EL
ESPEJO DEL LAGO.
Había
una vez, y también no había, en un lugar muy, pero muy lejano. Tan lejano que
la gente creía que nunca había existido; el pueblo más hermoso que la mente
humana jamás podría haber imaginado. Había sido creado por los dioses con todas
las bendiciones, que nunca los dioses habían dado a ningún otro lugar. Este
pueblo fue creado en el principio de todos los tiempos, es por eso que los
hombres no pueden recordarlo. Porque el mismo hombre no tenía memoria. Todo era
nuevo, y todo se creaba a cada instante. El Gran Dios, o Dios de todos los Dioses,
decidió crear una criatura que algún día pudiera ser como él. Para ello abrió
su corazón, que no era, como el corazón humano. No. Más bien, se trataba de una
luz de la que todo emanaba y surgía a petición del Gran Dios. De ahí tomó una
gran porción de energía luminosa y con fuerza, la lanzó al espacio. Entonces,
surgieron las estrellas que rápidamente se distribuyeron en el infinito. Y para
cada estrella creó varios planetas. Tomó otro puño de luz entre sus manos,
sopló con fuerza su propio aliento y de ahí surgieron todos los dioses que le
ayudarían a crear y cuidar las demás cosas de todos los planetas. Así nació el
Dios del Viento, el Dios del Agua, el Dios
del Fuego, el Dios de las Plantas y el Dios del Tiempo. Después, tomó un poco
del polvo de las estrellas y del aliento de los dioses, y de esos dos elementos: formó al hombre.
Al
principio de los tiempos, cuando el Gran Dios puso al hombre a vivir en este
mundo, encargó a los dioses que cuidaran de él. Y ellos se esmeraban y lo
protegían como se protege a un hijo, y al hombre no le faltaba nada. Todo era
perfecto. Pero el Gran Dios, se dio cuenta de que la única manera de que el hombre
algún día pudiera evolucionar, y tener las virtudes y la sabiduría de los
dioses, era a través de su propia experiencia, a través de sus propias
decisiones. Y entonces, decidió otorgarle la capacidad de elegir. Para ello, era
necesario que aprendiera a cuidarse a sí mismo y a todo lo que él le había
concedido, con el mismo amor que le debía al Gran Dios. Entonces envío a los
dioses a crear otros mundos, y dejó a
cargo del hombre a un solo dios: el Dios del Tiempo. Nuevamente de su propio
corazón, el Gran dios tomó una porción de luz y con la ayuda de los dioses,
hizo algunos cambios al ser humano. Lo hizo fuerte y rudo porque en el recién
mundo, todo aún se estaba creando. Le dio inteligencia para que aprendiera a
cuidar a su mundo y a todos los seres vivos. Puso en su corazón una chispa de
luz de su propio corazón, para que algún día el ser humano pudiera encontrar
dentro de sí, su origen divino y se comunicara con el Gran Dios, y con todas
las cosas y seres vivos de la creación, a través del amor. Y entonces se
pudiera dar cuenta que todos tenían el mismo origen y que podría volver a ser
parte del Gran Dios.
El
Gran Dios creó un mundo paralelo a este mundo
material en el que puso a vivir al hombre. Sin embargo, este lugar no estaba a
la vista de todos, y muy pocas personas llegaron a verlo alguna vez. Y con la
ayuda del Dios del Tiempo creó en ciertos lugares especiales, algunos portales
para acceder a este mundo, en donde el hombre pudiera tener contacto con los
dioses y su sabiduría. Cada uno de estos
lugares, estaba custodiado por el Dios del Tiempo. Y a través de ellos, el
hombre podía pedir al Gran Dios todo cuanto necesitara, y le era concedido, si
la petición era hecha por un corazón limpio y lleno de fe. Uno de esos lugares
mágicos y sagrados, estaba en el pueblo antes mencionado.
Y
por ser uno de los lugares con un portal a otros mundos. En él se crearon todos
los elementos necesarios, para despertar la sensibilidad del hombre y encender
su chispa divina. En él se hallaban toda clase de riquezas, que cualquier ser
mortal puede anhelar. Así que los dioses se esmeraron en cada una de sus creaciones.
El Dios del Viento, se dio a la tarea de levantar las montañas más altas en los
alrededores. Para ello buscó hermosos peñascos, donde el hombre pudiera
escalar, para fortalecer su cuerpo y su espíritu. Las montañas fueron hechas de
todos los materiales posibles. Las había gigantes e imponentes, o de suaves
pendientes. Y las grandes planicies fueron pensadas, para que desde ellas, el
hombre pudiera admirar toda la majestuosidad que el Gran Dios le había puesto enfrente.
El Dios de las Plantas, seleccionó hermosos y
variados árboles, para que en ellos los pájaros construyeran sus nidos. Se
crearon majestuosos árboles que se incrustaban en las rocas y sus raíces se
extendían en un largo abrazo sobre la pared de la montaña, aferrándose a la
vida y desafiando al vacío. Otros árboles más, fueron puestos a la orilla de
arroyuelos, para que los hombres pudieran descansar bajo su sombra, cuando se
detenían a beber agua. Y todos los árboles traían otro regalo dentro de sí: deliciosos
y nutritivos frutos. También había especies de árboles que, con algunas
especies de plantas, servían para curar las dolencias y enfermedades. Pero no
sólo eso, los campos fueron ornamentados con las más hermosas y aromáticas
flores, de las cuales las abejas colectaban la deliciosa miel, que por cierto,
era la mejor de la que el hombre pueda tener memoria.
¿Y
qué decir de los animales? El Gran Dios creó la vida animal en múltiples
expresiones. Los había de todos, desde los más feroces, hasta los más delicados
pájaros de vistosos plumajes y melodiosos cantos. Y no podían faltar, las
delicadas mariposas multicolores. Además, de miles de insectos de esplendentes
diseños, que en las noches, brillaban
bajo la luz de la luna, cual preciosos diamantes.
El
Dios del fuego por su parte, se encargaba de que un enorme sol enviara a la
tierra su calor día con día, en la medida exacta para que todas las especies de
plantas pudieran desarrollarse como debían. Y con la cantidad de luz necesaria
para alumbrar el día y descansar en la noche. Y colocó en el firmamento una
luna, que iluminara la noche como un enorme faro, pero con una luz tenue que
apenas disipara la oscuridad.
El
Dios de la Lluvia, se encargaba de que puntualmente el agua bañara los campos e
hiciera renacer todo. En los lechos de las rocas, se tallaron caminos por los
que el agua escurría en enormes cascadas, en donde podía escucharse el rugir de
la montaña. Se creó un hermoso y enorme lago, donde las aves pudieran acudir
para deleitar con su canto a todos los seres vivientes. Pero además, y esto era
lo extraordinario; el Gran Dios puso en este lugar preciosos y delicados pájaros,
que serían los mensajeros entre él y los hombres. Estos pájaros que no existían
en ningún otro lado, se comunicaban en un lenguaje, que sólo podía ser
escuchado por un corazón limpio y libre de temor. Un lenguaje que el ser humano,
sólo podía aprender desde la profundidad de
su ser y su amor al Gran Dios.
Durante
el verano, después de copiosas y abundantes lluvias, el lago era tan grande que
al medio día, cuando no había viento, reflejaba con gran claridad las grandes
montañas. Se convertía en el espejo más grande que se pudiera imaginar. Se veía
un mundo arriba y otro abajo. Y así era en realidad, porque ahí exactamente,
estaba la puerta por la que los hombres de corazón íntegro, podían viajar a cualquier
mundo de cualquier dimensión, con solo desearlo con el corazón. Así que el Dios
del Tiempo inventó un mecanismo, para darle al hombre una pista de lo que en
realidad significaba ese lugar. Sólo permitía que el espejo del lago existiera
por breves días al año, es decir; sólo cuando llovía intensamente. Entonces, sobre
la superficie se reflejaba todo lo externo. Su propósito, era mostrarle al
hombre que lo que veía delante de sí, sólo era un reflejo, y que podía
esfumarse rápidamente lo mismo que el lago, quedando sólo un lugar seco y
agrietado. Y esto lo hacía el Gran Dios solamente, para mostrarle al hombre que
las cosas realmente vitales podían desaparecerse en un instante, lo mismo que
el agua. Y que cuando eso sucede, del hombre no queda nada, ni siquiera el
reflejo. Esto sucedía año con año, para recordarle lo verdaderamente importante
en su vida.
A
los primeros hombres que poblaron este lugar, les enseño a comunicarse con él, por
medio de un ritual, cuyo significado el hombre había ido perdiendo con el paso
del tiempo, en la medida que daba más importancia a las cosas materiales. En las
cuevas sagradas donde se realizaba ésta ceremonia, el hombre mantenía contacto
con los seres divinos y con los guardianes que se encargaban de cuidar el
equilibrio entre todos los seres vivos, de manera tan natural, que parecía que
su relación había existido desde siempre. Ahí, los hombres le llevaban regalos
al Gran Dios, año tras año, para agradecerle sus bendiciones, y solicitarle que
lloviera suficiente y de buena manera, para que todas las plantas volvieran a
florecer, y tuvieran buenas cosechas y frutos, en los campos y las montañas. El
Gran Dios estaba complacido, de que los hombres no se olvidaran de que todo les
había sido dado, y, de que fueran agradecidos con él. Entonces les enviaba
lluvias abundantes y suaves vientos. Y los frutos crecían grandes y hermosos.
Los bendijo por muchos años, con hijos sanos y fuertes.
Pasaron
muchos años llenos de felicidad, todos los hombres se ayudaban entre sí a
cultivar sus campos. Y gente de lugares lejanos escuchaba las maravillas de
este pueblo y venían y admiraban la belleza de los campos y los pájaros. Todos
percibían una gran armonía en este
lugar, y eran felices conviviendo con los pobladores. No existía la envidia, ni
la codicia. Nadie pretendía acaparar nada, pues todos sabían desde siempre y
porque así se los enseñaron sus padres, y los padres de sus padres; que nunca
les faltaría nada, mientras todos se ayudaran. Hasta que un oscuro día, un rey
muy rico supo de este lugar, y vestido de campesino abandonó su castillo, para
ver con sus propios ojos, lo que otros le habían contado. Llegó y se hizo amigo
de los pobladores. Pudo comprobar por sí mismo, que todo lo que le habían dicho;
era verdad. Y tuvo envidia de la felicidad y armonía que ahí reinaba, porque ni
con todas sus riquezas, él tenía nada igual. Y se sintió tan miserable y furioso, que decidió
pensar en la manera de quedarse con el lago, creyendo que con poseerlo, sería
tan feliz como los pobladores. Haría lo que fuera, con tal de ser el dueño del
lugar. Conoció a toda la gente del
pueblo, y a algunas personas les habló de las grandes riquezas que podrían
tener, les dijo que eso los haría mejor que la demás gente, la mayoría lo
ignoró, porque eran felices con lo que eran. Pero entre ellos, encontró a un
hombre viejo, lleno de codicia que pretendía ser más de lo que era. Habló con
él y le ofreció una gran cantidad de oro, para que lo ayudara a quedarse con el
lago. Y entre los dos inventaron mil trampas y mentiras para robarle al pueblo
lo que siempre le había pertenecido. Los pobres campesinos que se opusieron al
despojo fueron torturados, encarcelados o muertos. Pronto, no hubo quién
pudiera oponerse a la codicia del rey...
El
poderoso y rico rey, hizo construir un
enorme castillo, rodeado de fosos con cocodrilos en la orilla del lago. Y puso
guardias armados para alejar a cualquier persona que quisiera acercarse. Y ese,
era su sitio preferido para celebrar grandes fiestas con sus amigos y con el
hombre que le había ayudado a quedarse con ese lugar. La música duraba hasta la
madrugada y toda clase de excesos se cometían en el castillo. La quietud del
lago desapareció para siempre y las aves fueron ahuyentadas por el ruido. Poco
a poco se instalaba un paisaje seco y desolado. Ya no se escuchaban más los
trinos. Y el rey estaba muy molesto, porque la belleza y armonía que había
pretendido comprar, había desaparecido. Cada vez, hacía más fiestas con más
ruido para desquitar su coraje. Al principio, se había sentido el hombre más poderoso
del planeta, por haber conseguido el lago que ningún otro podía tener, pero
después… ya no estuvo tan seguro.
Los
pobladores veían marchitarse poco a poco la belleza de su pueblo. Los cientos
de aves que alguna vez entonaron sus cantos en los árboles, fueron
desapareciendo. Los árboles ya no daban más frutos y las flores que un día
adornaron los campos no existían más. Ya no había manera de cultivar la miel,
que por mucho tiempo había sido la mejor de todos los reinos. Se olvidaron de
llevar las ofrendas a los dioses en las cuevas. Pensaron que no había ya nada
que agradecer. En el campo amanecían animales muertos, y los manantiales de
agua comenzaron a secarse. Mucha gente comenzó a irse de su pueblo. Las casas
estaban abandonadas y los campos ya no eran cultivados por nadie. Y los pocos pobladores
que se quedaban, vivían cada vez en mayor miseria. Habían perdido la fe y la
esperanza. Y así, pasaron muchos años.
Un día un anciano, le contó a su nieta, que su
pueblo había sido el más hermoso de los lugares que alguna vez existió. Con
impresionantes cascadas y hermosos pájaros, e incluso, imitó para ella el canto
de las aves que él tanto había escuchado cuando era niño. Le dijo que los
pobladores eran felices y cultivaban la tierra con amor, y había una gran
abundancia. Pero que eso había ocurrido mucho tiempo atrás, cuando los hombres
se comunicaban con el Gran Dios, que los escuchaba a través de los guardianes
de las cuevas. Ella le pidió que le mostrara las cuevas sagradas, y él con sus
lentos y cansados pasos la llevó a cada una. En la noche, la niña tuvo un sueño,
donde un anciano con una barba muy blanca, le pedía que le llevara agua y
comida a las cuevas. Le dijo que tenía mucha hambre y sed, que los hombres se
habían olvidado del él desde hace mucho tiempo. Muy temprano la niña se levantó
y antes de que saliera el sol, tomó la comida que tenía en casa, llenó una
vasija de agua y la llevó a la cueva más grande que su abuelo le había
enseñado. Con gran fervor, pidió perdón al Gran Dios porque su pueblo se había
olvidado de él, y por no haber podido
cuidar el paraíso que les había sido dado. Le suplicó su ayuda para que el
pueblo no desapareciera, y todo volviera a ser como antes de que les robaran el
lago. El Gran Dios miró el profundo dolor dentro del corazón de la niña, así que decidió encargarse del asunto.
Un
día, en que el rey celebraba otra gran fiesta, acompañado por los hombres más
poderosos del mundo, el Gran Dios hizo caer la lluvia más intensa de la que el
hombre tenga memoria. El lago se llenó rápidamente de agua, mientras el rey y
sus amigos, perdidos de borrachos no se daban cuenta. Un trueno muy fuerte se
escuchó cimbrar la tierra, su luz fue tan intensa, que toda oscuridad
desapareció por unos segundos. En el fondo del lago se abrió un enorme pozo,
que en un instante se tragó toda el agua y con ella, el enorme castillo con
todos sus ocupantes. En medio de fuertes truenos, relámpagos, y feroces
vientos; nadie escuchó los gritos de auxilio, en tanto el castillo se
derrumbaba y era arrastrado por la corriente al precipicio que se abrió en el
fondo. Continúo lloviendo por tres días seguidos.
Al cuarto día, cuando la tormenta hubo
terminado. Muy de mañana, donde alguna vez estuvo el castillo, unos enormes
marranos blancos rascaban sobre el lodo, buscando restos de comida. Nadie sabe
de donde vinieron los marranos, ni cómo ó a dónde se fueron. Algunos dicen
haber visto, que devoraban alguna mano, un pie o algún pescado. Cuando el sol
llegó a lo alto del cielo; todo estaba limpio y silencioso. Desde lejos, los hombres podían mirar el enorme y
profundo foso. Nadie se acercaba, todos temían ser devorados. Al paso de los
días y con la quietud del lago, las aves comenzaron a acercarse poco a poco, y
con ellas; la vida comenzó a renacer lentamente.
Desde
entonces, esa niña siempre recordaba llevar ofrendas a las cuevas y agradecer
por todas sus bendiciones al Gran Dios. Y así se lo enseñó a sus hijos, y a los
hijos de sus hijos y ellos lo siguen haciendo y lo harán por siempre… aunque
hoy nadie esté seguro, de que la historia del lago sea cierta. No obstante, durante
la época de lluvias, el hombre todavía puede mirar en ese enorme espejo; su
reflejo. Y cuando el lago está seco, aún puede mirarse el pozo que ya no es tan
profundo, pero que algún día devoró un castillo. Y quizás alguna vez, el Gran
Dios vuelva a demostrarnos, que nadie puede quedarse con nada que no sea suyo…
ni siquiera los hombres que se creen, los más poderosos de la tierra.
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