Solo tenía tres años, o tal vez menos, no lo recuerdo con certeza. Mi noción del tiempo aún no era precisa. Se trataba solamente de una serie de eventos que se repetían. Lo único claro, era que al día seguía la noche y después, un nuevo amanecer. La hora de la comida, era una huella del paso del tiempo. Mi pequeño estómago me indicaba la necesidad de alimentarme. Me indicaba el continuo de la vida.
¡Que agradable, era estar en casa! Mi madre, siempre estaba disponible cuando yo la necesitaba. La recuerdo limpiando la casa, barriendo el patio, dando de comer a los pollos, pero sobre todo; haciendo comida. La miraba encendiendo el fuego, en el rústico fogón de leña. Allí era donde ella cocinaba todo. Cada día preparaba las tortillas, en un ritual que pronto aprendí. Primero; encender el fuego, batir la masa, poner el comal a calentarse, echar unas gotas del agua sobre el comal para saber sí ya tenía la temperatura adecuada. Después, aplastar las tortillas y ponerlas a cocer en el comal. En poco tiempo, se empezaba a percibir el olor a maíz cocido, que de inmediato despertaba mi apetito. Y mientras las tortillas se cocinaban, yo cogía alguna de ellas para prepararme un taco de sal. ¡qué deliciosa comida! La tortilla recién cocida, caliente y suave.
Me gustaba ver crecer las lengüetas del fuego, con ese ruido chispeante tan característico del crepitar de la leña. En las llamas se dibujaban y desdibujaban rápidamente, muchas figuras; mientras las tonalidades de color naranja y amarillo, crecían y decrecían continuamente. Pronto, el fuego alimentado por la leña; inundaba con un calor suave toda la cocina y se instalaba dentro de mi ser. Un calor que me sabía a ternura, cuidado y amor. El calor que cocina la comida. La comida que alimenta el cuerpo. Y el fuego en medio de la comida y el cuerpo; calentando hasta lo más profundo del corazón. Llenando de paz el alma. Ese era un momento en el que me sentía segura y protegida. Amada y feliz.