Ella estaba
sola en la casa, todos se habían ido. De pronto se dio cuenta de que a su lado
no había nadie, no se sentía sola ni triste, simplemente estaba tranquila,
disfrutando de la quietud de la tarde gris. Corrió la cortina y divisó a través
de la ventana. Miró la suave brisa de la llovizna derramándose sobre el verde
follaje de los arboles. Miró el paisaje con dulzura, con amor, con respeto, con
agradecimiento. La frescura de esa brisa era una sutil caricia para su cara. El
olor a tierra mojada se expandía sobre la ventana. Y entonces a lo lejos ella
miró con nostalgia. Miró ese lejano horizonte cercano a la mirada, pero lejos
al tacto.
No había
manera de asir la distancia. No había manera de asir el tiempo. Ni había manera
de asir a las personas amadas. Todo se había ido poco a poco al paso de los
días. Se había evaporado como la suave brisa al contacto de la tibieza de un
rayo de sol. Ahora todo era tan lejano, demasiado lejano para que volviera.
No había
manera de hacer volver el tiempo. Día a día se había acumulado sobre los
recuerdos, el polvo del olvido. Ahora todo era tan difuso que aunque quisiera
armarse el rompecabezas; las formas se habían desdibujado. Los recuerdos se
escapaban de la mente, las frases estaban incompletas y algunas palabras
simplemente fueron olvidadas. Apenas
algunos fragmentos de conversaciones, quizás los más relevantes: los que se
grabaron a fuego en el corazón. Solo los que estaban bañados en la más intensa
emoción del amor.
Pero…¿qué
quedaba ahora? Nada era igual. Aunque los días de la semana se repitieran cada
siete, y de semana en semana se hiciera un mes, después un año y al final toda
una vida. ¡Que importaba! si al final la vida misma parecía tan ajena. La casa
vacía, fotos de tantas personas del pasado que alguna vez estuvieron en este
escenario, y que ahora estaban en otro lado. Sepultados los recuerdos ante las
nuevas experiencias, ante los nuevos sueños, ante las nuevas ilusiones.
Así estaba
ella frente a la ventana: difusa, volátil, como el aire y el tiempo. Los años
se habían escapado como un suspiro, como el agua entre las manos, como la
chispa del fuego. Y las manos. Sí. Las manos tratando de atrapar esos sueños.
Pero era como querer atrapar el humo, como querer atrapar el viento. Nada de aquello
existía ya. Solo las imágenes de lo que fue…y fuera de eso; nada. Sí, era
verdad que existían las mismas personas, pero en otro espacio y con otros
sueños, como si fueran de otro universo.
No había ya
ninguna manera de coincidir. Ni había ya la ilusión de un reencuentro. Se había
ido el pasado, se había ido la gente, se había ido el momento. Se dio cuenta de
que el tiempo en la vida del ser humano es lineal, no hay manera de volver
atrás. No hay manera de corregir nada. No hay manera de volver a empezar. La
vida no es como los meses del año, no es como la lluvia de cada verano que
algún día vuelve a empezar. Solo le quedaba mirar hacia adelante. Mirar el
nuevo sol que cada día nace. Admirarlo porque cada día tiene una nueva
oportunidad.
Pero ella
era solo un ser humano, ella había comprendido que había tenido su oportunidad.
Sabía que no podía reescribir su historia y su vida. Sabía que todo lo que
podía haber hecho, hecho estaba; bien o mal. No podía volver al punto de donde
había venido. No podía volver a ningún punto crucial. Se alegró de haber
disfrutado cada día. Se alegró de haber amado intensamente y haber guardado
para siempre esos momentos en el corazón. Se alegró de esos bellos recuerdos,
que aún le hacían vibrar de emoción. Se alegró de sentir el alma llena de amor.
Así que se
sentó tranquilamente en la mecedora que estaba frente a la ventana. Y mientras
el sonido de la lluvia que caía suavemente la arrullaba, en sus labios se
dibujó una sonrisa y sin darse cuenta, ella cerró los ojos para no abrirlos
jamás. Así fue como la encontraron sus hijos
a la mañana siguiente: hermosa y sonriente como había sido siempre.
Reuters/AP 2009 Reproducción sin afán de lucro sólo con fines informativos.
EL REGRESO A
CASA.
Tenía ya dos
meses que había iniciado la epidemia de viruela en San Antonio el seco. Las
personas morían rápidamente, una tras otra. Todos los días había por lo menos un entierro y a veces hasta tres. Doña Carmen regresó muy pronto
del panteón donde acababa de enterrar a Paquito, su hijo de tan solo 8 años. Ni
siquiera esperó a que la tumba estuviera cubierta completamente de tierra, aunque
le pidió a su comadre Adolfa que se encargara de ponerle un ramo de flores. En verdad le urgía regresar a su choza de madera, porque sobre el petate
viejo y raído, había dejado acostado, hirviendo en fiebre, a su segundo hijo:
Felipe.
Entró
presurosa, dispuesta a ponerle paños de agua fría, sin embargo no había mucho
que pudiera hacer ante la ausencia de medicamentos. El niño llevaba ya dos días
sin comer porque tenía pústulas dentro de la boca, que le dificultaban hasta
tragar el agua. Pero ella no se dejaba vencer fácilmente, le preparó un té de
yerbas para cerrar las llagas. Doña Carmen sabía que en epidemias anteriores
algunas personas llegaban a vencer a la enfermedad, aunque quedaban para
siempre marcadas con las cicatrices de los granos en la cara. Eso no le
importaba. En esos tiempos era tan difícil que un niño llegara a adulto y a
doña Carmen ya se le habían muerto tres.
Así que con
la dedicación que solo puede surgir de luchar siempre en condiciones de dureza,
doña Carmen siguió cuidando a su hijo y rezando a Dios, pidiéndole que por lo
menos le dejara a éste; el único que le quedaba. No le importó su cansancio por
los desvelos de las noches anteriores, mientras cuidaba a Paquito recién fallecido. Ni siquiera había podido ir
a realizar su faena al campo. No tenía ya nada en la despensa, pero en la pobreza
también existe la caridad y sus vecinos le llevaban un poco de comida cada día.
Gracias a la generosidad ella podía continuar inamovible, esperando un milagro
para su hijo.
Pasó un día
y después otro, con la lentitud con la que corren las horas en los momentos
difíciles. Se veían las grandes ojeras
en su cara, los ojos rojos de no dormir. Y todos los días los vecinos iban a
preguntar por la salud de Felipito, ella respondía con esperanza.
–No se vence
mi muchacho, hoy tuvo menos fiebre y probó bocado, Diosito no se lo va a
llevar.
-Por favor- decía ella a su comadre y vecinas-
¡pídanle a Dios y a la Virgencita de Guadalupe que no se lo lleven!
Ellas la
abrazaban y con voz solidaria le contestaban: sí doña Carmen, todos los días se
lo pedimos, usté verá que Felipito va
a curarse.
Esa noche
Felipito, le pidió agua, y le dijo que se sentía mejor, que ya no le dolía
nada. Que había soñado que jugaba a
correr con sus amiguitos. Ella respondió que descansara, y pronto iba a poder
levantarse.
Doña Carmen,
sintió su corazón latir fuertemente de alegría al escuchar estas palabras. Por
fin, confortada por su hijo, se permitió dormir. Cuando despertó todo estaba en
silencio, pensó que su hijo estaba mucho mejor porque ya no se quejaba. Se
talló los ojos para mirarlo con claridad. Y entonces pudo ver su rostro apacible
e inmóvil, su cuerpecito sin respiración, sin un aliento, con sus hermosos ojos
negros mirando al techo. Sus hermosos ojos negros que no volverían a mirarla
jamás.
Así
permaneció ella sentada en cuclillas frente al niño. Mirándolo fijamente, sin
poder siquiera llorar. Así la encontraron sus vecinos. Y así se quedó ella
sentada, sin darse siquiera cuenta cuando lo llevaron a enterrar.
En un lugar, de algún país, en
algún tiempo que nadie sabe bien cuando fue. Existió una mujer que no era como
todas las mujeres de este mundo. A simple vista parecía que sí lo era, porque físicamente,
ella tenía dos pies, dos manos, dos
ojos, dos oídos, dos cejas, una boca, una nariz… en fin, todo lo que
normalmente tienen los seres humanos. Y además hablaba, caminaba, sonreía y
hacía todo, o más bien dicho; casi todo lo que hacen las personas. Así que ante
esto, casi nadie podía notar lo diferente que ella era.
El nombre de esta mujer era
Nadia. Ella podía pasar desapercibida, incluso estando sola en una habitación
vacía. Por una sola razón: ella no tenía voz. No. No se trataba de la voz con
la que se dicen las palabras. Ella sí podía hablar, pero su interior estaba
completamente hueco. Carecía de deseos en su corazón. Carecía de ilusiones en
su alma. Carecía de la voz interna que guía a los seres humanos a través de su
vida. Por lo que siempre, necesitó de alguien que guiara su existencia.
Todo comenzó antes que ella
naciera. Su madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. No tuvo
ningún síntoma. Apenas si aumentó dos kilos, y pensó que estaba engordando
debido a las fiestas navideñas. Cuando estaba a punto de ocurrir el parto,
creyó que se había indigestado. Y sólo al llegar al hospital se enteró que iba
a ser madre…
La familia se sorprendió y
aunque su nacimiento fue inesperado y fuera del matrimonio; fue bien recibida. Porque
en esa familia todas las mujeres se dedicaban a hilar preciosos tapetes, que se
vendían muy caros en el mercado. La niña fue depositada dentro de un cesto, durante
los meses en que fue bebé, ahí estaba siempre al lado de su madre que hilaba en
el telar. Nunca lloraba, ni siquiera cuando tenía hambre, por lo que la madre,
se impuso un horario para darle de comer tres veces al día. Y también para
bañarla y cambiarla. Así fue creciendo día a día sin ningún contratiempo. No
trataba de salirse de su cesto, ni de gatear, permanecía callada, sentada,
viendo a su madre hora tras hora, todos los días.
Poco a poco aprendió el
lenguaje, aunque sólo lo usaba para
responder cuando le hacían alguna pregunta. Ella no pedía nunca nada, y en
cambió hacía todas las tareas que se le encomendaban. Cuando alguien la
invitaba a jugar, pedía permiso a su madre, y si se lo daban iba, y si no, se
quedaba tranquila viendo cómo jugaban los demás. No hacía berrinches, ni pedía
dulces como los demás niños, ni se quejaba de que no le compraran cosas. Ella solamente
miraba todo lo que había a su alrededor.
Cuando su mamá la llevaba al
mercado de compras, era su mamá quién le escogía la ropa que debía usar, la comida que debía
comer, los juguetes que debía tener, en fin, que la niña nunca elegía nada. Y parecía
que eso no le importaba. No la ponía ni feliz, ni triste. No tenía amigas
porque siempre estaba callada, al principio la invitaban a jugar, y ella
aceptaba los juegos que los demás escogieran. Pero pronto todos la encontraron
aburrida, porque era como estar con la propia sombra. No opinaba, no elegía, no
discutía, no aportaba nada.
Los años pasaron así para
Nadia, y con esta forma de ser, cualquiera pensaría que nunca se casaría,
porque nunca mostraba interés por nada, ni por nadie. De hecho su vida era tan
monótona, de la casa a la escuela, de la escuela al taller, del taller a la
casa y así todos los días. Los chicos por supuesto no se interesaban en ella,
no es que no fuera agradable, es que simplemente era total y absolutamente
insípida. Estar frente a ella, era como ponerse frente a un espejo viejo y
borroso. Como un fantasma. De tal modo, que la gente fácilmente se olvidaba de
ella y de su rostro. Nadie recordaba los rasgos de su cara ó el color de sus
ojos. Era como un abismo, sin principio ni fin. No había manera de agradarle ni
de disgustarle. No había nada de Nadia.
Un día, su madre enfermó
súbitamente. Se quejó de un dolor muy fuerte en el pecho, y cayó de golpe sobre
el piso. Nadia la miró sin interés alguno, como quién mira caer una manzana
podrida de un árbol. No intentó levantarla, ni pensó en pedir ayuda, hasta que
su madre, con gran dificultad se lo pidió explícitamente. Parecía que incluso
era inmune al dolor humano. Su madre murió de un infarto y ella no mostró
tristeza, ni hubo lágrimas en sus ojos. Y cuando regresaron de enterrarla, ella
siguió siendo la misma, sólo que ahora no tenía quién le dijera lo que tenía
que hacer. Entonces, se quedó sentada en la orilla de su cama.
Las tías de Nadia siempre
habían visto que era muy callada, pero esta actitud de total pasividad, era
algo que no se imaginaban. Parecía como si Nadia no tuviera voluntad propia. Acordaron
que no podían dejarla viviendo sola, porque era incapaz de tomar ninguna
decisión. Una de ellas la llevó a su
casa, mientras pensaban qué podían hacer.
En el velorio había estado
presente un amigo de la familia, que ya era una persona mayor. Él no era casado
y se había interesado en Nadia. Cuando hubo pasado el tiempo de guardar luto,
habló con la familia para pedir su mano. Todos estuvieron de acuerdo y pronto
se celebró la boda. No hubo ninguna fiesta, porque Nadia no tenía amigas, y el
novio no tenía familia en ese lugar. Así que el enlace matrimonial se hizo sólo
con la compañía de las tías y los testigos, en presencia del juez. Nadia fue llevada a otra casa y le dijeron
que desde ese día viviría con el señor que era su esposo. Ella simplemente hizo
lo que le decían.
Desde entonces, Nadia comenzó a
vivir la vida que le decía su marido. Vestía como él quería e incluso le decía la cantidad exacta
de comida que debía comer. Cada día le
indicaba claramente lo que eran sus deberes, y ella sin dificultad los
realizaba. Lo único que no sabía hacer, era cocinar, porque no le encontraba el
sabor a la comida, no sabía si estaba salada o simple, cruda o quemada. Pero
fuera de eso, el marido estaba satisfecho con ella, porque era la mujer más
dócil que podía desear. Le obedecía absolutamente en todo. Limpiaba la casa,
incluso iba de compras, claro con una lista que él le daba de antemano, porque
ella nunca sabía qué comprar. Cuando tenía que comprarse ropa, le preguntaba a
quien la vendiera cual sería la adecuada para ella, así solucionaba su problema
para elegir.
Tiempo después Nadia tuvo un
hijo. Y pudo cuidarlo gracias a las instrucciones precisas de su marido. En
todo este tiempo de convivencia, por fin ella había aprendido a preguntar
cuando no sabía algo. Pero la única persona en quién confiaba era su marido.
Creía en su palabra y en la de nadie más. Él la trataba como a una niña a la
que se debe decir cómo debe comportarse y tenía un total control sobre ella. Cuando
regresaba del trabajo revisaba la lista de deberes de Nadia y era feliz de ver
que todo se había hecho. Él a veces coqueteaba con otras mujeres en su
presencia, y ella parecía no darse cuenta, o tal vez, no le importaba. Incluso
llegó la ocasión en que tenía otra novia y la llevaba a comer a su propia casa
y le decía Nadia que sólo era su amiga y que no tenía que preocuparse de nada,
ni hacer caso de las habladurías de la gente, porque sólo ella era su esposa y
lo demás no importaba.
Un día su esposo decidió que
debían mudarse al pueblo en donde vivía el resto de sus parientes. Cuando
llegaron al pueblo, nadie notó nada extraño, parecían una familia normal. El
esposo había enseñado a Nadia a sonreír cuando él hacía una broma o reían los
demás. La mandó a tomar clases de cestería en la iglesia con otras señoras.
Pero cuando alguien le preguntaba sobre sus preferencias, ella siempre
respondía que era su esposo quién elegía todo, que sólo él sabía hacer las
cosas bien. Todos los días él le decía que era muy afortunada porque nadie
tenía en el pueblo un marido tan inteligente y con tantas virtudes. Y ella lo
creía todo, a pesar de que él nunca le ayudaba a realizar ningún quehacer de la
casa, o del cuidado de su hijo, ni la llevaba jamás a ningún lado a pasear y le
contaba hasta el último centavo que le daba para el gasto de la comida. Y con
frecuencia le decía también que era doblemente afortunada porque fuera de él
nadie más podría interesarse en ella y que debería esforzarse todos los días
para conservar su amor y ser agradecida.
Las pocas veces en que Nadia
conversaba con alguien, siempre hablada de lo perfecto que su marido era y de
su gran fortuna al haberlo conocido. Hablaba de él como si de un dios se
tratara porque así se lo había hecho creer, que en realidad era un iluminado. Es decir un ser especial,
enviado por Dios para ayudar a los seres descarriados. Y ambos creían en eso.
Su marido le decía a todo mundo cómo debía comportarse, qué era lo que le
convenía a cada quién, aún cuando nadie le pidiera su opinión o su consejo. Siempre
estaba criticando a la gente, así que pronto se volvió desagradable y la
mayoría comenzó a alejarse de él. Pero hubo unos cuantos que empezaron a
seguirlo. Era un grupo que constantemente escuchaban sus sermones y también
creían que era un enviado de Dios.
Pronto el esposo comenzó a
buscarse otras mujeres en otros pueblos cercanos. E incluso tuvo hijos con
ellas y a pesar de que los rumores llegaban a Nadia. Ella simplemente los
ignoraba, pues creía ciegamente en su esposo, cuando le decía que él las ayudaba desinteresadamente porque otros hombres las habían engañado y
abandonado con sus hijos. Muchas veces, ellas iban a buscarlo a su casa y Nadia
las atendía como si fueran sus amigas. Llegó él día en que su esposo le dijo
que tendría que ponerse a trabajar para mantener a su hijo, pues ya llevaba
mucho tiempo sin que aportara nada. Pero la verdad, era que ya no le alcanzaba
el dinero, debido a que tenía demasiadas mujeres. Entonces ella puso un bazar de
cosas usadas en el patio de su casa. El negocio prosperó rápidamente y era tan
fructífero que ganaba dinero para todos los gastos de la familia y más. Pero ni
aún así, ella podía disponer por su cuenta de un solo centavo, porque cada día
su esposo recogía las ganancias de su
trabajo y le daba contadamente los pesos necesarios para los gastos de la casa
y nada más.
Nadia parecía vivir muy feliz
con la vida que su esposo le daba y cuando alguien se atrevía a mencionar el
parecido tan extraordinario de los hijos de las otras mujeres con su esposo,
ella respondía que le tenían envidia, por ese marido tan ejemplar que tenía. Y
que las intrigas no lograrían separarla de él. Pero un día, él conoció a una
jovencita que le agradó como nadie antes. Y decidió irse a vivir con ella. Para
ello le dijo a Nadia, que era una misión que Dios le había encomendado, porque
unos hombres malvados querían hacerle daño y él tenía que protegerla.
Razón por la cual debía estar siempre alerta y a su lado. Ella como siempre
creyó en su palabra. Aquél hombre se mudó de casa, pero todos los días iba con
Nadia por el dinero de las ventas. Con él llevaba a pasear a su nueva mujer, y
además le dejaban al bebé a su cuidado. Ella se mostraba feliz de saber que su
esposo estaba cumpliendo una misión sagrada. Mientras toda la gente se reía en
su propia cara.
Pasaron los años, y Nadia vivía
solamente con su hijo, que ya era un adolescente. Su marido seguía yendo por el dinero. Y cuando ella le preguntaba
cuándo volvería a casa, el respondía que tuviera paciencia, que no tenía nada
de que preocuparse porque él estaba siempre pendiente de ella. Y que sólo Dios
podría decirle cuando terminaría su misión.
Y ella esperó pacientemente… un
año, dos, tres, cuatro, y habría esperado eternamente. De no ser porque la mujer
con la que su esposo vivía, lo descubrió siéndole infiel con otra. En venganza,
decidió mandar golpearlo simulando un asalto. El hombre quedó tan dañado de la
columna que no pudo volver a caminar, entonces fue que volvió a su casa. Nadia
lo cuidó por el resto de los años que él vivió, con la misma adoración que se
le tiene a un santo. Porque él le dijo que su misión había terminado, que había
logrado terminar con los maleantes que amenazaban la vida de la mujer con la
que había vivido, a pesar de que lo habían golpeado. Ella estuvo muy orgullosa
de su marido. Quizás era el único sentimiento que había experimentado en su
vida.
Nadia era incapaz de cuestionar
nada, toda su vida había hecho al pie de la letra lo que le ordenaran, primero
con su madre, y después con su esposo. Cuando él murió, ella continúo
obedeciendo órdenes. Sólo que ahora,
eran de su hijo y de la esposa de su hijo, quién por cierto, aprovechaba la
absoluta sumisión de su suegra, para dejarla con la responsabilidad total de
cuidar a sus hijos, mientras ella se iba a visitar a sus amigas. Cuando sus
nietos crecieron, también aprendieron a dar órdenes a Nadia, a quién solamente
le gritaban por su nombre, y nunca; abuela. Lo mismo que su hijo, que nunca la
llamó; madre.
La vida de Nadia siguió con más
trabajo que nunca, al cuidado del bazar, de los nietos y del quehacer de la
casa. Sin un segundo para descansar, hasta que un día ya no pudo más. Su corazón,
dejó de latir súbitamente y murió intempestivamente, de la misma forma que su madre. Sobre la tumba en
donde se enterró su cuerpo, solo había una cruz de madera con su nombre: Nadia.
Con el pasó de los años, las
letras se fueron borrando, y un día alguien quiso saber de quién era esa tumba.
Pero de ella sólo se recordaba, que era la tumba de la esposa del hombre que se
decía el iluminado. Nadie sabía el
color de su piel, de sus ojos, sus gustos, sus sueños, o sus metas.
Pronto nadie recordaba su nombre, y en la cruz de madera no había ni una
letra.