LA ABUELA
No es como
todas las abuelas, al menos no en su aspecto. Si bien su pelo es blanco, lacio
y muy largo, es demasiado abundante para
su edad, le crece tanto y tan rápido
como en sus primeros años.
Ella se levanta
muy temprano todos los días, para ella no hay un día de descanso, ni siquiera
una hora o un minuto. Es de esas personas en continuo movimiento, incansable,
inmensa, tan inmensa que parece eterna. Tiene más de setenta años, y aunque su
andar es un tanto oscilante, para nada es lento, de hecho, es demasiado rápido.
Sus acumulados años llenos de experiencias, de sabiduría, de recuerdos, parecen
no pesarle, muy al contrario; son como el motor que la impulsa a seguir
adelante.
Su cuerpo
delgado, parece haberse fortalecido con los años, “fuerte como un roble”, es
una expresión común para este tipo de personas,
y ella lo encarna a la perfección. No, para nada es frágil, en ningún
aspecto, ni física, ni emocionalmente. Hace todo tipo de tareas y ninguna de
ella parece agotarla, ¿de dónde le sale tanta energía? Si está trabajando desde
antes de salir el sol. Va de aquí para allá, encargándose de todo, de la casa,
de la comida, de las plantas, de la cosecha, de la venta de frutas. Y para ella,
todo esto, no es un simple trabajo, es su vida y aprecia tanto el poder
hacerlo.
Cuando alguno
de sus nietos llega a visitarla, en la mañana o en la tarde, ella está siempre
detrás del fogón haciendo tortillas y café. Y es parte de su naturaleza, invitar
a todos a tomar un café, con bolillo o un taco de tortilla con sal. Tortilla
recién hecha, caliente, saliendo del comal. En una cocina vacía de lujos, donde
lo que importa es la utilidad de las cosas, todo es rústico. Y la pared se ha ennegrecido
por el humo de la leña, pero el calor del fuego que inunda el ambiente, es un
calor que compite con el que desprende su amor y cuidado con el que trata a sus
descendientes.
Ella ahí,
detrás de su metate, cocinando, sonriente, tranquila, generosa, al lado del fuego. Sus nietos lo
saben, llegada la hora, un poco antes de que oscurezca, ella está ahí, y ellos,
llegan a verla, a escuchar sus historias de cuando ella era niña. A todos les cuenta
de aquéllos años, de miseria y de guerra, de hambre y de huidas, de muerte y
heridas. Ella celebra esta vida, una vida de rutinas, de ciclos naturales, de
tiempos que se cumplen sin interrupciones violentas, una vida de estabilidad,
de sembrar y cosechar, una vida de hacer, de construir, una vida de disfrutar
el vivir.
Ella no es
vieja, llena de achaques y de quejas, nunca lo ha sido y nunca lo será. Celebra la vida cada día, con sus nietos a
quienes tanto aprecia. Cuando el campo está rozagante, de un verdor espléndido
que inunda cada rincón y el agua escurre en pequeños riachuelos por las cañadas
de los cerros, ella aprovecha para cosechar lo que la naturaleza pródiga regala.
Entonces, con sus nietos se prepara a una ida al campo, toma sus cestos, sus
bolsas que llenará de pipizcas (una pequeña planta comestible), de guayabas, de
hongos, de quelites, de verdolagas, y de flores que también son comestibles.
Ella es delgada
y muy ágil, a pesar de su edad, se trepa
con gran destreza en los árboles para alcanzar los frutos. Sorprende su
habilidad, su equilibrio y precisión con que se desplaza de rama en rama, no
parece ser una persona de setenta años. Y después, cuando llega a casa continúa
incansable con las tareas cotidianas, prepara la comida con lo que ha traído
del campo. Una comida especial, las verduras frescas, los hongos asados en
comal, o bien, al igual que las flores preparados en tamales. El sabor es
exquisito, todo está en su punto, y sin duda alguna, el ingrediente principal,
es la paciencia y el amor con que la cocina.
Y mientras
todos comen, cuenta sus historias de la revolución, de sus huidas, de sus pérdidas,
de la muerte, del dolor. Cuenta sus historias una y otra vez, a todos sus
nietos, pero no sufre por ello. En su voz, no se percibe dolor, ni se quiebra
con el llanto. Aquél pasado quedó muy atrás, muy lejos, es un pasado que ya no
puede alcanzarla, es un pasado del que salió victoriosa y fuerte, es un pasado
que puso a prueba su valor y carácter. Hoy, ese pasado es un continuo de
historias, llenas de emociones intensas.
Que ella cuenta, para enseñar a sus hijos y nietos, la importancia de
una vida tranquila, de cultivar la tierra, de tener una familia, de tener un
hogar. Por eso disfruta tanto de sus
nietos, de sentarlos en su mesa y ofrecerles comida, comida hecha con amor.
Ellos no morirán de hambre y de sed mientras huyen, ellos están ahí en su mesa,
y ella está ahí para cuidarlos y verlos crecer.
Su memoria es
prodigiosa, recuerda tantos detalles, y sus nietos y bisnietos ya son
demasiados, pero ella no se confunde, sabe el nombre de cada uno, sabe quién es
hijo de quién. Nunca imaginó tener tantos descendientes y en su corazón hay
amor para todos, aún para los muertos. Para aquéllos que perdió tempranamente
en medio de la revuelta, entre huidas y enfermedades, entre hambre y miseria, a
ellos los honra también con amor.
Cuando se llega
el día de esperar a los muertos, ella lo hace con gran devoción. Cuando pone su
ofrenda en su altar, nombra a cada uno
de los familiares que espera, por cada
uno enciende una vela. Pone algunos retratos, muy pocos, pues no tiene de todos
sus familiares. No tiene de sus hermanos que nacieron y murieron en los años de
guerra. Con mucho cuidado y paciencia coloca las frutas, las flores, la comida,
los trastes y los juguetes, todos nuevos. Su ofrenda es muy grande, pues muchos
son sus muertos, a todos los recuerda con cariño.
Tiene especial
cuidado en preparar la comida, quiere que esta sea abundante, pues no olvida
que algunos murieron de hambre. Pues en la guerra no había, simplemente, no
había comida, entonces de sus ojos grises resbala una lágrima, sólo una. Y ahí
está ella, para calmar el hambre de sus almas, ellos no volverán a sentir
hambre, no mientras ella viva. Por eso, no falta la comida preferida de su
madre, de su padre, de sus hermanos, ni las bebidas propias de los festejos, ni
los juguetes para los niños.
Todo un día le
lleva preparar su ofrenda, tan grande, tan abundante, tan colorida, decorada
con papel de china picado, llena de colores intensos, de flores frescas, de
abundantes frutas, de todo lo que sus hermanitos, no tuvieron en su infancia.
Lo preparó con mucho esmero, mes tras mes ahorraba dinero para poder comprar
todo. Platos, tazas, cazuelas, jarras, juguetes todo nuevo. Y tampoco puede
faltar, la comida. Una comida digna de reyes, propia de festejos, el mole, los
tamales, el atole, frutas cocinadas en dulce. Y los aromas se mezclan en el
aire, creando un ambiente de fiesta, de celebración. Y eso es, ese día, el día
de los muertos, el día en que los ancestros visitan a los vivos y conviven con
ellos. Es el día, en que los vivos honran su linaje, en que recuerdan y
agradecen su herencia de vida.
Y al llegar la
noche, después de un trajinado día, ella enciende una fogata en el patio, y
hace un camino de flores alumbrado por veladoras, que va desde la entrada de la casa hasta el
altar donde está la ofrenda. Un camino, para guiar a los muertos, para evitar
que se pierdan en la oscuridad. Y después, simplemente espera sentada al calor de
la fogata, recordando a todos, mientras
mira el camino de flores, mientras atiza el fuego para mantenerlo ardiendo toda
la noche. Ella está segura que vienen, ese día es especial, pues las almas se
reúnen por breve tiempo, vienen a ver a sus familiares. Y la abuela, más que
siempre los recuerda. No es un día de tristeza, es un día de alegría, de
fiesta, y los invitados, los ancestros.
Al otro día,
vienen sus nietos a pedir su muerto,
es la forma en que en cada casa, las personas pueden llegar a pedir que les sea regalado algo que está en la
ofrenda. Se cree que en la noche, los
muertos han comido, ellos se alimentan del olor de la comida, por lo que los
vivos, deben comer la comida de la ofrenda, en un acto de compartir con
ellos. La abuela no se olvida de nada,
para sus pequeñas nietas ha comprado cazuelitas, platitos y tazas de barro, a
todos les regala un traste y una fruta o pan. Para los niños chifladores de
barro o dulces. Para los mayores fruta, pan o comida.
Y los nietos y
bisnietos se levantan muy temprano, dos horas antes del amanecer, impacientes
por ir con la abuela, por recoger su regalo. Ella los espera sonriente para
mirar sus caras alegres mientras reciben su juguete. Siempre tiene para darles
a todos, a cada uno de ellos, creo que este es uno de sus mayores placeres. Y
los nietos buscan todos los días a su abuela, llegan en la tarde o en la mañana
para compartir con ella el café caliente.