Ella reposaba sobre el hombro izquierdo de él. Le gustaba el silencio de la noche oscura,
pero él no dejaba de hablar. Le repetía una y otra vez, cuánto la quería.
La respuesta de ella era una sonrisa irónica y maliciosa.
Hace muchos años, aunque no recuerda cuantos, dejó de creer en el amor. Una traición tras otra de cada uno de los
hombres que había amado, le dejaron en el alma un enorme pozo lleno de
desesperanza.
No creía más en las pálabras de nadie, menos aún, en las
promesas de amor de ningún hombre. Tenía la certeza absoluta de que si se
enamoraba volvería a ser traicionada.
Hace mucho tiempo también, dejó de buscar el amor.Pero
no, no era una mujer amargada o resentida con la vida, ni buscaba venganza de
los hombres. Simplemente había aceptado que el amor no existía para ella.
A veces, cuando se sentía más sola que siempre iba a su
café favorito, que curiosamente y por ironía de la vida, se llamaba Amor. Iba
simplemente a estar sola, a ver pasar a la gente desde la terraza, a ver como
el amor hacía brillar intensamente los ojos de los enamorados.
Y de regreso a casa en un día de aquéllos, fue que
conoció a este hombre, que precisamente y por pura casualidad se llamaba Eros.
Aquél día él le sonrió abiertamente mientras trataba de
seducirla con su trato amable y su plática.
A ella, simplemente no le impresionó. Era una mujer
hermosa, quizás demasiado, que naturalmente la mayoría de los hombres que la
conocían trataban de seducir.
Había escuchado a lo largo de su vida, miles, o tal vez,
millones de palabras lisonjeras tratando de agradarla. Y como en un juego de
adivinanzas que de sobra conocía, podía anticipar cada una de las fases del
juego de seducción.
Sonreía para sí misma, cuando escuchaba las mismas
palabras repetirse una y otra vez, como la canción de un disco rayado de sus
tiempos de juventud. Hace mucho que ya nadie podía impresionarla.
Había decidio estar con este hombre, no porque la
ilusionara, no porque creyera en sus huecas palabras de amor, simplemente
porque se le dió la gana estar con alguién. Pero lo cierto es que no esperaba
nada de él.
Había decidido establecer una relación que no se basara
en el amor, sino sólo en el gusto de compartir un momento, un deseo, no más. Así
que mientras él le hacía repetidos juramentos de amor, ella simplemente pensaba
en sus próximas vacaciones, en las que, desde luego, él no estaría.
Él era casado, lo cuál a ella no le sorprendía en
absoluto, más bien, reiteraba una vez más, una comprobada certeza adquirida a
través de experiencias de años: los hombres casados son los más infieles.
A veces, él quería hablar de su esposa, ella le hacía un
gesto de que guardara silencio. Tampoco le importaba escuchar un drama más de
los que inventan los hombres para justificar su infidelidad.
Ella conocía todos los pretextos, que si la esposa era
muy controladora, que si le exigía mucho dinero, que si se había casado
demasiado joven, que si ella era infiel, que si era una neurótica que gritaba
todo el tiempo, que si nada podía satisfacerla, que si era una fodonga…
En fin, cualquier pretexto es bueno tras de un dedo
acusador de quien evade sus responsabilidades y su participación. Ella no
deseaba saber nada, lo único que quería, era pasar un buen rato. Las justificaciones
que él tuviera que inventarse para evitar la culpa, eran su asunto, de nadie
más.
No necesitaba justificar nada ante él ni ante sí misma.
Ni quería oír a éste, ni a ningún otro hombre, hablar mal de otra mujer. Lo que
podía sentir por la esposa, sólo era una profunda pena por vivir con un hombre
como éste: infiel.
Fuera de este momento breve y placentero que compartían,
a ella no le importaba nada de él, ni sus problemas económicos ni su impotencia
viril, ni siquiera que él tuviera otras amantes. Pues ella bien sabía, que un
hombre que traiciona a su esposa, no lo hace una vez, sino muchas.
Podía haber sido éste o cualquier otro hombre. En realidad
eso no importaba, bastaba con que le atrajera físicamente. Y tenía que
reconocerlo, este hombre tenía una voz grave y varonil que le gustaba.
Físicamente era el tipo de hombre que le atraía cuando
era adolescente, pero ahora no le atraía ningún hombre en particular. Se reía
de cómo había llegado a esa conclusión tan generalizada: “todos los hombres son
iguales”.
Pero luego, se reía mucho más para sí misma mientras se
decía: “no, no es verdad, algunos son peores”. Después miraba hacia el cielo y
decía: “dios mío, te perdono, pues ese fue tu primer intento de hacer algo
bueno”. Pues dicen que dios creó primero al hombre que a la mujer.
Él quería estar con ella cada semana, le mandaba mensajes
a diario por el celular. A veces, decía que se moría de ganas de verla, pero
que no tenía dinero. Ella soltaba la
carcajada mientras le escribía que no había prisa, que le llamara cuando
pudiera pagar las cuentas.
No, ella no estaba dispuesta a dejarse manipular con el
pretexto del amor. Si él quería estar con ella tenía que pagar las cuentas y si
no podía hacerlo, entonces tendría que buscar a otra que quisiera pagar por su
compañía, pero ella no.
No iba a gastar un centavo en un hombre que podía
sustituir fácilmente por otro, además, no creía que hubiera en todo el mundo,
un sólo hombre por el que valiera la pena pagar un centavo.
Y no, definitivamente no se trataba de una persona
tacaña. En realidad ella solía ser muy generosa con la gente que la rodeaba y
con las propinas a los meseros que la atendían. Es sólo que no creía que tuviera
que pagar por el amor de ningún hombre.
No, hace mucho que ella no creía en el amor ni en los
príncipes. Hace mucho que la vida le había demostrado que ella no era ninguna
princesa, sólo era una mujer como muchas, como millones que a diario son
traicionadas, engañadas y desilusionadas por los hombres.
Así, que despues de descansar un buen rato sobre su
hombro izquierdo
se levantó y salió a la calle sin
despedirse. Al final ella era sólo eso, una mujer como muchas mujeres, y él
simplemente, un hombre como muchos hombres. Sólo eso, no más.
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