, él conoció a una jovencita que le agradó como nadie antes. Y decidió irse a vivir con ella. Para ello le dijo a Nadia, que era una misión que Dios le había encomendado,  porque  unos hombres malvados querían hacerle daño y él tenía que protegerla. Razón por la cual debía estar siempre alerta y a su lado. Ella como siempre creyó en su palabra. Aquél hombre se mudó de casa, pero todos los días iba con Nadia por el dinero de las ventas. Con él llevaba a pasear a su nueva mujer, y además le dejaban al bebé a su cuidado. Ella se mostraba feliz de saber que su esposo estaba cumpliendo una misión sagrada. Mientras toda la gente se reía en su propia cara.

Pasaron los años, y Nadia vivía solamente con su hijo, que ya era un adolescente. Su marido seguía yendo  por el dinero. Y cuando ella le preguntaba cuándo volvería a casa, el respondía que tuviera paciencia, que no tenía nada de que preocuparse porque él estaba siempre pendiente de ella. Y que sólo Dios podría decirle cuando terminaría su misión.

Y ella esperó pacientemente… un año, dos, tres, cuatro, y habría esperado eternamente. De no ser porque la mujer con la que su esposo vivía, lo descubrió siéndole infiel con otra. En venganza, decidió mandar golpearlo simulando un asalto. El hombre quedó tan dañado de la columna que no pudo volver a caminar, entonces fue que volvió a su casa. Nadia lo cuidó por el resto de los años que él vivió, con la misma adoración que se le tiene a un santo. Porque él le dijo que su misión había terminado, que había logrado terminar con los maleantes que amenazaban la vida de la mujer con la que había vivido, a pesar de que lo habían golpeado. Ella estuvo muy orgullosa de su marido. Quizás era el único sentimiento que había experimentado en su vida.

Nadia era incapaz de cuestionar nada, toda su vida había hecho al pie de la letra lo que le ordenaran, primero con su madre, y después con su esposo. Cuando él murió, ella continúo obedeciendo  órdenes. Sólo que ahora, eran de su hijo y de la esposa de su hijo, quién por cierto, aprovechaba la absoluta sumisión de su suegra, para dejarla con la responsabilidad total de cuidar a sus hijos, mientras ella se iba a visitar a sus amigas. Cuando sus nietos crecieron, también aprendieron a dar órdenes a Nadia, a quién solamente le gritaban por su nombre, y nunca; abuela. Lo mismo que su hijo, que nunca la llamó; madre.

La vida de Nadia siguió con más trabajo que nunca, al cuidado del bazar, de los nietos y del quehacer de la casa. Sin un segundo para descansar, hasta que un día ya no pudo más. Su corazón, dejó de latir súbitamente y murió intempestivamente, de  la misma forma que su madre. Sobre la tumba en donde se enterró su cuerpo, solo había una cruz de madera con su nombre: Nadia.

Con el pasó de los años, las letras se fueron borrando, y un día alguien quiso saber de quién era esa tumba. Pero de ella sólo se recordaba, que era la tumba de la esposa del hombre que se decía el iluminado. Nadie sabía el color de su piel, de sus ojos, sus gustos, sus sueños, o  sus metas.  Pronto nadie recordaba su nombre, y en la cruz de madera no había ni una letra.

 De Nadia, nadie recordaba nada.