LA
CIUDAD DE LOS SIETE IMPERIOS
Hace mucho tiempo en un
hermoso pueblo en medio de imponentes montañas, vivió una familia campesina muy
pobre. La familia estaba formada por el padre, la madre y dos hijos llamaos
Fortunato y Cirilo. Eran tan pobres que apenas tenían lo suficiente para comer
un poco cada día. La mamá trabajaba demasiado y murió muy joven, pues un día enfermó sin que tuvieran
dinero para llevarla a curar a la gran ciudad. Desde entonces el padre enfermó
de tristeza y en pocos años también estaba próximo a morir.
Cuando sintió que su final
se acercaba, llamó a sus hijos y les dijo:
- Queridos hijos, me da
mucha tristeza dejarlos solos, pero ya me voy a morir. Toda la vida he sido tan
pobre, a pesar de que he trabajado tanto y no tengo nada que dejarles, sólo
estas canicas. Guárdenlas y llévenlas
con ustedes a todos lados.
A los pocos días el señor
murió y a partir de ese día, los hermanos Fortunato y Cirilo iban siempre
juntos a todos lados, y con frecuencia jugaban a las canicas con otros
muchachos. Un día, Cirilo perdió su canica en el juego y se puso triste,
pero no hizo nada para recuperarla.
Desde entonces sólo su hermano Fortunato conservaba su canica. Y sucedió que
también un día, en el juego la apostó y la perdió, pero no se resignó a
perderla y entonces comenzó a llorar sin consuelo. Suplicó una y otra vez que
le devolvieran su canica. Y lloró y
suplicó tanto, que al final se la devolvieron con tal de no escucharlo llorar
más.
Unos años después, los hermanos decidieron que cada uno seguiría
su propio camino, así que se dieron un fuerte abrazo y se despidieron. Fortunato sentía un gran consuelo contemplado
su canica, pues era el único tesoro que le había dado su padre. Con frecuencia,
cuando se sentaba a descansar en el camino, la tomaba entre sus manos y la
miraba por un gran rato.
Fortunato caminó por muchos
días, subió y bajó montañas, cruzó ríos y bosques, en medio del sol y la
lluvia, buscando un mejor lugar para vivir. Buscando trabajo y un lugar donde
se sintiera mejor pasó mucho tiempo, de pueblo en pueblo sin que se decidiera a
quedarse en ninguno de ellos.
Uno de esos días en que
cruzaba por un camino en medio de un enorme y espeso bosque se encontró un
animal muerto. Muy cerca de él, peleaban el león, el águila, el zopilote y las
hormigas. Todos querían alimentarse del animal muerto, pero no lograban ponerse
de acuerdo en la manera de repartirse las partes del animal, pues al parecer
cada uno quería hacerlo a su manera, así que nadie podía comer.
El águila al ver al muchacho acercándose, decidió llamarlo:
- Hey tú, ven acá, ayúdanos a resolver este problema.
Fortunato la miró
sorprendido, pues era la primera vez que un animal le hablaba en su propio
idioma. El águila continúo:
- Sé que vas de paso, pero
quiero que te detengas un momento para ayudarnos.
Con cierto recelo el
muchacho se acercó a donde estaban los demás animales, y escuchó al águila:
-Mira, aquí hay un animal muerto,
el león quiere llevárselo todo, el zopilote quiere llevárselo todo, las
hormigas quieren llevárselo todo, y yo, también quiero llevármelo todo. Pero
mientras nos peleamos el animal se está descomponiendo y se va a echar a perder
antes de que logremos ponernos de
acuerdo. Tenemos que encontrar una solución pronto. Tú no conoces a ninguno de
nosotros, eres un hombre, y como tal, quiero que repartas al animal de manera
justa.
Todos los animales
estuvieron de acuerdo en aceptar la forma en que el hombre decidiera hacer la
repartición. Así, que él sacó su espada y a cada uno dio una parte. Las
hormigas le pidieron que les diera la cabeza, para poder hacer con la calavera
una casa y usar el hoyo de los ojos como ventanas. Los demás animales
estuvieron de acuerdo, puesto que a ellos esa parte del cuerpo no les servía
para nada. Así que no hubo ningún problema.
Los animales al fin pudieron
comer y quedaron satisfechos. Entonces el muchacho decidió que era momento de
partir. Antes de despedirse, les dijo que no pelearan más y que se respetaran
los unos a los otros. Los animales le agradecieron su ayuda y quisieron
corresponder haciéndole un regalo.
El águila dijo:
-No tengo dinero con qué
pagarte, así que arráncame una pluma de mis alas.
El león dijo:
-Yo tampoco tengo dinero con qué pagarte, así
que arráncame unos pelos.
El zopilote agregó:
-Yo también te daré una
pluma.
Y la reina de las hormigas
tampoco quiso quedarse atrás:
-Yo no tengo dinero, ni plumas,
ni pelos, así que arráncame una pata.
El joven ya tenía los regalos,
aunque no comprendía para qué podían servirle. El águila que podía leer sus
pensamientos le dijo:
-Cuando te encuentres frente
a un profundo barranco y tengas necesidad de cruzarlo, entonces, saca la pluma,
la pones frente a ti y dirás las palabras dios
y un águila y entonces podrás hacer lo que hace un águila. Lo mismo sucederá con los otros regalos que
has recibido.
El muchacho siguió su
camino, atravesando, montes, ríos, bosques, selvas, sin mucha dificultad, hasta
que llegó a un barranco de profundas y escarpadas rocas como nunca antes había
visto. Era tan profundo, que ni siquiera alcanzaba a ver el fondo, ni
encontraba manera de cruzarlo. Se puso triste pensando que tendría que volver por
el camino que había venido. Derrotado se sentó a tomar un descanso, y entonces fue que recordó las palabras del
águila.
Sin pensarlo más, de su
bolsa sacó la pluma del águila, con una mano la puso frente a él, pronunció las
palabras dios y un águila, y en un
instante, en la espalda le salieron unas enormes alas. Muy contento se aventuró
en su primer vuelo, cruzando el enorme y profundo barranco.
Cuando llegó al otro lado,
se dio cuenta que no le dijeron cómo volver a ser hombre. Y entonces pensó: “Si
ellos son animales y saben, yo que soy un hombre, también puedo inventar
algo”.
Entonces dijo: “dios y un hombre”. Y al instante volvió
a ser el de siempre. Con mucho cuidado guardó la pluma en su bolsa y continuó
su camino. Después de varias horas, al llegar a un pueblo encontró a una
muchacha y le preguntó:
-Oiga, yo ando buscando
trabajo, puedo hacer muchas cosas, ir al campo, llevar a pastar al ganado,
cualquier cosa que me pidan, ¿conoce alguien que pueda darme trabajo?
-En la calle que lleva al
río, hay un rancho, ahí vive un señor llamado don Teófilo, él tiene muchos
borregos y tal vez, necesite a alguien como tú para cuidarlos.
Fortunato se fue por el
camino que le había indicado la muchacha y pronto vio a lo lejos, sobre una
hermosa colina y rodeada de árboles frutales el rancho. En el patio, recogiendo
frutos se encontraba el dueño.
-Buenos días.
-Buenos días, ¿quién es
usted?
-Me llamo Fortunato y vengo
buscando trabajo, no pido mucho, sólo un lugar donde dormir y comida.
Don Teófilo lo miró de
arriba abajo y le dijo:
-¿Te gusta el campo?
-Pues del campo vengo, y
puedo hacer cualquier trabajo.
-Entonces, pasa, te diré en
lo que vas a ayudarme.
Don Teófilo lo mandó a
arreglar el cercado y a limpiar el establo. En la tarde llegaron sus hijas que
habían llevado a pastar al rebaño muy cerca del bosque. Don Teófilo le dijo a
Fortunato que desde el siguiente día muy temprano, iría con ellas para que le
enseñaran en dónde debía llevar a pastar a las ovejas, porque en adelante ese
sería su trabajo.
Esa tarde comieron todos
juntos. Fortunato estaba muy agradecido, pues le ofrecieron tanta comida como
él nunca había probado. Con sus padres apenas había tenido frijoles para comer
cada día. A la mañana siguiente antes de irse, le ofrecieron chocolate y pan
para el desayuno. Muy contento se fue con las muchachas al trabajo. Él les
dijo:
-Hoy me mostrarán el lugar
en donde pastan las ovejas y mañana yo vendré solo, ustedes ya no tendrán que
venir tan lejos.
- Son demasiado ovejas para
que puedas cuidarlas solo- dijo una de ellas.
- Pero estoy seguro que yo podré cuidarlas solo, lo único
que necesito es conocer bien el camino y saber cuántas ovejas son para
contarlas al final de cada día.
Las hermanas le dijeron que
lo acompañarían unos días más, mientras él aprendía bien el camino. Ese día
volvieron sin ningún problema. Más tarde compartieron la comida, hizo otras tareas
y se fue a descansar para el siguiente día.
A la mañana siguiente
hicieron el mismo recorrido del día anterior, entonces pasaron muy cerca de un
bosque muy tupido, pero que se veía que en medio de un claro, había un enorme y
espeso pasto. Sorprendido Fortunato preguntó:
-Pero, ¿por qué llevamos tan
lejos las ovejas si aquí hay un mejor pasto?
-No podemos llevar a las
ovejas a ese pasto porque ahí llega un animal que se las come. Así que no se te
ocurra llevarlas ahí, porque si te faltan dos o tres ovejas, nuestro padre se
enojará y ya no te dará trabajo.
-No se preocupen, yo me
encargaré de que no se pierda ninguna oveja.
A la siguiente semana, por fin, don Teófilo
permitió que Fortunato llevara solo a pastar al rebaño. Cuando iba pasando por
el lugar desde donde veía el enorme y verde pasto, tuvo la tentación de meter
ahí a las ovejas y así ya no tener que llevarlas tan lejos. Se decía a sí mismo,
que tal vez alguien robaba las ovejas y no existía ningún animal. Y no
comprendía por qué, si se trataba sólo de un animal, los hombres del pueblo no
se habían unido para matarlo. Pensaba que en ese lugar había algo más, que no
habían querido decirle.
Por algunos días, Fortunato
siguió las órdenes de no meter las ovejas al bosque, pero conforme transcurrían
los días, la tentación de dejarlas pastar en ese lugar, iba creciendo dentro de
él. A pesar de que don Teófilo le había dicho que en medio de ese bosque, nadie
podía defender a sus animales, decidió correr el riesgo, pensando en que si él
no decía nada, su patrón no tenía manera de enterarse de lo que estaba haciendo.
Así que un día, dejó a las
ovejas pastar dentro del bosque. Durante las primeras horas de la mañana no
ocurrió nada en especial. Las ovejas comieron y comieron, y demasiado pronto se
pusieron muy gordas, lo cual sorprendió a mucho a Fortunato. Pero al medio día,
se sintió un viento helado, al mismo tiempo que se escuchaba el fuerte silbido
en las hojas de los árboles. Se escucharon las fuertes pisadas de un enorme
animal que parecía venir muy rápido. Ante su vista apareció el más enorme y
temible puerco espin que jamás hubiera visto. Su mirada era desafiante y feroz. Al instante Fortunato reaccionó y
antes de que el animal pudiera atacar a las ovejas, él sacó los pelos del león
y poniéndolos frente a sí dijo: “Primero
dios y un león”. Y en menos que lo cuento, se transformó en un enorme león
de larga melena.
El león y el puerco espin
entablaron una feroz lucha, imposible de describir. Entre zarpazos y mordidas
rodaron por el pasto tratando de vencer el uno al otro, sin que pudieran
conseguirlo. Así llegó la tarde, y cuando el sol estaba a punto de ocultarse, el
puerco espin huyó presurosamente.
El león se convirtió
nuevamente en Fortunato, quien al volver a su forma humana se apresuró a contar
las ovejas. Con alivió confirmó que estaban todas las que debían ser y que
ninguna estaba herida, así que las llevó de regreso al rancho. Debido a la
pelea, él se sentía tan agotado que de inmediato se fue a descansar. Más tarde
lo llamaron para que fuera a comer y él
no quería ir, pues le preocupaba que se dieran cuenta de las heridas que tenía.
Pero don Teófilo insistió.
-Anda muchacho, ven a comer
de inmediato, que la comida se está enfriando.
Fortunato no tenía modo de
negarse, pero antes de salir, pidió que le llevaran un vaso de agua a su
cuarto. Con mucho cuidado se limpió las heridas lo mejor que pudo, de tal modo
que nadie las notó.
Durante la comida el señor
dijo que veía a las ovejas muy gordas, que nunca antes habían estado así, y
preguntó:
-¿A dónde las llevas a
comer?
Fortunato guardó silencio,
sin saber si decir la verdad o no. Ante ello don Teófilo insistió.
-Conmigo no debe haber
secretos.
-Otro día le digo.
Al siguiente día, Fortunato
volvió a llevar las ovejas al enorme pastizal y nuevamente, el puerco espin se
presentó al medio día. De la misma manera Fortunato se transformó en león y
otra vez pelearon ferozmente sin que ninguno de los dos pudiera ganar. Y así
era un día y otro.
Después de algunas semanas,
Fortunato estaba muy agotado por las peleas que tenía a diario con el puerco
espin, no podía ganarle, pero tampoco había perdido ninguna oveja. En el rancho
él había visto que don Teófilo tenía muy buenas armas, así que no entendía, por
qué no las usaba para matar al puerco espin.
Cada tarde antes de la
comida, Fortunato pedía agua para lavarse las heridas, su patrón se dio cuenta
de esto y sospechó que había algo
oculto. Le dijo a su hija que después de llevar el agua, espiara al muchacho
para ver qué era lo que hacía. A través de un hoyo en la pared lo vio quitarse
la ropa y curarse las heridas.
La hija dijo a su padre que el muchacho tenía heridas en
todo el cuerpo y que usaba el agua para limpiárselas. Don Teófilo pensó que eso
era muy raro, así que a la hora de la cena le dijo al muchacho:
-Mañana voy a ir contigo a
llevar a pastar las ovejas.
-No, no es necesario que
vaya, no hay ningún problema, yo puedo ir solito.
-Mañana voy contigo.
-No, no vaya conmigo, déjeme
solo, cuando me falte una oveja, entonces me acompaña.
Don Teófilo no insistió más,
al siguiente día, dejó que Fortunato se fuera solo, pero casi enseguida fue
detrás de él, para ver a dónde iba. Lo vio meter a las ovejas dentro del bosque
y no le dijo nada. Estaba escondido entre los árboles, pero cuando al medio día
escuchó un fuerte ruido que indicaba que se acercaba el animal salió de su
escondite y le dijo al muchacho:
-Ya viene el animal, tenemos
que irnos de inmediato, saca las ovejas.
-No, usted no se preocupe, váyase y déjeme solo yo me haré
cargo de todo.
Don Teófilo tuvo miedo, y se
alejó un poco, pero aún estaba escondido detrás de un árbol para ver qué era lo
que pasaba. Con asombró vio cómo Fortunato sacaba de su morral unos pelos y
poniéndolos frente de sí, decía una palabras para transformarse en un enorme y
temible león. Miró la encarnizada lucha hasta que llegó el atardecer, ninguno
de los dos animales parecía darse cuenta de nada más a su alrededor, tan
concentrados como estaban en el combate.
Nuevamente, al atardecer se
separaron sin que nadie hubiera ganado. Fortunato se quedó sentado un rato en
el bosque, pensando en que ya estaba agotado de tanto pelear, decía para sí
mismo: “¿Cómo voy a vencerlo?,¿qué hago?”
Don Teófilo había llegado
corriendo a su casa, tenía prisa por decirle a sus hijas lo que había visto.
Así que sin tomar un descanso dijo:
-No sé qué es lo que
Fortunato carga en su morral, pero de una cosa estoy seguro, tiene una virtud o
un don especial. Peleó con el puerco espin toda la tarde como nadie antes lo
había hecho. Vamos a buscar al sacerdote a la iglesia para pedirle un consejo,
a ver si nos puede ayudar.
Don Teófilo le platicó al
sacerdote todo lo que había visto, y el modo tan feroz cómo Fortunato había
peleado con el puerco espin, pues él bien sabía, que en realidad ese animal era
un mal espíritu, por eso era que nadie lo había podido vencer.
El sacerdote escuchó con
mucha atención y dijo a don Teófilo que al día siguiente le llevara al
muchacho, para platicar con él. Así que cuando llegó a su casa le dijo a
Fortunato:
-Mañana no vas a llevar a
pastorear las ovejas, te arreglas porque te vas a ir conmigo a otro lado.
Y así sucedió que fueron con
el sacerdote, quién le preguntó a Fortunato:
-¿De dónde vienes?
Fortunato platicó toda su
historia, que siempre había sido pobre y después se quedó huérfano. Y que ahora
vivía muy bien en la casa del señor
Teófilo, donde le daban muy buena comida. El sacerdote dijo:
-¿Por qué peleas con el
animal del bosque?
-Porque se quiere comer las
ovejas y no lo voy a permitir.
-¿Cómo le haces para pelear,
es cierto que te conviertes en un león?
-¿Quién dice eso?
-Tu patrón.
El muchacho no quería hablar
sobre eso, pero al final dijo todo.
-¿Cómo le haces para
volverte león?
-Puedo hacerlo, porque
recibí ese don como recompensa por haber ayudado a unos animales.
Entonces, tuvo que contar la
historia de cómo encontró a los animales
peleando, cómo ayudó a resolver el problema y los regalos que le dieron.
-Ellos te concedieron una
virtud –dijo el sacerdote.
-Y también tengo esta canica
–agregó Fortunato.
-¿Quién te la dio?
-Mi padre me la dejó como
única herencia, éramos tan pobres que no teníamos nada más. Desde entonces la
he conservado, pues es lo único que me queda de mi padre.
-Enséñamela.
-Mi padre dijo que la
llevara siempre conmigo y que no se la diera a nadie.
El sacerdote miró con
detenimiento la canica, la bendijo y se la regresó.
-Si vuelves a pelear con el
animal, ahora sí lo vas a vencer.
-Qué bueno, porque ya me
estoy cansando. Además ya estuve mucho tiempo aquí y quiero irme a continuar mi
camino. Pero antes, quiero liberar el bosque de ese animal.
Cuando el patrón escuchó que
Fortunato quería irse, le ofreció que se casara con una de sus hijas,
cualquiera de las dos, la que él quisiera. Incluso en la noche le invitó a
beber mezcal, pues quería convencerlo de que se quedara en el rancho, para que
los protegiera a él y a sus hijas. Pero al joven no le interesaba casarse con
ninguna de las dos. Lo que en realidad quería era conocer el mundo. Pero don
Teófilo insistía.
-Cásate con una de mis
hijas, y cuando yo muera, te quedarás con la herencia.
- Sus dos hijas son hermosas
y aquí me han tratado muy bien, pero lo que yo
quiero es recorrer el mundo, conocer otros lugares.
Para que el señor no siguiera insistiendo le
dijo:
-Déjeme pensarlo y mañana le
digo.
Fortunato volvió a su
trabajo, el siguiente día volvió a llevar el rebaño al pastizal en medio del
bosque. Tenía muy presente las palabras que el sacerdote le había dicho que debía pronunciar para vencer
al animal. Así que cuando llegó el medio día y el puerco espin se presentó,
como todas las veces anteriores se transformó en león, y acto seguido dijo: “en
el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo te voy a vencer”. Y dio comienzo
la batalla feroz, pero, a pesar de sus esfuerzos e invocar la ayuda de Dios, no
logró vencerlo. Aunque es cierto que por primera vez, el animal quedó muy
agotado y lastimado.
La batalla del segundo día,
fue terrible también, pero mientras Fortunato se hacía más fuerte, el puerco
espin estaba más agotado que el día anterior. Sintiendo que se acababan sus
fuerzas, el animal se echó a correr, no sin antes decir que volvería la mañana
siguiente.
Al tercer día volvieron a
pelear. El león estaba seguro de que esta vez sería el vencedor. El puerco
espin, por su parte, se daba cuenta de que no resistiría una pelea más. Así que
se apartó un poco del león y le dijo:
-Por ahora tú ganas, pero no
estoy del todo vencido.
-Yo te he ganado porque tú
no quieres luchar más, y te ordeno que no vuelvas a este bosque a comer las
ovejas. Y si te atreves a regresar, yo vendré a corretearte.
-De aquí en adelante no
volveré más, me voy a la ciudad de los siete imperios, y si de verdad me
quieres vencer, tendrás que ir a buscarme allá.
Dicho esto, el puerco espin
se transformó en una horrible y oscura ave, que presurosa levantó el vuelo sin
darse cuenta que había tirado un huevo. Fortunato recordó que el sacerdote le
dijo, que tendría que llevarle algo que fuera de ese mal espíritu para lograr
vencerlo. Así que recogió el huevo y lo llevó con el sacerdote, quien lo
bendijo y se lo devolvió de inmediato.
Fortunato volvió al rancho y
le dijo a su patrón que ya no tenía que preocuparse por nada. Las ovejas y
todas las personas estaban a salvo, porque el animal nunca volvería al bosque.
Ahora todos podrían transitar libremente por él sin correr ningún peligro.
-Mañana me voy, debo
continuar mi camino.
-Pero, ¿por qué te vas?
Puedes quedarte aquí, ya no tienes que pelear con ningún animal y además me
gustaría que te casaras con alguna de mis hijas.
-Le agradezco mucho sus
palabras, pero tengo que seguir mi camino, porque yo soy un caminante y ya
estuve mucho tiempo aquí.
-Quédate con nosotros, si te
casas con una de mis hijas serás dueño de todo esto.
-Ustedes ya no me necesitan,
ya no corren ningún peligro y aquél animal ya me dejó con la duda. Dijo que se
fue a la ciudad de los siete imperios y yo quiero saber qué es eso. Lo voy a
buscar.
Fortunato les agradeció por
lo bien que siempre lo habían tratado todos y por haberle tenido confianza para
darle el trabajo. Dijo que en adelante las cosas iban a ser más fáciles, porque
ya no tendrían que llevar a pastar a las ovejas tan lejos.
Muy temprano por la mañana,
cuando el sol aún no salía, Fortunato emprendió la marcha. Se fue sin
despedirse de nadie para que las cosas fueran más fáciles, pues él sabía que
insistirían en que se quedara.
Cuando en el rancho se
dieron cuenta que Fortunato ya no estaba, se pusieron muy tristes y lloraron, pues en verdad le habían tomado
cariño y estaban muy agradecidos de que los hubiera librado del espíritu que se
había apoderado del bosque.
Fortunato transitó por
muchos caminos sin que nada lo detuviera, pues cuando se encontraba con un
obstáculo o con un peligro, se transformaba en el animal que más le convenía para
resolver sus dificultades. Así pudo sobrevolar por grandes acantilados, escapar
de feroces animales salvajes y conseguir fácilmente comida. Todas las cosas le
eran tan fáciles como nunca antes había imaginado. Por algún tiempo permaneció
en grandes selvas, montañas, bosques y cuevas, sin que nada ni nadie lo
perturbara.
Hasta que un día, de tanto
andar llegó a una enorme ciudad. A él le pareció un lugar muy extraño, había
demasiadas cosas que él no conocía. Pero lo cierto, es que él nunca había
estado en ninguna ciudad. Y no tenía la menor idea de cómo debía ser la ciudad
que él buscaba. Se preguntó a sí mismo: “¿A
dónde estoy?, ¿será esta la ciudad de los siete imperios?”
Fortunato miraba hacia todos
lados con curiosidad, las casas eran muy grandes y había más gente de la que
jamás había visto reunida en toda su vida. Caminó un buen rato y la ciudad
parecía no tener fin. Llegó hasta un lugar en el que vio reunidos a muchos
animales de distintas especies desconocidas para él. Y aunque parecían muy
diferentes se veía claramente que todos se entendían muy bien entre sí, pues
conversaban alegremente.
Entre todos los animales vio
un águila, de inmediato sintió confianza para acercarse a ella, pues había sido
un águila el primer animal con el que había hablado en su vida.
-Oye águila, ¿es esta la
ciudad de los siete imperios?
-No, esta es la ciudad de
los sueños, en donde vivimos pacíficamente toda clase de personas.
-Y ¿dónde está la ciudad de
los siete imperios?
-No lo sé, jamás había oído
nombrar esa ciudad.
En ese momento se acercó un
águila muy vieja, y a ella le preguntaron.
-¿En dónde está la ciudad de
los siete imperios?
-Yo he volado de norte a sur, de oriente a poniente, sobre
valles y montañas, sobre mares y ríos, pero jamás he escuchado hablar de esa
ciudad.
Fortunato se sintió decepcionado
por no saber cómo encontrar la ciudad de los siete imperios.
-¿Puedo quedarme en esta
ciudad a descansar unos días antes de seguir mi búsqueda?
-¡Claro! No hay ningún
problema, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
Fortunato se quedó sentado
mirando cómo todos los animales convivían alegremente. Había una gran
algarabía, poco a poco iban llegando más águilas. Vio llegar a un águila más
vieja que la anterior, nuevamente se acercó a preguntar.
-Oye amiga, ¿sabes dónde se
ubica la ciudad de los siete imperios?
-¿La ciudad de los siete
imperios? Jamás había oído hablar de ella.
-¿Quién es el más viejo de
todos ustedes?, ¿a quién puedo preguntarle?
-No lo sé, pero nosotros
estamos aquí porque vamos a tener una reunión, cuando ya estén presentes todos
los que van a venir puedes preguntar y tal vez, alguien te diga dónde está.
Más tarde, estaban reunidos
la mayoría, solamente faltaba un águila, y algunos comenzaban a desesperarse.
Alguien preguntó.
-¿Ya llegó el águila dorada?
-No, no ha venido.
-Tal vez, no va a venir.
-Sí tiene que venir, porque
esta reunión es muy importante.
Pocos minutos después vieron
sobre el horizonte la silueta de un ave que volaba con dificultad. Era un
águila muy vieja que estuvo a punto de caer sobre los demás al aterrizar.
-Buen día a todos. Perdón,
pero estoy tan vieja que apenas puedo volar.
-Buen día, sólo a ti te
estábamos esperando.
-Disculpen todos, pero me
retrasé porque he tenido que hacer varios descansos para aguantar un recorrido
tan largo.
-Hay un amigo que quiere
preguntarte algo. Habla con él antes de comenzar nuestra reunión.
-¿Tú sabes en dónde está la
ciudad de los siete imperios?
-¿Quién te habló de esa
ciudad? Ese es un lugar que nadie debería visitar.
-¿Por qué?, ¿qué hay ahí?
-En ese lugar habitan y
gobiernan los peores sentimientos que puede tener un ser vivo. Hace muchos
años, más años de los que nadie puede recordar, fueron recluidos ahí para que
no habitaran en el corazón del hombre.
-¿Cuáles son esos
sentimientos?
-Son la ira, la voracidad,
la envidia, la soberbia, la pereza, la avaricia y la lujuria.
-Pero yo debo ir a ese
lugar.
-Nadie debería ir a ese
lugar en donde podría ser atrapado por esos sentimientos que pueden corromper
su alma.
-Pero yo tengo que ir.
-¿Por qué tienes que ir?
-Tengo que ir, porque ahí
está un mal espíritu que puede transformarse en animal y que sólo yo puedo
vencer para que nunca más, ataque a nadie.
-Pues si tienes que ir, ve.
Pero deberás tener mucho cuidado.
-¿Tú me dirás cómo ir?
-Yo puedo guiarte, aunque no
sé cómo haremos para llegar porque es un lugar lejano y no puedo cargarte
porque ya estoy muy vieja.
-No te preocupes, yo puedo
volar, tú sólo dime por dónde ir.
-¿Tú puedes volar?, ¿cómo?,
si no tienes alas.
-Ya lo verás, me convertiré
en un águila como tú.
-Entonces, mañana temprano
partiremos.
La reunión de las águilas se
celebró sin ningún contratiempo. A la mañana siguiente Fortunato estuvo muy
temprano con el águila dorada para iniciar el viaje. Nuevamente se convirtió en
águila y emprendieron el vuelo. Su recorrido fue largo y con muchos descansos
para que el águila vieja recobrara sus energías. Hasta que finalmente llegaron a
medio cielo, justo ahí entre nubes densas, se encontraba la ciudad de los siete
imperios. Era enorme, con casas bonitas y palacios.
El águila vieja explicó que
en el centro de la ciudad estaba el más grande de todos los palacios, ahí
habitaba el que mandaba, que no era un rey, sino el espíritu que había
atemorizado por muchos años a los hombres en el bosque de grandes pastizales. Vivía
en un palacio de paredes oscuras y custodiado todo el tiempo por cuervos y
zopilotes. Los más enormes y horrorosos cuervos que jamás hubiera imaginado,
cuyos agudos graznidos erizaban la piel a cualquiera que tuviera la mala suerte
de escucharlos.
-Este lugar está encantado, está
bajo el poder y hechizo de un mal espíritu que es muy difícil de vencer.
-A eso he venido yo, a
derrotarlo.
-Yo me regreso, tú sabes lo
que tienes que hacer, pero yo me iré lo más pronto posible.
-Sí, gracias por traerme, yo
me quedo.
-Si vas a luchar contra el
mal espíritu, debes saber que si entras a su palacio y te ve, te matará. Nadie
que haya entrado ha salido vivo.
-¿Tú sabes qué debo hacer
para poder vencerlo?
-Sólo puede ser derrotado
lanzándole uno de sus propios huevos y nadie jamás ha logrado quitarle uno sólo
de sus huevos. Los tienen muy custodiados en su palacio, por eso es que mata a
cualquiera que se atreva a entrar.
-Pues yo, sí tengo uno de
sus huevos.
-Bueno, entonces debes
atinar a darle en el centro de la frente. Si logras hacerlo, también su palacio
caerá para siempre.
-Debo encontrar la manera de
sorprenderlo y atacarlo rápidamente.
-Debes saber algo más.
Obsérvalo cuidadosamente, porque cuando está abriendo los ojos es cuando está
dormido y cuando tiene los ojos cerrados es cuando está despierto. Mira con
cuidado, toma el tiempo que duerme y que está despierto, y así sabrás cuándo
atacarlo.
-Gracias por tu ayuda, ahora
me quedaré a hacer, lo que he venido a hacer.
Para poder acercarse a
observar por las ventanas del palacio, Fortunato decidió transformarse en un
zopilote, pues siendo totalmente negro podría confundirse con la oscuridad de
la noche y con los guardias del palacio, sin levantar sospecha alguna. Así que
pronunció las palabras mágicas: “Pimero
dios y un zopilote”.
Así estuvo Fortunato un buen
rato mientras sobrevolaba los alrededores del palacio y observaba a través de
las ventanas. Dentro miró al único habitante, un hombre anciano con un enorme
bastón caminando de un lado a otro. A su alrededor estaban siete serpientes,
que de vez en cuando le daban un
mordisco, pues de él era que se alimentaban. Ellas en realidad eran los peores
sentimientos que puede tener un ser vivo y sobrevivían alimentándose de la
maldad del espíritu. El hombre las espantaba con su bastón continuamente, pero
cuando se dormía, ellas aprovechaban para darle un mordisco.
Después de varias vueltas
alrededor del palacio, Fortunato vio una pequeña rendija en la puerta, pensó
que ése era el lugar por el que podría entrar. Entonces sacó la pata que
llevaba en su morral y pronunció las palabras: “Primero dios y una hormiga”. Y de inmediato se transformó en un
diminuto insecto. Con su tamaño le fue muy fácil entrar por la pequeña
abertura, aunque no le fue tan sencillo cargar el huevo.
El hombre estaba sentado en
su trono y tenía los ojos muy abiertos, lo cual indicaba que estaba
profundamente dormido. Fortunato no lo pensó dos veces, y antes de ser
descubierto pronunció las palabras: “Primero
dios y un águila”. Ya transformado en águila, agarró el huevo entre sus
garras y tomando un fuerte impulso lo arrojó sobre la frente del hombre.
Cuando el hombre despertó no
supo lo que había pasado, sólo sintió un fuerte golpe. Ante sus ojos miró un
águila que le dijo:
-He
venido a vencerte.
Al escuchar su voz supo de
inmediato que era el león al que nunca había podido vencer en el bosque. No
había nada que hacer. Ante sus azorados ojos su palacio comenzó a derrumbarse,
al mismo tiempo que él se fragmentaba y caía en pedazos.
Las serpientes desesperadas
trataban de agarrarse de él, pero pronto se diluyó sin que nadie pudiera
evitarlo. La ciudad entera desapareció sin dejar rastro. Algunos creen que
todavía existe en el lugar más oscuro e inimaginable. Las serpientes trataron
de escapar, sin que se sepa si lograron sobrevivir o no, pues bien se sabe, que
requerían de alimentarse de la maldad del espíritu. Algunos creen que cayeron
en la tierra y que desde entonces, han estado creciendo lenta y silenciosamente,
alimentándose de la maldad de los hombres.