POR UNA VIDA
MEJOR
Guadalupe
apenas sabía leer y escribir. Llegó de la sierra de Michoacán cuando tenía 10
años. Su familia había vivido siempre en una ranchería demasiado alejada de la
civilización. Ella era la mayor de cinco hermanos. A pesar de sus grandes
esfuerzos los padres de Guadalupe no podían dar lo necesario a sus hijos, el
trabajo era escaso, las abundantes lluvias habían arrasado con las cosechas. El
invierno era especialmente cruel para las personas que no tienen un buen techo. Por todo ello, un día decidieron
que su hija mayor debía irse para que
tuviera la oportunidad de educarse. Le buscaron alojamiento con algunos
parientes lejanos en un pueblo donde había escuela.
Ella tomó
sus enaguas hizo un bulto con ellas y después de despedirse de sus
hermanitos y recibir la bendición de su
madre, partió con su padre caminando todo el día por el largo sendero. Él la
acompañó hasta el pueblo, habló con sus conocidos y llegaron a un acuerdo: la
niña les ayudaría con los quehaceres de la casa y ellos la mandarían a la
escuela. Pasaron los días, ellos cumplieron en mandarla a la escuela, pero se
negaban a darle dinero para sus útiles y le exigían demasiado trabajo. Su
comida diaria consistía solamente en un plato de frijoles y dos tortillas. Ella
no tenía derecho a comer nada más. Sus
tareas eran impostergables, sin importar que estuviera enferma. El trabajo más
pesado era acarrear agua del pozo para cubrir las necesidades de limpieza de
todos los miembros de la casa. Día tras
día era lo mismo, sin ningún descanso.
Guadalupe
era delgada, pero pronto su semblante se volvió pálido y demacrado. Un dolor
constante acosaba su espalda. Sus huaraches viejos y desgastados pronto no le
sirvieron de nada y hubo de andar descalza. Agotada de trabajar hasta muy noche nunca tenía tiempo
de realizar las tareas escolares. A la escuela llegaba corriendo, siempre que
estaban a punto de cerrarle la puerta, la vencía el sueño sentada en su banca.
Era objeto de burlas continuas por parte de sus compañeros cuando la escuchaban
hablar y ella mezclaba palabras de su lengua materna, el tarasco, con un
español que no dominaba. Sentada en cualquier rincón, pasaba las horas del
recreo solita, mirando cómo los demás niños jugaban.
Cada día era
un suplicio, agotada, mal nutrida y sin esperanza de que las cosas mejoraran.
Cuando su padre venía a verla, entonces sus parientes la trataban como si fuera
su hija, comía lo mismo que ellos en su mesa y pretendían estar preocupados
porque había bajado de peso, decían que se negaba a comer bien porque extrañaba
a su familia. Y entonces ella incapaz de decir una palabra, guardaba un
silencio obstinado mientras que sus ojos se anegaban de las lágrimas. Nunca
tuvo oportunidad de decir la verdad a su padre y él se volvía a su casa, sin
imaginar lo que pasaba.
Tres años
pasaron de esa manera, hasta que no pudo más. Entonces comenzó a buscar la
manera de irse de esa casa. Su maestra continuamente le preguntaba el por qué
no jugaba con sus compañeros y un día ella se atrevió a decirle la forma en que
la trataban sus parientes. Le pidió que la ayudara a encontrar otro lugar donde
la emplearan y pudiera seguir yendo a la escuela. Su maestra supo de un
matrimonio de ancianos que vivían solos porque todos sus hijos se habían ido a
trabajar a los Estados Unidos y como eran ilegales no podían venir a
visitarlos. Ellos necesitaban de alguien que los acompañara y los auxiliara con
algunas cosas que ya no podían hacer debido a su avanzada edad. Eran unas personas
muy nobles que recibieron a Guadalupe con cariño, y le dieron el apoyo que
necesitaba. Ella estaba muy agradecida y los cuidaba con esmero y afecto. Y los
días corrieron apacibles por algunos años.
Aquél
nefasto día que cambió su vida fue un miércoles. Como era costumbre al regresar
de la escuela, ayudó a preparar la comida y después fue al mercado a comprar
algunas cosas para la despensa. A la hora de comer, los ancianos le encargaron
comprar algunas especias, en dos días sería el cumpleaños del señor y su esposa
quería prepararle un delicioso mole. Dos horas tardó en volver. Cuando llegó,
le extrañó que hubiera demasiado silencio, el señor no estaba en el patio desgranando
su maíz como usualmente hacía por las tardes. Puso la bolsa de las compras en
la mesa de la cocina y mientras los
llamaba por su nombre, escuchó unos quejidos en el cuarto, corrió de inmediato
a buscarlos. Tirado sobre el piso estaba el anciano, de una herida en su
abdomen salía abundante sangre, ella se acercó de prisa a auxiliarlo.
Angustiada miró hacia los lados al tiempo que gritaba pidiendo auxilio. De
pronto miró una navaja a un costado de la cama, sin pensarlo la tomó con sus
manos. Y mientras trataba de comprender que había sucedido, entraron los
vecinos que con horror la miraron llena de sangre y empuñando el arma.
La sujetaron
para que no escapara, mientras ella desesperada trataba de explicar que ella no
lo había atacado. No hubo quien la defendiera, la anciana había recibido un
fuerte golpe en la cabeza, estuvo en coma por tres semanas y cuando despertó no
recordaba nada, ni siquiera reconoció a Guadalupe. Envuelta en las tinieblas
del olvido no se percató de la tragedia de la que formaba parte, ni de que su
esposo había muerto. Con la evidencia y la declaración contundente de los
vecinos que la encontraron empuñando la navaja; una joven mujer que sólo
trataba de salir adelante, yace resguardada entre las paredes de una cárcel.
Nadie cree en su inocencia, y ella no
espera ya nada de la vida, sólo que los días pasen.
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