sábado, 23 de junio de 2012

EL ESPEJO DEL LAGO



EL ESPEJO DEL LAGO.

Había una vez, y también no había, en un lugar muy, pero muy lejano. Tan lejano que la gente creía que nunca había existido; el pueblo más hermoso que la mente humana jamás podría haber imaginado. Había sido creado por los dioses con todas las bendiciones, que nunca los dioses habían dado a ningún otro lugar. Este pueblo fue creado en el principio de todos los tiempos, es por eso que los hombres no pueden recordarlo. Porque el mismo hombre no tenía memoria. Todo era nuevo, y todo se creaba a cada instante. El Gran Dios, o Dios de todos los Dioses, decidió crear una criatura que algún día pudiera ser como él. Para ello abrió su corazón, que no era, como el corazón humano. No. Más bien, se trataba de una luz de la que todo emanaba y surgía a petición del Gran Dios. De ahí tomó una gran porción de energía luminosa y con fuerza, la lanzó al espacio. Entonces, surgieron las estrellas que rápidamente se distribuyeron en el infinito. Y para cada estrella creó varios planetas. Tomó otro puño de luz entre sus manos, sopló con fuerza su propio aliento y de ahí surgieron todos los dioses que le ayudarían a crear y cuidar las demás cosas de todos los planetas. Así nació el Dios del Viento, el Dios del Agua,  el Dios del Fuego, el Dios de las Plantas y el Dios del Tiempo. Después, tomó un poco del polvo de las estrellas y del aliento de los dioses,  y de esos dos elementos: formó al hombre.

Al principio de los tiempos, cuando el Gran Dios puso al hombre a vivir en este mundo, encargó a los dioses que cuidaran de él. Y ellos se esmeraban y lo protegían como se protege a un hijo, y al hombre no le faltaba nada. Todo era perfecto. Pero el Gran Dios, se dio cuenta de que la única manera de que el hombre algún día pudiera evolucionar, y tener las virtudes y la sabiduría de los dioses, era a través de su propia experiencia, a través de sus propias decisiones. Y entonces, decidió otorgarle la capacidad de elegir. Para ello, era necesario que aprendiera a cuidarse a sí mismo y a todo lo que él le había concedido, con el mismo amor que le debía al Gran Dios. Entonces envío a los dioses  a crear otros mundos, y dejó a cargo del hombre a un solo dios: el Dios del Tiempo. Nuevamente de su propio corazón, el Gran dios tomó una porción de luz y con la ayuda de los dioses, hizo algunos cambios al ser humano. Lo hizo fuerte y rudo porque en el recién mundo, todo aún se estaba creando. Le dio inteligencia para que aprendiera a cuidar a su mundo y a todos los seres vivos. Puso en su corazón una chispa de luz de su propio corazón, para que algún día el ser humano pudiera encontrar dentro de sí, su origen divino y se comunicara con el Gran Dios, y con todas las cosas y seres vivos de la creación, a través del amor. Y entonces se pudiera dar cuenta que todos tenían el mismo origen y que podría volver a ser parte del Gran Dios.

El Gran Dios creó un  mundo paralelo a este mundo material en el que puso a vivir al hombre. Sin embargo, este lugar no estaba a la vista de todos, y muy pocas personas llegaron a verlo alguna vez. Y con la ayuda del Dios del Tiempo creó en ciertos lugares especiales, algunos portales para acceder a este mundo, en donde el hombre pudiera tener contacto con los dioses y su sabiduría.  Cada uno de estos lugares, estaba custodiado por el Dios del Tiempo. Y a través de ellos, el hombre podía pedir al Gran Dios todo cuanto necesitara, y le era concedido, si la petición era hecha por un corazón limpio y lleno de fe. Uno de esos lugares mágicos y sagrados, estaba en el pueblo antes mencionado.

Y por ser uno de los lugares con un portal a otros mundos. En él se crearon todos los elementos necesarios, para despertar la sensibilidad del hombre y encender su chispa divina. En él se hallaban toda clase de riquezas, que cualquier ser mortal puede anhelar. Así que los dioses se esmeraron en cada una de sus creaciones. El Dios del Viento, se dio a la tarea de levantar las montañas más altas en los alrededores. Para ello buscó hermosos peñascos, donde el hombre pudiera escalar, para fortalecer su cuerpo y su espíritu. Las montañas fueron hechas de todos los materiales posibles. Las había gigantes e imponentes, o de suaves pendientes. Y las grandes planicies fueron pensadas, para que desde ellas, el hombre pudiera admirar toda la majestuosidad que el Gran Dios  le había puesto enfrente.

 El Dios de las Plantas, seleccionó hermosos y variados árboles, para que en ellos los pájaros construyeran sus nidos. Se crearon majestuosos árboles que se incrustaban en las rocas y sus raíces se extendían en un largo abrazo sobre la pared de la montaña, aferrándose a la vida y desafiando al vacío. Otros árboles más, fueron puestos a la orilla de arroyuelos, para que los hombres pudieran descansar bajo su sombra, cuando se detenían a beber agua. Y todos los árboles traían otro regalo dentro de sí: deliciosos y nutritivos frutos. También había especies de árboles que, con algunas especies de plantas, servían para curar las dolencias y enfermedades. Pero no sólo eso, los campos fueron ornamentados con las más hermosas y aromáticas flores, de las cuales las abejas colectaban la deliciosa miel, que por cierto, era la mejor de la que el hombre pueda tener memoria.

¿Y qué decir de los animales? El Gran Dios creó la vida animal en múltiples expresiones. Los había de todos, desde los más feroces, hasta los más delicados pájaros de vistosos plumajes y melodiosos cantos. Y no podían faltar, las delicadas mariposas multicolores. Además, de miles de insectos de esplendentes diseños, que en las noches,  brillaban bajo la luz de la luna, cual preciosos diamantes.
El Dios del fuego por su parte, se encargaba de que un enorme sol enviara a la tierra su calor día con día, en la medida exacta para que todas las especies de plantas pudieran desarrollarse como debían. Y con la cantidad de luz necesaria para alumbrar el día y descansar en la noche. Y colocó en el firmamento una luna, que iluminara la noche como un enorme faro, pero con una luz tenue que apenas disipara la oscuridad.

El Dios de la Lluvia, se encargaba de que puntualmente el agua bañara los campos e hiciera renacer todo. En los lechos de las rocas, se tallaron caminos por los que el agua escurría en enormes cascadas, en donde podía escucharse el rugir de la montaña. Se creó un hermoso y enorme lago, donde las aves pudieran acudir para deleitar con su canto a todos los seres vivientes. Pero además, y esto era lo extraordinario; el Gran Dios puso en este lugar preciosos y delicados pájaros, que serían los mensajeros entre él y los hombres. Estos pájaros que no existían en ningún otro lado, se comunicaban en un lenguaje, que sólo podía ser escuchado por un corazón limpio y libre de temor. Un lenguaje que el ser humano, sólo podía aprender desde la profundidad de  su ser y su amor al Gran Dios.

Durante el verano, después de copiosas y abundantes lluvias, el lago era tan grande que al medio día, cuando no había viento, reflejaba con gran claridad las grandes montañas. Se convertía en el espejo más grande que se pudiera imaginar. Se veía un mundo arriba y otro abajo. Y así era en realidad, porque ahí exactamente, estaba la puerta por la que los hombres de corazón íntegro, podían viajar a cualquier mundo de cualquier dimensión, con solo desearlo con el corazón. Así que el Dios del Tiempo inventó un mecanismo, para darle al hombre una pista de lo que en realidad significaba ese lugar. Sólo permitía que el espejo del lago existiera por breves días al año, es decir; sólo cuando llovía intensamente. Entonces, sobre la superficie se reflejaba todo lo externo. Su propósito, era mostrarle al hombre que lo que veía delante de sí, sólo era un reflejo, y que podía esfumarse rápidamente lo mismo que el lago, quedando sólo un lugar seco y agrietado. Y esto lo hacía el Gran Dios solamente, para mostrarle al hombre que las cosas realmente vitales podían desaparecerse en un instante, lo mismo que el agua. Y que cuando eso sucede, del hombre no queda nada, ni siquiera el reflejo. Esto sucedía año con año, para recordarle lo verdaderamente importante en su vida.

A los primeros hombres que poblaron este lugar, les enseño a comunicarse con él, por medio de un ritual, cuyo significado el hombre había ido perdiendo con el paso del tiempo, en la medida que daba más importancia a las cosas materiales. En las cuevas sagradas donde se realizaba ésta ceremonia, el hombre mantenía contacto con los seres divinos y con los guardianes que se encargaban de cuidar el equilibrio entre todos los seres vivos, de manera tan natural, que parecía que su relación había existido desde siempre. Ahí, los hombres le llevaban regalos al Gran Dios, año tras año, para agradecerle sus bendiciones, y solicitarle que lloviera suficiente y de buena manera, para que todas las plantas volvieran a florecer, y tuvieran buenas cosechas y frutos, en los campos y las montañas. El Gran Dios estaba complacido, de que los hombres no se olvidaran de que todo les había sido dado, y, de que fueran agradecidos con él. Entonces les enviaba lluvias abundantes y suaves vientos. Y los frutos crecían grandes y hermosos. Los bendijo por muchos años, con hijos sanos y fuertes.

Pasaron muchos años llenos de felicidad, todos los hombres se ayudaban entre sí a cultivar sus campos. Y gente de lugares lejanos escuchaba las maravillas de este pueblo y venían y admiraban la belleza de los campos y los pájaros. Todos percibían una gran   armonía en este lugar, y eran felices conviviendo con los pobladores. No existía la envidia, ni la codicia. Nadie pretendía acaparar nada, pues todos sabían desde siempre y porque así se los enseñaron sus padres, y los padres de sus padres; que nunca les faltaría nada, mientras todos se ayudaran. Hasta que un oscuro día, un rey muy rico supo de este lugar, y vestido de campesino abandonó su castillo, para ver con sus propios ojos, lo que otros le habían contado. Llegó y se hizo amigo de los pobladores. Pudo comprobar por sí mismo, que todo lo que le habían dicho; era verdad. Y tuvo envidia de la felicidad y armonía que ahí reinaba, porque ni con todas sus riquezas, él tenía nada igual. Y se  sintió tan miserable y furioso, que decidió pensar en la manera de quedarse con el lago, creyendo que con poseerlo, sería tan feliz como los pobladores. Haría lo que fuera, con tal de ser el dueño del lugar.  Conoció a toda la gente del pueblo, y a algunas personas les habló de las grandes riquezas que podrían tener, les dijo que eso los haría mejor que la demás gente, la mayoría lo ignoró, porque eran felices con lo que eran. Pero entre ellos, encontró a un hombre viejo, lleno de codicia que pretendía ser más de lo que era. Habló con él y le ofreció una gran cantidad de oro, para que lo ayudara a quedarse con el lago. Y entre los dos inventaron mil trampas y mentiras para robarle al pueblo lo que siempre le había pertenecido. Los pobres campesinos que se opusieron al despojo fueron torturados, encarcelados o muertos. Pronto, no hubo quién pudiera oponerse a la codicia del rey...

El poderoso  y rico rey, hizo construir un enorme castillo, rodeado de fosos con cocodrilos en la orilla del lago. Y puso guardias armados para alejar a cualquier persona que quisiera acercarse. Y ese, era su sitio preferido para celebrar grandes fiestas con sus amigos y con el hombre que le había ayudado a quedarse con ese lugar. La música duraba hasta la madrugada y toda clase de excesos se cometían en el castillo. La quietud del lago desapareció para siempre y las aves fueron ahuyentadas por el ruido. Poco a poco se instalaba un paisaje seco y desolado. Ya no se escuchaban más los trinos. Y el rey estaba muy molesto, porque la belleza y armonía que había pretendido comprar, había desaparecido. Cada vez, hacía más fiestas con más ruido para desquitar su coraje. Al principio, se había sentido el hombre más poderoso del planeta, por haber conseguido el lago que ningún otro podía tener, pero después… ya no estuvo tan seguro.

Los pobladores veían marchitarse poco a poco la belleza de su pueblo. Los cientos de aves que alguna vez entonaron sus cantos en los árboles, fueron desapareciendo. Los árboles ya no daban más frutos y las flores que un día adornaron los campos no existían más. Ya no había manera de cultivar la miel, que por mucho tiempo había sido la mejor de todos los reinos. Se olvidaron de llevar las ofrendas a los dioses en las cuevas. Pensaron que no había ya nada que agradecer. En el campo amanecían animales muertos, y los manantiales de agua comenzaron a secarse. Mucha gente comenzó a irse de su pueblo. Las casas estaban abandonadas y los campos ya no eran cultivados por nadie. Y los pocos pobladores que se quedaban, vivían cada vez en mayor miseria. Habían perdido la fe y la esperanza. Y así, pasaron muchos años.

Un  día un anciano, le contó a su nieta, que su pueblo había sido el más hermoso de los lugares que alguna vez existió. Con impresionantes cascadas y hermosos pájaros, e incluso, imitó para ella el canto de las aves que él tanto había escuchado cuando era niño. Le dijo que los pobladores eran felices y cultivaban la tierra con amor, y había una gran abundancia. Pero que eso había ocurrido mucho tiempo atrás, cuando los hombres se comunicaban con el Gran Dios, que los escuchaba a través de los guardianes de las cuevas. Ella le pidió que le mostrara las cuevas sagradas, y él con sus lentos y cansados pasos la llevó a cada una. En la noche, la niña tuvo un sueño, donde un anciano con una barba muy blanca, le pedía que le llevara agua y comida a las cuevas. Le dijo que tenía mucha hambre y sed, que los hombres se habían olvidado del él desde hace mucho tiempo. Muy temprano la niña se levantó y antes de que saliera el sol, tomó la comida que tenía en casa, llenó una vasija de agua y la llevó a la cueva más grande que su abuelo le había enseñado. Con gran fervor, pidió perdón al Gran Dios porque su pueblo se había olvidado de él, y por  no haber podido cuidar el paraíso que les había sido dado. Le suplicó su ayuda para que el pueblo no desapareciera, y todo volviera a ser como antes de que les robaran el lago. El Gran Dios miró el profundo dolor dentro del corazón de la  niña, así que decidió encargarse del asunto.

Un día, en que el rey celebraba otra gran fiesta, acompañado por los hombres más poderosos del mundo, el Gran Dios hizo caer la lluvia más intensa de la que el hombre tenga memoria. El lago se llenó rápidamente de agua, mientras el rey y sus amigos, perdidos de borrachos no se daban cuenta. Un trueno muy fuerte se escuchó cimbrar la tierra, su luz fue tan intensa, que toda oscuridad desapareció por unos segundos. En el fondo del lago se abrió un enorme pozo, que en un instante se tragó toda el agua y con ella, el enorme castillo con todos sus ocupantes. En medio de fuertes truenos, relámpagos, y feroces vientos; nadie escuchó los gritos de auxilio, en tanto el castillo se derrumbaba y era arrastrado por la corriente al precipicio que se abrió en el fondo. Continúo lloviendo por tres días seguidos.

Al cuarto día, cuando la tormenta hubo terminado. Muy de mañana, donde alguna vez estuvo el castillo, unos enormes marranos blancos rascaban sobre el lodo, buscando restos de comida. Nadie sabe de donde vinieron los marranos, ni cómo ó a dónde se fueron. Algunos dicen haber visto, que devoraban alguna mano, un pie o algún pescado. Cuando el sol llegó a lo alto del cielo; todo estaba limpio y silencioso. Desde  lejos, los hombres podían mirar el enorme y profundo foso. Nadie se acercaba, todos temían ser devorados. Al paso de los días y con la quietud del lago, las aves comenzaron a acercarse poco a poco, y con ellas; la vida comenzó a renacer lentamente.

Desde entonces, esa niña siempre recordaba llevar ofrendas a las cuevas y agradecer por todas sus bendiciones al Gran Dios. Y así se lo enseñó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos y ellos lo siguen haciendo y lo harán por siempre… aunque hoy nadie esté seguro, de que la historia del lago sea cierta. No obstante, durante la época de lluvias, el hombre todavía puede mirar en ese enorme espejo; su reflejo. Y cuando el lago está seco, aún puede mirarse el pozo que ya no es tan profundo, pero que algún día devoró un castillo. Y quizás alguna vez, el Gran Dios vuelva a demostrarnos, que nadie puede quedarse con nada que no sea suyo… ni siquiera los hombres que se creen, los más poderosos de la tierra.

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